Bichx y centaura. Sobre «Jamás tan cerca», de Agustín Valle//Natalia Ortiz Maldonado

Un libro no es solamente aquello de lo que habla un libro, tampoco es solamente la materia de la que está hecho (el papel, los hilos, la tinta), no es quien lo escribe ni quien lo lee. Un libro es un haz de fuerzas. Materialidades sí, pero también actos, trampas, sortilegios, silencios, promesas, flujos. Lo que dice, quien lo dice, cómo lo dice, quién lo lee, cómo lo lee, los espacios por los que navega, el valor que porta y circula, los dispositivos técnicos que porta y sostiene, los árboles que se talan y los ríos que se contaminan para hacerlo, los mundos que habilita y los que censura, lo que pasa y lo que no deja pasar. Jamás tan cerca es todas esas cosas y algunas más. Voy a detenerme en tres: una persecución, una pregunta y un sonido.

 

Persecución

 

El libro recorre la marabunta que somos, la confusión que habitamos, diciendo que no sabemos, reivindicando que no sepamos porque nadie sabe solx, sí, pero también porque nadie sabe su época. Eso es vivir algo en presente: no saber. Se trata de tomar distancias con los relatos heroicos que no pueden dejar de explicar, maníacamente, inclusive cuando dicen que no lo hacen. Pero en el libro ocurre algo más, porque se logra decir algo, se intenta un común sin saber, diciendo que no se sabe, no sabiendo. Como andan lxs cachorrxs antes de ser tecnobichos.

 

Cuando realmente no se sabe, se vuelve imprescindible prestar atención, dar la atención. Y se desarrolla un habla persiguiendo lo que ocurre, acoplándose, se pone la lengua sobre la superficie viva. Seguir lo que ocurre rastreando, como diría Vincianne Despret, persiguiendo las huellas de un animal al que probablemente no se alcance pero al que sí se puede conocer a través de sus huellas, detectando sus velocidades, sus presas, las guaridas en las que duerme por la noche o el día. O donde no duerme nunca. Recorrer lo que ocurre con meticulosidad, tomando por momentos su velocidad frenética, desacompasándose de cuando en cuando para entrever.

 

Quien escribe rastrea superficies (redes sociales, medios de comunicación, redes de subtes), señales y pulsos (la velocidad de un audio, la rayita que titila en el lugar en el que vamos a escribir, el modo del cursor, el azul de los vistos). Rastrea además acciones viejas (medir, competir, desear) que se reimprimen como acciones y palabras nuevas: chequear, escrolear, laiquear, gostear, espamear, notificar, administrar, guglear, empantallar, postear, hacer flaiers, editar, estresar, estar-siempre-disponibles.

 

Somos tamagochis de nosotrxs mismxs, se dice, somos “yo digital”, habitantes sin cuerpo de un mundo luminoso, brillante, prístino, que con su nombre “virtual” ya nos tendría que advertir algo sobre lo problemático de tener un cuerpo orgánico, que necesita ser tocado, alimentado, dormir…

 

Pregunta

 

Pero las huellas que se persiguen a lo largo del libro no son solo las huellas del “yo digital” sino sobre todo, del bicho humano que estamos siendo, acá y ahora y, sin embargo, tan lejos de sí mismo, tan perdido, tan cabizbajo, tan solo y tan acompañado, tan capaz de genocidio y de poesía, de maravillarse ante una pintura como de apretar un botón (ni siquiera -ya- un botón sino una región en una pantalla) y hacer explotar una bomba, quemar un pueblito, ametrallar una escuela.

 

Quien escribe está de pie justo allí. Mira, como en la pintura de Turner, parado desde un risco, nuestro risco. Vemos su nuca, la espalda erguida. Y mirando así plantea una pregunta, quizá una de las pocas preguntas que importan, con la voz de la infancia, el territorio más fértil y potente que aún tenemos. Quien escribe está parado ahí y pregunta: “pero ¿no habrá sido siempre así la humanidad: todo lleno de cosas horribles pero también cosas no horribles?”. 

 

Es probable que Spinoza se haya encontrado ante una pregunta similar, seguramente Adorno y Benjamin, expresamente Canetti y Simone Weil. El bicho humano, esa sibilia oscilante, ese genio inmanejable, borracho y alucinado. Esa centaura que no para de crear, que crea dioses y diosas y luego olvida que lxs ha creado: estados, salvaciones, algoritmos, máquinas, infiernos. Lo que todas estas escrituras comparten es que jamás estuvimos tan cerca… de la abstracción, de lo muerto. Quizá el bicho humano es la centaura que late contra lo muerto que ella misma excreta. Agustín Valle narra esta centaura, el modo en el que dobla las patas y abre las manos, las excrecencias oscuras que deja al andar. Acá y ahora. Formula la pregunta e intenta una respuesta (im)propia. En presente continuo, concreto, vivo. 

 

Quienes cumplimos con el ritual iniciático de leer o escuchar leer sobre alrededor bajo o contra Deleuze, supimos que no hablamos ni escribimos por otres sino ante otres. Levinas decía que se trata de hablar ante el dolor de lxs demás, de elaborar relatos que puedan ser compartidos con quienes sufren. Pero qué pasa si quienes sufren algo somos todxs, cómo podríamos hablar desde, en y sobre un dolor que compartimos. Esta es otra de las tareas de este libro, que no ocurre menos porque se trate de un libro de teoría y filosofía política. Todo lo contrario, ocurre más, porque lo que nos duele es precisamente lo que nos pasa ante una dimensión impotente de la política: hacer venir lo vivo en nosotrxs, advenir-nos. 

 

Dónde está lo vivo, donde la casa, el amor, el lenguaje. No existen, mi niñe, habrá que inventarlos otra vez. Dónde. No sabemos. Pero es acá y ahora. También.

 

Sonido

 

Hay pistas. En este libro se habla de los feminismos (como experiencia colectiva de quienes hacen del dolor un motor para la acción), del zapatismo, de algunos movimientos sociales, de algunos grupos, de quienes dicen que no, de quienes quieren humildemente pero mucho alguna cosa, de quienes aman. Y se habla de la pupila, del estar rostro a rostro vivo. No hay pupilas en la mentira luminosa de las pantallas, se dice. Como miope y como astígmata, necesito agregar a la señalética de este libro, el sonido. Porque la vista está demasiado cerca de la mente, habita un plano único, aplana, es totalitaria; mientras que el sonido (cercano al tacto) es vibración de la materia, reclama y hace cuerpo, puede evadir algunas trampas, pero no todas. Pareciera ser, susurra Adorno (que sabe susurrar) que es más difícil ver el amor o el dolor que escucharlos. Y si los podemos escuchar, los podemos contar después. Contar, como no se cansa de susurrarnos Úrsula Le Guin, es escuchar. Y en este libro escribe quien primero la supo escuchar, persiguiendo las huellas, tenazmente. La voz narra, sube y baja, titubea, putea, ríe, canta y en ciertos momentos, solloza. Con los héroes no se compone una amistad. Solo duelos, aquello de matar y morir, el honor, los argumentos, la admiración, el temor, las pirámides. Los héroes no están ante y con nosotrxs. Los héroes solo saben.

 

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