La fuerza del equívoco // Diego Sztulwark

«Es la fuerza del equívoco lo que permite que Arlt siga siendo un personaje de nuestras lecturas», dice Horacio González en el inicio de su libro «Arlt, política y locura». No se lo lee a Arlt sin la «incesante pregunta: ¿qué habrá querido decir?». Ahí donde lo dicho no se basta a sí mismo el lector está invitado a verse involucrado en la tarea de desciframiento, como factor activo en la confrontación con aquello que se mal entiende, no por déficit cognitivo sino por las ambivalencias constitutivas de las cosas del mundo.

Es esta equivocidad mundana la que parece a la vez triunfar y replegarse en un presente definido por lo inverosímil pero despojado de toda interrogación en el orden del sentido. Y es que la libertad cacareada no tolera defectos ni malos entendidos. Se trata de una libertad sin enigmas ni fallas. Programada y dependiente de un mecanismo que no acepta fisuras: el mercado como único funcionamiento que no yerra. En él la verdad impera. Se trata, entonces, de que esa verdad sea disputa como rectora inapelable de un orden institucional maleable (orden anti-político, si se considera su efecto neutralizador lo político que supone aplanar toda institución sobre la instancia del mercado).
Extraña «univocidad del ser» la de estos fervientes creyentes de la oferta y la manda, que encuentran en el sistema de precios un sustituto de la entera Naturaleza. En la filosofía de Spinoza el orden natural se constituye en torno a reglas eternas bajo las cuales se produce una infinitud de cosas en una infinidad de modos, todas ellas sin jerarquía de valor a priori. Por el contrario, el venerado “mercado” no hace sino seleccionar y jerarquizar, opacando en simultáneo toda comprensión de lo que sucede -en términos de poder social- en el orden de la producción. El mercado sueña una totalitaria libertad perfecta, a sabiendas que esa perfección solo se alcana eliminando de las cosas todo rastro de una pluralidad del sentido y todo saber social sobre las fuentes del valor.
Los personajes a cargo de sustituir un orden por otro (sustitución de la habla que María Pía López en «Insistir», nota publicada ayer en Página 12) retienen algo del universo arltiano. Surgen de él pero pretenden sepultarlo. Encarnan de modo ejemplar aquella equivocidad que desean suprimir. Nombres como Sabag Montiel, Agustín Laje o la ministra Pettovello habitan un universo que oscila entre el «sonambulismo y el periodismo» (expresión que pertenece al libro de González, que es 1996). Sólo que el oficio del periodista se ha robotizado -o bien se ha vuelto peligroso- y el sonambulismo se ha generalizado (y politizado). Montiel, Laje o Pettovello emergen como tipologías de una voluntad grotesca y peligrosa de derogación: el asesino al que no le sale matar, el intelectual que no logra emanciparse del influyente fantasma de Eduardo Feinmann o la reformadora social que quiere hacer el bien sin saber con quién. Son salientes de un grupo más amplio que remite (aunque solo sea por el modo de obtener likes y votos) a lo que González llamaba -reflexionado sobre la novela de Arlt- «la condición espiritual del lector contemporáneo». Esta se exhibe mediante «alaridos de placer remoto por las evidencias de que tenemos a la vista el material crudo con el que está hecho el mal». Hace pocas semanas Liliana Herrero dijo en una entrevista televisiva que la cuarentena había sido traumática no sólo por las pérdidas de vidas sino también por lo que tuvo de «doble encierro»: uno primero, sanitario; y otro segundo, tecnológico. El primero en una casa, el segundo en el circuito que va de la pantalla a las llamadas redes sociales. Del primero, dice Herrero, una parte de la población salió gritando «viva la libertad, carajo». Del segundo -ese enclaustramiento en el subsuelo de la conciencia en que se remodelan los lenguaje) no hemos logrado escapar. Permanecemos allí, enjaulados. El ensayista Abel Gilbert afirma que el virus ha triunfado, que nos ha mutado. Puede que tenga razón. Y que esa razón sea la que anima a estos personajes derogatorios, conjurados, que parecen haberse emancipado de todo el juego arltiano de contrastes morales, poniendo fin a toda duda sobre el significado de sus acciones. La astucia misma de la razón parece desorientarse al reparar en ellos como frágil recurso para la prosecución de la marcha de la historia (marcha que, de no ser desviada, apunta a la destrucción de los últimos resquicios en los que aún no se ha consumado la subsunción completa de la vida al capital). Ya no se trata, por tanto, de “locura y política”, sino de procedimientos abusivos de necesidad y urgencia, pésima técnica legislativa y desprolijas costuras. Artes de un gobierno débil que anuncia sus propias derrotas, como vimos ayer, o bien prepara un forzamiento inédito del dispositivo institucional. Son las alternativas de un señoreo criminal, evidente tanto en la presencia amenazadora de un miembro del grupo Revolución Federal en las sesiones legislativas cómo en el abrazo político de Milei con Netanyahu. Ya no estamos frente a ninguna paradoja del sentido. Este señoreo supone la liquidación del absurdo mismo como núcleo de lo real (fuente de humor y de resistencias creativas) en favor de una lógica geopolítica y mercantil sólo realizable por medio de una farsa general. Es mediante fantochadas que se pretende instalar la más férrea racionalidad de la desposesión. Y es contra esta pretensión demasiado cuerda que debe alzarse la fuerza del equívoco, de la locura y de la política, a la que apelaba González lector Arlt, para animar las confabulaciones populares que lentamente se van poniendo en marcha.  

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