Algunas cosas son de no creer. Llego de la calle, de andar todo el día de aquí para allá, de llegar tarde a todos lados, de que la editora no entienda que no quiero la tapa de mi libro de color marrón-caca, de que el auto se pare todo el tiempo -especialmente en medio de las avenidas- y para peor de males, famélica, con hambre de loba feroz. Tengo un estado curioso que ondula entre una desesperación última y final, y por otro lado una especie de estado de gracia, cercano a las alucinaciones del LSD.
Dejo los petates, agarro, en un acto instintivo, cualquier cosa de la heladera (una zanahoria, un racimo de uvas, una porción de tarta de ayer) y la voy comiendo mientras camino a encender la computadora. En el trayecto lo veo a Toro, o a un despojo que dejaron las aves carroñeras tirado en el sillón y que se parece bastante a Toro. Nos saludamos como es rigor en una pareja un jueves de fines de marzo, entre el hastío propio de la existencia y el alivio de que el otro esté allí, como si fuera una garantía de continuidad de las leyes que mueven el universo.
Me tiro en el sillón, Toro en un gesto mecánico y cariñoso abre un brazo y me abraza sin dejar de mirar la tele, muy interesado, como si le estuvieran develando las grandes verdades de la vida. Pero no… no se trata de Carl Sagan ni de Carlos Sacaán sino de unos chabones muy porteños, alguno que se dio una biaba y está más morocho que su sombra, varios gordos, uno con aspecto de cool que sorprende verlo allí y no en un programa de cable hablando de su amor por la literatura surrealista, y oh sorpresa, una rubia infernal, con una mini que deja ver más que la hoja de parra de Eva y unas gambas que le llegan hasta el cuello. Lo raro no es ver una mina de esas características en un programa de esas características: vale recordar a las secretarias de Galán, de Sofovich, de Repetto; se puede decir que la tele a sido muy generosa en desplegar la pelotudez femenina o mejor dicho, en darnos fértiles modelos de lo pelotudas que las minas tenemos que ser. El caso es que la mina, que está parada como una parte del decorado mientras sonríe a los huevones que dicen boludeces, en un momento se planta, interrumpe al mono teñido de negro (que no sabe que la pifió y que se parece más a mi tía Berta que al malevo que quiere emular) y mirándolo le espeta: “ Pero por favor… Martínez nos tiene acostumbrados a esos cambios tácticos” y luego, mirándolos a todos “empezó con un 4-3-2 contra Gimnasia, pasó a un 7-9-5 contra Upites Unidos y terminó con un 7-7-3 contra Ojetes Anónimos”, y yo estupefacta como si estuviera frente a una manifestación de la virgencita de Itatí, Toro asintiendo con gesto cómplice y los huevones desgañitándose para exponer no sé qué pelotudez. Me quedo mirando con los ojos fijos, casi sin pestañar para ver si la mina hablaba de nuevo, porque bien podría haber sido que en mi estado de confusión mental hubiera tenido una alucinación y que la mina simplemente estuviera sonriendo mientras muestra a cámara un paquete de alfajores. Pero no, al rato la mina se planta otra vez y discute acerca de no sé qué de los isquiotibiales de un tal Ruperti, luego se explaya sobre que Rosario Central fue a buscar los tres puntos y se llevó uno, y remata con un chiste, que hace que todos rían, acerca de algo que no entiendo pero que tiene que ver con códigos de vestuario. Un poco atontada lo miro a Toro y le pregunto:- ¿y esa mina?- y él, sin sacar la vista de la tele me dice que la mina sabe mucho, que entiende de fútbol más que muchos hombres, que le puede discutir a cualquiera, y yo lo miro y entiendo que está enamorado, que por fin se juntaron en un solo ser las dos cosas que más ama y anhela en este mundo: un par de tetas y un amigo. Yo, que soy lenta de entendederas y tardo una eternidad en salir de la impresión inicial, me angustio y digo alguna clásica boludez de mina celosa como “es un gato”, o “seguro que se garcha al productor” o “tiene las gomas re-operadas”, pero algo en mi taradez esencial me hace seguir viendo el programa que ahora muestra algunas jugadas del último partido deteniendo la imagen y marcando con circulitos incomprensibles las peculiaridades de la defensa de Banfield. Me pongo a competir con la mina y trato de hacer algún comentario inteligente, pero tengo pocos elementos y sólo consigo que Toro rebata mis escuálidos argumentos con el mismo tono con el que hablan todos los huevones y la huevona incluida. Por fin el programa termina y la tensión que sostenía la existencia de Toro se va diluyendo, prende un porro y mientras fumamos, como si fuese parte de un acuerdo implícito me agarra de la cintura y me acerca a su pija que se empieza a hinchar y así, medio de espaldas giro la cabeza y lo empiezo a chuponear como si viniésemos en una larga franela, con chupones muy húmedos que hacen que la mina, los huevones, el fútbol, la forra de la editora y todo lo demás empiece felizmente a esfumarse como si fueran tontas ilusiones que se posan sobre lo que verdaderamente importa, lo que verdaderamente existe. Mientras nos chuponeamos con un anhelo infinito y nuestras lenguas se van poniendo más gordas y todo se vuelve más acuático, llevo la mano hacia atrás y le agarro la pija a través del pantalón y Toro se ríe de felicidad como un perrito y su mano derecha se va deslizando por mi cadera hasta llegar a mi pelvis, levanta mi vestidito floreado que más bien es un solero, corre la parte de abajo de mi bombacha para descubrir -él y yo- que estoy empapada y mi concha se va hinchando cada vez más, mis labios, el clítoris, el culo, y mientras nuestras caderas empiezan a moverse como si se hubieran liberado de una larga modorra. Le bajo como puedo, con una torpeza infantil el cierre del pantalón y pasando la mano por adentro del calzón le agarro la pija primero y después los huevos y Toro empieza a bufar como un búfalo y la mandíbula se la cae un poco y se le adelanta dándole la impronta de un orangután mirando la selva incomprensible desde lo alto de su árbol. Toro se agarra la pija y yo siento cómo con ese gesto su pija se hincha hasta el sumun y empieza a frotarla en mis labios y en mi clítoris y creo que empiezo a hacer un sonido como un ulular, pero no estoy segura, no sé de donde sale ese sonido como de sirenas o de olas del mar que se expanden cuando Toro empieza a meterme la pija despacio en la concha, yo tiro la cabeza para atrás y él entiende sin palabras y me agarra el pelo y me tira suave pero firmemente produciendo un espasmo en mi cerebro que parece ponerse a bailar junto con la concha, conectados en una convulsión celestial. Me la mete lento, muy lento y siento cómo su pija, que está a punto de explotar me va abriendo milímetro a milímetro por adentro como si me fuera derritiendo, y sin darme cuenta, al mismo tiempo se me cae la mandíbula y voy abriendo la boca como si me fuera ahuecando por arriba y por abajo. Me la mete toda, entera y se queda quieto, la pija latiendo en su quietud y mi concha abrazándola – titilando como si estuviera llena de estrellitas- y empezando de a poco a succionar en un pulso que me estremece hasta la médula del alma, los dos quietos, con la respiración contenida como si el mundo estuviera suspendido, como si todo -los autos, los colectivos, el viento, el girar del planeta- se hubiera detenido hasta nuevo aviso, y mi concha es lo único en el universo que se mueve succionándole la pija en un pulsar que se expande cada vez más, llevándonos de a poco a mover las caderas y sentir un calor de volcán mientras entramos en un frenesí pagano. Toro me tiene del pelo como si estuviera domando una potra salvaje, mi concha y mi cerebro latiendo al unísono y con la otra mano, desde atrás, comienza a frotarme las tetas encendiendo mi corazón en latidos que me superan y al mismo tiempo me asustan y me vuelan de placer, haciéndome acabar produciendo sonidos agudos como el de las ardillas y arrebatándolo a Toro que también acaba gritando como si hubiera metido un gol. Caemos agotados en el sillón riéndonos con una risa bobalicona; nos quedamos echados un rato y de a poco voy volviendo en mi, empiezo a pararme y siempre con esa risa boba, me acomodo la bombacha, el vestidito y deambulo un poco sin rumbo por la casa. Me siento en la escalera y mi cuerpo sigue convulsionado con esa risita y me viene a la cabeza una canción que decía “el ojo que mira el magma” y siento mi concha y mi útero con una calidez llena de paz.
Subo al primer piso y me meto en la ducha caliente que termina de aflojarme los tornillos y mientras sigo cantando el ojo que mira el magma como si fuera un arrullo, empiezo a pensar en las brujas de Castaneda que decían que la concha y el útero eran los elementos más sensibles del género humano, y que las mujeres, acusadas de brujería y no sé cuantas cosas más, ya ni siquiera sabemos cómo se usa ese delicadísimo instrumento de percepción. Decían también que durante la menstruación las mujeres entramos en la máxima meditación y que antiguamente, mientras duraba la regla, las mujeres eran consideradas sabias y sagradas. Empiezo a pensar muchas cosas, precipitadamente, como si las pensara todas juntas en una especie de pelota de ideas y sensaciones que empieza a rebotar adentro mío. Vienen a mi mente las publicidades de toallitas femeninas y pastillitas pelotudas para que “ni nos demos cuenta de que estamos indispuestas”, y pienso “¿indispuestas?”, y pienso en las charlas de mi mamá con mis tías en la quinta de moreno, esas charlas susurradas e íntimas que yo adoraba. Y después me acuerdo de la pelotuda del programa de fútbol y pienso que entonces nos quieren convencer de que la igualdad entre el hombre y la mujer, tan en boga en estos tiempos, es que las minas podamos hablar de fútbol y aprender a decir las mismas pelotudeces que dicen los tipos, con los mismos guiños y los mismos gestos, a hablar unos encima de otros, a hacer los mismos chistes pelotudos como si se tratase de la gran cosa. Y me acuerdo de los celos que sentí cuando la vi con su cara rubia y su lomazo infernal y me empiezo a reír a carcajadas de lo boluda que puedo llegar a ser y entonces me siento en la bañadera, bajo la ducha y el vapor y en un instante impreciso dejo de reírme y empiezo a llorar, a llorar con todo el cuerpo como hacía mucho tiempo no lloraba.
Y en eso entra Toro, que viene a hacer pis, o a lavarse los dientes, o vaya uno a saber a que viene, y cuando me ve acurrucada bajo la ducha llorando como una magdalena se acerca, se mete así como está con el pantalón, las medias y la remera bajo la ducha y me abraza con los brazos y con todo su cuerpo y me habla con un amor infinito y me pregunta qué me pasa, porqué lloro así, y yo empiezo a tratar de explicarle, busco ordenar la maroma de ideas y emociones que me mueven como una marea, que el hombre, que la mujer, que la historia, que el ojo que mira el magma, y pronto me doy cuenta que no puedo articular el lenguaje, no puedo decir nada, y sintiendo su cuerpo de oso que me abraza y me contiene como a la cosa más delicada y más preciada del mundo levanto la cabeza, lo miro con un amor eterno y le digo…- nada mi amor, tuve un día muy largo-.