La fuerza de una candidatura // Diego Sztulwark

Reelección. La de Sergio Massa es una candidatura a la reelección. Fue electo una primera vez como super-ministerio de economía, tras la crisis desatada por la renuncia de Guzmán. Esa primera elección, fue consumada por decisión de la conducción del entonces Frente de Todos. La particularidad de esa elección del cargo que aún ocupa sucedió en momentos en los que -según declaró Jorge Ferraresi-, el gobierno se terminaba y el presidente Fernández se iba en helicóptero. Massa fue impuesto en la cima del ejecutivo como respuesta a un golpe de mercado, y no de un consenso electoral o producto de un consenso entre movimientos populares. Tal nominación fue un reconocimiento a su agenda de contactos en el establishment económico nacional e internacional, su conocimiento del aparato del estado, su capacidad de rosca y una arrolladora voluntad de gobierno blindada contra las frustración y otras pasiones humanas. Esto habla de la naturaleza de su poder. Cuando más aumentaba la velocidad del desgaste del peso, menos resistencia encontraba en sus adversarios internos. Hasta que el entero FdT se rindió a sus pies.
Ya en poder de buena parte del poder ejecutivo, y con todo el apoyo interno del Frente, Massa comienza a desplegar lo que podríamos llamar su programa, un desesperado intento por aplazar la crisis consistente en conseguir dólares como fuera, pagar y re-pactar minuto a minuto. Sea respecto del poder agrario concentrado, o respecto al Fondo Monetario Internacional, se trata de negociar minuto a minuto, cláusula a cláusula y moneda a moneda.
Su candidatura a la presidencia es, por tanto, una candidatura a la reelección. Para ello, y por segunda vez en pocos meses, la principal jefatura política del Frente, Cristina Fernández de Kirchner, ratificó todo su apoyo. Sin su aval, Massa no podía aspirar a la reelección. Ni el voto popular, ni las organizaciones populares del país le darían su aval si no fuera por el aval de CFK.
Las expectativas del ex FdT, actual Unión por la Patria no han variado a pesar de su fallido gobierno: evitar que gane Juntos por el Cambio e intentar aprovechar lo que presentan como la enorme esperanza, para los próximos meses, de un flujo importante de dólares proveniente de aumentos de exportación del litio y la energía, de la construcción del gasoducto (que permite ahorrar importaciones de gas) y del fin de la sequía. El voto que la conducción del peronismo pide a Massa es un voto cuyo contenido es, en este sentido nítido: se trata de la ratificación de la actual gestión de gobierno.

Principio de realidad. No se trata, por cierto, de una apuesta delirante. Existen razones en todas las clases sociales para votar a Massa. Sobre todo para bloquear electoralmente el arribo de una agresiva agenda de ultra derecha que supone dolarización y disciplinariamente represivo. Esta razón, que conjuga esperanza en la estabilización y la llegada de dólares y el temor a una agresión mayor de la moneda y de las armas postula un realismo de palacio y de bolsa de comercio, que se desespera al mantra de la sensatez (que fue el que llevó a Alberto Fernández al poder) para evitar locuras que perjudiquen el estado de derecho y la confianza de los mercados. La política argentina se cierra así sobre un realismo que alcanza a municipios, set televisivo y CEOS de grandes empresas, en torno a una alternativa cerrada: pragmatismo político -versión neoliberal de la Comunidad Organizada- o dogmatismo de un impracticable anarcocapitalista, para conjugar negocios y estabilidad.
Sergio Massa aparece, en este contexto, como aquel candidato que pareciera tiene aquello de lo que carece su clon Larreta: capacidad de regular desde el peronismo “paz social”. La oferta que Massa le hace al círculo rojo, un realismo de la acumulación sin recurrir a un cruel despotismo, posee la virtud de hablar la lengua del pacto y la tasa de ganancia. Si algo hace pensar que en el corto plazo esta lógica podría abrirse paso es el hecho de que su candidatura fuera anunciada la misma semana en la que el Gobernador Morales -amigo de Massa e integrante de la fórmula presidencial de Larreta- reprimió abierta y salvajemente a sindicatos y comunidades en la provincia de Jujuy. La proximidad del ministro Massa con el gobernador represivo no solo no interrumpió su postulación sino que, de alguna manera, la ratificó. En este contexto la de Massa fue presentada como candidatura de la unidad del peronismo. Como si la dirección de Unión por la Patria se hubiera ocupado de contrastar el el principio de realidad como conflicto social que emerge de Jujuy con su propio realismo de negocios con acuerdos. Ese apuro por responder las imágenes de Jujuy con las de Massa no requiere explicación porque es ya una explicación. Y ya que estos días cada quien saca a pasear su propio realismo, vale la preguntar ¿es “realmente” concebible confiar en que la racionalidad administrativa del Gobierno de Massa logre neutralizar indefinidamente el potencial político de la crisis?

Marketing militante. Esperar y contener, infinitivos que supieron remitir a nobles sabidurías, se confirman así como verbos claves de una cierta modalidad de la política y de la militancia. Parecen seguir el patético camino de los marketiniados «enamorar» y «entusiasmar». ¿Cómo tomar en serio a quienes usan de ese modo el leguaje?. La infinita potencia erótica y hasta política del amor y del entusiasmo quedan aniquilados cuando se hace de la militancia agentes de discursos prefabricados para la venta de un producto.

Las dificultades de la conversación política. En estas condiciones, la conversación política está más amenazada que nunca. Primero, por la imposición de un tipo muy mezquino de realismo. El principio de realidad que coloniza la charla y el intercambio es el de realismo encadenado, formado por eslabones mediáticos, financieros y palaciegos. Su eficacia denegatoria consiste en excluir todo otro principio de realidad. Segundo, por el peso que desbordante del mito de la información, según el cual vale más la opinión de quien posee acceso a fuentes privilegiadas, bajo el supuesto que hay un pequeño grupo que entiende lo que sucede y decide. Este mito articula una doble ilusión: aquella que supone que la información puede sustituir otros modos narrativos que apuntan al sentido y a la experiencia, sin que se debiliten las formas de protagonismo colectivos y aquella otra que supone que las fuentes políticas de las que proviene la información son instancias de poder y no de impotencia. Tercero, por la difusión de un modelo mediático de concebir candidaturas, sustentado en la creencia compartida según la cual el sujeto que habla desde los medios alcanza el privilegio divino negado al resto de los mortales: solo el candidato en los medios hace cuando habla. Solo el dirigente mediático accede al poder de hacer cosas con palabras. Para el resto de los humanos, opinar es no hacer nada, solo hablar. Solo el político mediático supera la escisión entre hacer y decir. Solo él logra realmente vestirse de actor. Pero esto redunda en un efecto patético, puesto que el candidato, el funcionario o el dirigente influente son tomados por una doble lengua (que el periodismo denomina on y of). Esa doble lengua es, sin embargo, esencial al hombre que hace política según el modelo de los medios. Que necesariamente conoce las reglas de lo que se debe decir en público, y lo que se puede compartir solo en privado. La administración de lo que se dice supone un estado de alerta (saber cuándo los micrófonos o las cámaras están prendidas o apagadas, tener prudencia con los wasap) y una personalidad capaz de lidiar con el peso que supone el hecho de que entre lo que se dice “mediáticamente” y lo que se dicen en el momento en que la conciencia precisa descargarse hablando “en serio” frente a amigxs hayan contradicciones flagrante. La generalizada creencia en que quien accede a la intimidad a algún protagonista de lo política-mediático escucha verdades a las que no accede quien escucha a ese mismo protagonista por los medios estropear el oficio del político. Porque no es posible creer en el discurso público de alguien cuando se sabe que en privado piensa otra cosa quizás opuesta. Al desdoblarse entre aquello en lo que se cree en mediáticamente y lo que cree en la intimidad, el discurso que circula públicamente se ve enfrentado con contra-discursos que surgen de las conversaciones privadas y que montan una resistencia escéptica frente a aquello que la política pida que creamos. El propio periodismo no suele ser mas que esa capacidad de acceder a discursos privados (fuentes) para extraer de allí la materia prima con la cual elaborar preguntas que confronten el discurso guionado del político con lo que se sabe que, de modo inconfesable, piensa en privado. Entre el periodista y el político se elabora así una tensión discursiva que para ser descifrada hace falta mucho tiempo de atención, y cuyo efecto estructural es la disolución de cualquier posibilidad efectiva de crear un sistema de creencias comunes, compartidas, base de una fuerza colectiva. No se trata de que para conversar debamos someternos a un régimen discursivo plano. Todxs estamos cruzados por interlocuciones muy diversas y no decimos lo mismo ni nos exponemos del mismo modo en dudas y vacilaciones ante situaciones e interlocutores diferentes. Pero cuando asumimos que la conversación sobre los discursos públicos se vuelven interesantes solo cuando se detenta una información extra, proveniente del acceso a la intimidad de los supuestos protagonistas participamos de la anulación misma de la posibilidad de momentos colectivos de creencias que muevan a la acción, de una eficacia aunque solo fuera momentánea.

Peores. El argumento casi único que se repite en la naciente campaña de las primarias, entre los dirigentes y comunicadores de UpP se resume en el siguiente slogan: “ellos son peores”. Su fuerza proviene de su inapelable verdad. Si suena a mediocre y a perdedor no es por lo que tiene de falso sino por lo que tiene de renuncia a toda voluntad de transformación de la realidad. Si no hay una mínima conciencia dramática capaz de tomar conciencia de lo que significa que el gobierno aun en curso fue una decepción en términos de aumento de la pobreza e inflación (es decir: redistribución de ingresos regresiva), y de pasividad ante el conflicto social (pasividad que incluye falta de acción ante el papel de la persecución judicial y prisiones políticas), se hará incuestionable que este Frente, aun con nuevo nombre, es incapaz de pasar de las resignaciones y los lamentos.

Edad media. Los que tenemos más menos unos 50 -edad de los políticos claves de hoy día- sabemos que si bien nuestra generación no se merece grandes Triunfos, tampoco admite Canalladas. Que toda apuesta sea válida es algo que habrá que verificar de acuerdo al imperativo categórico kafkiano: «actúa de modo tal que los ángeles encuentren ocupación» (los ángeles portan posibles de otros mundos). Es decir: organiza tus afectos de modo tal de no encontarte demasiado indispuesto cuando llegue el momento-ahora.

Massismo de izquierda. El nacimiento de un alineamiento por izquierda con la candidatura de Massa fue instantáneo. Se trata de una combinación espontánea (en el sentido de largamente preparada) de realismo acotado, exégesis de las decisiones de CFK, voluntad de reconciliación y un tipo de optimismo que no es ya el gramsciano «optimismo de la voluntad» (como citó CFK al presentar al “candidato de la unidad” en un acto de recordatorio de los “vuelos de la muerte”), sino del econométrico optimismo de Maslatón. La diferencia entre Gramsci y Maslatón, que quizá se haya perdido en los pasillos de C5N es que Gramsci era un lúcido dirigente comunista que incluso en prisión, pensaba a contrapelo del discurso capitalista de la acumulación fundado en la explotación. Su obsesión era cómo destruir la hegemonía burguesa por medio de la movilización proletaria y del resto de lo que los académicos progresistas llaman “clases subalternas”. Maslatón, en cambio, afirma desde el canal oficial -y desde su pasado tan UCDEISTA como el del candidato en cuestión- que los ciclos del mercado mundial giran beneficiosamente hacia la re-inserción en el mercado mundial con precios favorable para un neoxtractivismo de complemento industrial (razona sobre el ascenso de las fuerzas productivas en el mismo sentido que los economicistas contra los que se alzaba Gramci). Confundir un optimismo con otro da pistas suficiente de por donde andamos.
Seleccionadxs los candidatxs, se trata -se supone- de discutir un programa. En el centro de la cuestión: pagar al fondo con el flujo que se anticipa abundante de los dólares que vienen de la exportación, vía intensificación de la economía basada en bienes naturales. En la argentina actual se enfrentan, objetivamente, dos proyectos opuestos de país, como se dice: uno que endeuda, y otro paga la deuda. En 2015 Alberto Fernández dijo: «Sergio es lo más parecido a Néstor que conocí, sabrá gestionar por izquierda o derecha, según le toque el contexto». Esa visión de Fernández del Massa antikirchnerista del 15, se expande ahora como una mancha de aceite. El capitalismo mundial en guerra requiere pragmatismo, acuerdos y paz social (algo que el anarco capitalismo, por dogmático, no está en condición de ofrecer). De triunfar el massismo, la política se hunde -nuevamente, como en los 90- en el lenguaje de las justificaciones y los negocios. De triunfar la ultraderecha, en cambio, la política quedará a manos de los negocios, sí, pero también de la venganza y la represión más antipopular.

¿Quién lo eligió?. Y bien: ¿fue gracias a ella o a su pesar? Aunque se la quiera dejar atrás, la pregunta anida como enigma sin respuesta clara entre militantes y observadores políticos. Por supuesto, este solo hecho no hace sino confirmar la persistente centralidad CFK, pero también la opacidad que la envuelve y la aleja. A falta de explicaciones que no cree necesario explicitar, ha pedido aguzar la capacidad de comprensión de texto. Por tanto nos toca a nosotrxs entender la situación, ante que esperar que se nos la aclare. ¿Qué cambia si la candidatura parte de CFK o si le fue impuesta? Si la ocurrencia fue suya, la elección del candidato-ministro habla de ella: de sus diagnósticos, sus previsiones, sus estimaciones del momento. Claro que esta elección no se explica sin considerar las circunstancias. Pero el hecho de que CFK en esta particular situación confíe en Massa, más que en otrxs, informa hacia donde ha gira su política. En otras palabras, la comprensión de texto que CFK pide a sus seguidore remite a un cambio de contexto que afecta al mismo texto. Si el texto llegó a decir la militancia servía para transformar la realidad (el contexto), lo que hay que comprender del texto actual es que el contexto actúa ahora como un factor invariante al que solo cabe adaptarse de la mejor manera posible. Si la candidatura de Massa no fuera, en cambio, sino una imposición de las circunstancias, estaríamos ante la estructura misma de un «putch» cuya historia habría que reconstruir capítulo por capítulo. Ella debería repasar prolijamente la seguidilla de golpes de mercado, de persecuciones mediáticas, de ataques a su familia, de causas judiciales, de una proscripción, de un intento de asesinato y de una sólida muralla pacientemente construida de gobernadores, cegetistas y realistas del peronismo con diversos pelajes (a los que se suma la «opo» entera: «la embajada», los medios, los empresarios, la oposición). Seguramente haya en la selección del candidato una mezcla de decisión interna y admisión de imposiciones externa. De hecho quienes pretenden interpretarla no han dejado de ofrecer justificaciones contradictorias. Por lo que se ha preferido mirar hacia delante, lo cual solo se logra con una cuestión de actitud. Dejar el pasado, aceptar las cosas como son y tratar de incidir. Pero ni al más veloz de los alineamientos deja de planteársele la pregunta especulativa de todo apostador: ¿Massa fue elegido para perder? Y si resulta que con independencias de los cálculos de quienes lo ungieron candidato él apuesta a ganar: ¿Es consistente la creencia según la cual un ministro de economía que pelea contra una inflación que aun bajando es alta pueda resultar votado por el 40% de la población? Y si pese a todo ganará (más por temor a la agenda de la ultraderecha que por méritos de su gestión): ¿habría entre los múltiples legados que deja el FdT recursos suficientes para compensar -o resistir- los efectos previsibles del programa de pacto en curso? (intensificación-exportadora de bienes naturales- más industrialización con bajos salarios, que permitan el pago de deuda?)

La más confusa de las pasiones. La pasión por entender lo que nos pasa es confusa. La alta inversión en horas de consumo de noticias políticas semanales contrasta con la completa falta de pasión por lo que sucede en y con la política misma (pero también con el sistema del periodismo que lo comunica). De ahí, quizás, la necesidad de escribir en los muros de las redes -un enemigo íntimo que nos define- para esclarecerse frente a lxs amigxs y quizás sobre todo ante unx mismx, respecto de lo que se piensa y lo que no, y no confundir lo que se puede entender de la situación con fatal independencia de lo que se desea. Se trata de un modo fracturado y doblemente fallido de adhesión a la realidad: se lee (al periodismo) como si se creyese (en la política) y se atiende (al periodismo) como si se creyese en él cuando se lo lee (aunque la lectura de actualidad es demasiado ambigua, atenta y fóbica, inmersa en la «realidad» y distanciada, porque es preciso protegerse de su incandescencia huyendo hacia otras experiencias, ¿más reales?, de lectura).

Literalidad. En la misma entrevista en la que la Vicepresidenta habló de «comprensión de texto», hizo mención a los hijos de la «generación diezmada». Expresión esta última algo extraña aunque plenamente incluida ya en la jerga política. Quienes combinaron ambas frases buscando captar en ellas un mensaje encriptado, concluyeron que lo que allí se anunciaba era que la candidatura presidencial del entonces FdT correspondería a la militancia que se reivindica heredera directa de los años setentas. Lo que sucedió a continuación merece al menos una brevísima consideración: a los días de confirmada la fórmula Massa Rossi, pero también la existencia de unas PASO en UpP, la Vicepresidenta presentó en el ya citado acto conmemorativo de los «vueltos de la muerte» lo que llamó una «fórmula de unidad». No solo impactó el uso de semejante escenario para ese anuncio. También sorprendió que se nominara al candidato con el que se procura otorgar tranquilidad al sistema de poder como único, dejando sin mención alguna a la otra fórmula de la competencia, compuesta por candidatxs jóvenes que -haciendo de la literalidad un derecho- ostentan los títulos de auténticos descendientes de la generación que tuvo protagonismo político en los años setentas. Esta exclusión supone que la fórmula así excluida deberá no sólo presentarse a sí mismos sino que, además, deberá realizar la hazaña interpretativa que le permita explicar cómo pudo suceder que la frase referida al diezmo -en la que ellos mismos se desean ver reflejados- se haya encadenado con otras (relativas al “contexto”) hasta llegar a la trasmutación y al ninguneo. En el mismo momento en que los candidatos a los que se les atribuyen más chances electorales hacen juego con el ya citado optimismo “maslatoneano” de los mercados, protagonistas y analistas dicen con lengua impiadosa que la fórmula de la juventud diezmada sirve para «contener por izquierda» (o bien para ofrecer «complementariedad» a los «desencantados» por la candidatura de Massa. En este estado de cosas, ciertos amigxs razonan que hay que apoyar la lista que se propone como de contención no solo porque es la que mejor expresa un cuidado por construcciones militantes e intelectuales de base, sino también para que finalmente la Vice «escuche». Conciben la política como una controvertida clase semiología cuya pregunta de fondo sería la de quién será el portador último del signo que finalmente habrá que aceptar. Aunque en el fondo sepan- con un saber que se callan a sí mismos porque duele y porque todos necesitamos seguir creyendo en algo- que la política no es una semiología de tipo universitaria, y que la «cristinología» que desean practicar no ha llegado aún a ser la ciencia crítica que pretenden.

Déjà Vu. El análisis político pasó a realizarse como cotejo del presente con la historia (preferentemente nacional). Para cada inflexión de la coyuntura se buscan abrigos a medida en los antecedentes del pasado. ¿En qué saber profundo descansa el supuesto según el cual el pasado posee las claves de comprensión del presente? (Seguramente no en el saber kafkiano según el cual las claves de dicha comprensión se han pedido). Nuestro esoterismo de consulta diaria cree que nada nuevo ocurrirá ya bajo el sol, todo ha sido ya visto. Lo interesante lo es para el memorioso o el historiador, que juega a adivinar cuál de todos los pasados tiene más chances de reproducirse. Los posibles ya han sido dados, la contingencia y las aperturas corresponden por entero a las combinaciones de lo ya visto tal y como lo hemos visto. De Henri Bergson a Paolo Virno el fenómeno del déjà vu remite a una patología de la potencia, puesto que en lo ya vivido la experiencia nueva queda separada de sus virtualidades por medio de una yuxtaposición distorsionada del tiempo que la tiñe de una sensación de recuerdo. Solo el “ahora”, masacrado sin miramientos, carece de abogados en este cuento. La pregunta que queda por hacerse es si, como ocurre con el asesinato de K en El proceso, al menos le sobrevivirá la vergüenza.

Putch. Curzio Malaparte concibió al gran político como un técnico en golpes de Estado. Luego de su paso por la Rusia revolucionaria concluyó que Trotsky le había hecho un «putch» a Kerensky. Solo una década después, el creador del Ejército rojo intentó repetir la maniobra contra Stalin, quien -político astuto- habría sabido neutralizar por medio del uso “técnico” de la GPU (policía secreta) dicho golpe. Que la política pueda ser concebida como una técnica y el golpe de estado como un recurso de aquella sería lo propio de un cierto realismo que repara en el mundo desde la perspectiva del efectivo funcionamiento de las cosas. En su libro de 1931, Técnica del golpe de estado, Malaparte -que al escribirlo ya había peleado una guerra, escrito una novela, formado parte activa del cuerpo diplomático italiano, participado de la fascista Marcha sobre Roma y pronto se volvería un militante comunista- planteaba que la diferencia esencial entre Trotsky y Lenin durante el 17 era que mientras Lenin imaginaba la insurrección como un asunto de ideología y estrategia, de masas obreras y huelgas, Trotsky concebía el éxito de la insurrección como una maniobra de paralización del funcionamiento de la máquina del Estado. Ni la Duma, ni el Palacio de Gobierno eran para él esenciales. Sí lo era, en cambio, detener la actividad de los servicios públicos. Para lo cual resultaba crucial contar con un pequeño y entrenado ejército invisible de ingenieros y obreros especializados junto a un puñado de marinos armados, capaz de actuar de manera sincronizada sobre puentes y oficinas de telégrafos. En las vísperas del putch Trotsky declaraba que «los guardias rojos deben ignorar la existencia del gobierno», pues no se trata de combatir a los gobernantes sino de «apoderarse del Estado». El gobierno político debía serle indiferente. Su acción debía apuntar exclusivamente al funcionamiento maquinal del Estado. Y la llave del Estado es la organización burocrática y política, sino su operatividad técnica: centrales eléctricas, ferrocarriles, teléfonos, puertos, gasoductos y acueductos. Pasado más de un siglo, estas historias son ya mitos discutibles que alimentan la imaginación de lectores de un mundo muy diferente. De haber actualmente una técnica del golpe de estado ella debería ser concebida de un modo completamente distinto, ya que la constitución de los Estados y del progreso de la técnica suponen una exigente actualización. Entre nosotrxs, por cierto, acostumbramos llamar Golpe de Estado a la acción militar que interrumpe un orden constitucional. Aunque es cierto que los propios gobernantes de nuestras democracias nos hablan cada vez más de nuevas formas de putch cuando ponen en circulación expresiones como «golpe de mercado» e identifican a los grandes medios de comunicación como corporaciones capaces de deslegitimar gobiernos democráticamente electos. La técnica del golpe de estado, que Curzio estudió para el caso de Rusia, Polonia, Francia, Italia y Alemania de la primera postguerra, nos hacen fantasear sobre un presente completamente distinto, en el cual, dadas ciertas circunstancias -muy lejanas a las suyas-, la toma del control de las instancias decisivas del comando del Estado (acuerdos con empresas, toma del ministerio de economía, control de la administración de la moneda y de las negociaciones con los organismos internacionales de crédito) ofrece posibilidades de extorsión sobre gobernadores y capacidad para tejer preacuerdos con burocracias sindicales. En estas circunstancias -que quizá prefiramos verlas como ficcionales- un putch puede imponerse de modo completamente pacífico. El poder del «golpista» -como se diría de Trotsky- puede abstenerse perfectamente de combatir al gobierno en cuestión. Se trataría más bien aprovechar en su favor los espacios abiertos por los golpe económicos para avanzar en las posiciones de control sobre las palancas decisivas del Estado hasta ser reconocido por lxs propios gobernantxs por él golpeados como un garante indispensable de la estabilidad deseada y un agente legitimo central de las más urgentes decisiones. Un golpe así no sería propiamente un golpe, puesto que serían los propios gobernantes democráticos quienes a la larga o a la cortan reconocerían la situación creada como conveniente para ellxs mismxs y postularían al “golpista” como el hombre del momento para salvar tanto a la economía como a la democracia misma.

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