La esencia del Estado contemporáneo (1) // Jacques Rancière

Fuente del texto en francés: Le Grand Continent, 10 de Marzo de 2020.

Traducción al español: Ignacio Gordillo y Martín Macías Sorondo. Corrección y edición: Gisele Amaya Dal Bó.

El filósofo francés Jacques Rancière firma un texto crucial sobre las transformaciones del Estado contemporáneo, los usos de la inseguridad y la lógica global de la profunda contradicción que estructura la secuencia actual.

El 29 de febrero, en Francia, el gobierno decidió implementar el decreto 49.32 para hacer pasar su reforma de las jubilaciones en la Asamblea Nacional, reforma que desde su fase de proyecto había desencadenado uno de los mayores movimientos sociales de los últimos cincuenta años. Ese mismo día, se anunciaron las primeras medidas de orden público para limitar la propagación del coronavirus, prohibiendo las grandes reuniones y restringiendo la circulación en los primeros focos de contagio identificados. Esta coincidencia no debe entenderse como más que eso, una coincidencia. La llegada del virus sigue siendo, por supuesto, un elemento exógeno. Pero tampoco hay que desaprovechar esta oportunidad conceptual, porque implica simultáneamente dos formas del vínculo entre los ciudadanos y el Estado, que pueden parecer contradictorias.

Nos pareció pertinente entonces ofrecer la lectura de una crónica pronunciada por el filósofo Jacques Rancière en el verano de 2003 en una situación que presenta elementos análogos a los que estamos viviendo en estos días: por una parte, la canícula que conlleva la muerte de miles de ancianos, por la otra, la reforma del sistema jubilatorio. El autor nos ha autorizado generosamente a publicarla bajo la condición de que “no le adjudiquemos el rol de profeta”.

 

El Estado y la canícula por Jacques Rancière

Al defenderse por no haber sabido prever los efectos de la canícula3, nuestro gobierno ha reconocido implícitamente que le correspondía, si no controlar el calor y el frío, por lo menos, prever todos sus efectos posibles sobre las vidas de nuestros conciudadanos.

Si el asunto se presta a la reflexión, es porque el gobierno está al mismo tiempo empeñado en una labor aparentemente opuesta. Su gran tarea es la de reducir los gastos que la colectividad asume para garantizar, tanto como sea posible, para cada uno un empleo, un salario y acceso a la salud. Este cometido se acompaña de un discurso que exalta las virtudes reencontradas del riesgo y de la iniciativa individual contra la tiranía del Estado de bienestar y el arcaísmo timorato de los privilegios sociales.

Es así como las circunstancias actuales nos presentan, en apariencia, un singular contra-efecto: en el momento en el que el Estado decide hacer menos por nuestra salud, se reconoce responsable en su conjunto en lo que respecta a nuestra vida, su duración y su protección contra todos los flagelos que la pueden amenazar. No se trata aquí de una contradicción accidental, sino más bien de una lógica global. Lo que está en juego en las reformas actuales no es, sin importar lo que se diga, la restauración gloriosa de las virtudes del individuo contra el lastre del Estado. Es más bien el reemplazo de sistemas horizontales y asociativos de solidaridad por una relación vertical entre cada individuo con el Estado protector.

¿De qué nos protege el Estado precisamente? Se resume en una palabra: inseguridad. Se ha querido asignar este término a los fenómenos de violencia y de delincuencia que existen en buena parte de los suburbios y colegios. Pero la inseguridad no se identifica con ningún fenómeno en particular; es la sensación móvil de que estamos amenazados por flagelos innumerables y eventualmente sin rostro. Nuestro presidente fue hace poco elegido por algunos para luchar contra el flagelo de la inseguridad en los suburbios y por otros para protegernos de la extrema derecha securitarista. En qué medida ha vencido a esas dos enfermedades, hoy en día nadie se lo pregunta expresamente. En su lugar, se le plantea si su gobierno ha hecho todo lo que es necesario para prolongar nuestra vida tanto como ella pueda serlo.

Detrás de las alabanzas oficiales a la virtudes del emprendimiento y del riesgo, lo que aparece de hecho es un vínculo cada vez más fuerte de cada individuo con un Estado encargado de protegernos de todos los peligros, tanto aquellos del islamismo y del terrorismo, como aquellos del calor y del frío. Esto quiere decir que la sensación de miedo es aquello que hoy más que nunca cimienta la relación de los individuos con el Estado.

 

Sería necesario entonces revisar algunos de los análisis entre los que hemos estado viviendo desde hace algún tiempo. Estos nos describen al Estado contemporáneo como aquel cuyo poder está cada vez más diluido, invisible, en sincronía con los flujos de mercancías e información. Estaríamos en la era del consenso automático, del ajuste indoloro entre la negociación colectiva del poder y la negociación individual de los placeres en la sociedad de masas democrática.

Sin embargo, el estruendo de las armas estadounidenses, los himnos a Dios y a la bandera o las renovadas mentiras de la propaganda estatal han sacado a la luz una verdad inquietante: el Estado consensual en su forma consumada no es el Estado gerencial o el Estado modesto. Es el Estado reducido a la pureza de su esencia: el Estado policial. La comunidad de sentimiento que apoya a este Estado y que este gestiona en su beneficio, es la comunidad del miedo.

Los errores que los gobiernos reconocen o de los que se les acusa en lo que respecta a la protección de su población actúan, entonces, como una especie de contra-efecto. Al no protegernos bien, están demostrando que están ahí más que nunca para hacerlo. El fracaso del gobierno de los Estados Unidos en proteger a su pueblo de un ataque preparado desde hacía mucho tiempo se revela como una prueba de su misión de protección preventiva contra una amenaza invisible y omnipresente. Lo mismo ocurre con los fracasos de nuestros gobiernos para hacer frente a la pequeña delincuencia o para prevenir los riesgos para la salud. Prevenir el peligro es una cosa, manejar la sensación de inseguridad es otra.

La opinión reinante desearía ver en el desarrollo de la lógica securitaria una reacción defensiva provisoria, debida a los peligros que plantean hoy en día a nuestras sociedades avanzadas las actitudes reactivas de las poblaciones desfavorecidas, impulsadas por la pobreza al desvío de conducta, el fanatismo o el terrorismo. Pero no hay indicios, en verdad, de que las actuales campañas de fuerzas militares y policiales o que los reglamentos securitarios estén conduciendo a una reducción de la brecha entre ricos y pobres, lugar privilegiado en el cual se quiere ver la amenaza permanente que pesa sobre nosotros.

La inseguridad no es un conjunto de hechos, es un modo de gestionar la vida colectiva. La avalancha mediática cotidiana sobre todas las formas de peligros, riesgos y desastres, así como la moda intelectual del discurso catastrofista y la moral del mal menor, muestran suficientemente que los recursos del tópico securitario son ilimitados. La sensación de inseguridad no es una preocupación arcaica, hoy reactivada debido a circunstancias transitorias. Es una forma de gestión de los Estados y del planeta que es capaz de reproducir en bucle las mismas circunstancias que lo sustentan.

 

 

(1) El artículo original se encuentra en: Rancière, Jacques, Moments politiques, interventions 1977-2009, París, La Fabrique, 2009, pp. 142-145.

(2) El tercer párrafo del artículo 49 de la Constitución Nacional francesa le permite al primer ministro, luego de consulta con el gabinete de ministros, decidir la promulgación de un proyecto de ley referido a las finanzas o al financiamiento de la seguridad social sin que sea necesario el debate parlamentario. Funciona, en suma, como una medida de excepción en la promulgación de leyes. El Parlamento puede contestar la decisión presentando una moción de censura en el lapso de las 24 horas posteriores a la aplicación del artículo 49.3, que debe ser apoyada por la mayoría de los miembros de la Asamblea para cobrar efecto y desaprobar el programa o la decisión del gobierno. En tal caso, el primer ministro debe, por ley (art. 50) presentar su renuncia al presidente. En el caso en cuestión, dada la mayoría parlamentaria del partido promotor de la reforma de las jubilaciones, la aplicación del artículo 49.3 supuso una aceleración en la aprobación de la ley que impidió su debate, método ampliamente repudiado por la ciudadanía y los partidos de oposición. (N.T.)

 

(3) En 2003, una ola de calor en Europa occidental y el creciente número de muertes que ella provocó habían suscitado en Francia cierta crisis político-mediática.

 

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