A Corina de Bonis, la docente secuestrada y torturada por resistir el cierre de las escuelas en la localidad de Moreno, le escribieron con punzón en su panza “no más ollas” en el día del maestrx. La escena de horror es contundente: se escribe literalmente en el cuerpo de las mujeres el terror que se quiere comunicar. Se escribe en ese cuerpo de maestra en lucha torturándola. Se escribe para transmitir un mensaje: el mismo que ya habían hecho circular en carteles diciendo que la próxima olla sería en el cementerio. Y esto porque las ollas en la calle son vistas desde el poder como fueron antes los calderos de las brujas: espacios de reunión, nutrición y conversación donde se teje la resistencia, donde nos agrupamos a hacer cuerpo común como conjuro frente al hambre, donde se cocina para oponerse y conspirar contra la condena a la pobreza y la resignación.
¿Por qué se escribe literalmente “no más ollas” en ese cuerpo? Porque a la olla se le tiene miedo. Porque la olla destruye toda la abstracción que encubren las palabras del terror financiero: tanto el déficit cero como la inmaterialidad de los mercados bursátiles se desarman frente a la contundencia de una olla que traduce en una imagen concreta e inobjetable lo que implica la inflación y al ajuste en las vidas cotidianas.
Esta semana las mujeres volvieron a sacar las ollas a la calle (como lo hicieron en los piquetes antes y después de 2001): emerge una vez más el saber hacer comunitario, la capacidad de colectivizar lo que se tiene, y poner en primer plano la defensa de la vida como política femenina. Sacar las ollas a las calles es también hacer político lo doméstico como lo viene haciendo el movimiento feminista: sacándolo del encierro, del confinamiento y de la soledad. Haciendo de lo doméstico espacio abierto en la calle.
La crisis que crece al ritmo de la inflación, del ajuste impuesto por los despidos masivos y los recortes de política pública y por la bancarización de los alimentos (a través de las tarjetas “alimentarias” que se canjean sólo en ciertos comercios y que hoy están siendo inviables por la “falta” de precios a la que la lleva la especulación de algunos supermercados). Todo esto se traduce hoy en hambre para millones. Y hoy lo que se criminaliza es el hambre: vemos en marcha la militarización del conflicto social, el fantasma del “saqueo” como amenaza de represión, y la persecución de las protestas en nombre de la “seguridad”.
Varias mujeres de organizaciones sociales ya cuentan que no cenan como modo de auto-ajuste frente a la comida escasa y para lograr repartirla mejor entre lxs hijxs. Técnicamente se llama “inseguridad alimentaria”. Políticamente, evidencia cómo las mujeres ponen de manera diferencial el cuerpo, también así, ante la crisis.
La especulación financiera hace la guerra a los cuerpos en las calles y a las ollas que resisten. Las ollas de hoy se conectan con los calderos de antes. Las ollas devienen calderos.
En estos tiempos en nuestro país está en crisis la reproducción social en muchos barrios y frente a eso el gobierno redobla la apuesta: terror financiero, terror al estilo grupo de tareas y terror anímico. Cuando hablamos de terror financiero nos referimos no sólo a los negocios que hacen los bancos con la diferencia cambiaria o a la especulación de los fondos de inversión que el gobierno facilita o los objetivos del FMI, sino también al modo en que esa “opacidad estratégica” (esa suerte de fenómeno meteorológico en el que se habla la lengua de la especulación) se traduce en una drástica reducción de nuestro poder de compra, del valor de nuestros salarios y subsidios y del aumento descontrolado de precios. La velocidad y el vértigo de esa “depreciación” del valor es parte del terror y del disciplinamiento que nos quiere sumisas por miedo a que todo puede ser aun peor. El terror financiero es una confiscación del deseo de transformación: el terror anímico es obligarnos a querer sólo que las cosas no sigan empeorando.
Pero hay algo más. Cuando hablamos de terror financiero nos referimos también a cómo las finanzas (a manos de los bancos y sus empresas subsidiarias: de “efectivo ya” a las tarjetas de crédito pasando por otras dinámicas más informales) se han apoderado a través del endeudamiento popular de las economías domésticas y familiares. Hoy la financiarización de las economías familiares hace que los sectores más pobres (y ahora ya no sólo esos sectores) deban endeudarse para pagar alimentos y medicamentos y para financiar en cuotas con intereses descomunales el pago de servicios básicos. Es decir: la subsistencia cotidiana por sí misma genera deuda.
El terror financiero, entonces, es una estructura de obediencia sobre el día a día y sobre el tiempo por venir y nos obliga a asumir de manera individual y privada los costes del ajuste. Pero además normaliza que nuestro vivir cotidiano sea sólo sostenible con deuda. El terror financiero, entonces, es una “contrarrevolución” cotidiana en el sentido que nos hace desear la estabilidad a cualquier costo.
No es casual que en dos semanas se reúna en Argentina el Women20: es decir, el grupo de mujeres que el G20 ha organizado para traducir en clave neoliberal la agenda del movimiento feminista. No es casual que se quiera hacer en Argentina, donde el movimiento feminista es observado en todas partes del mundo por su masividad y radicalidad. No es casual que una de las propuestas principales sea proponer la “inclusión financiera” de las mujeres para que todas creamos que podemos ser empresarias si logramos endeudarnos (¡aún más!).
Al menú de lujo que les convidarán a las empresarias del Women20, se oponen las ollas-caldero. Las finanzas se quieren quedar con nuestras vidas (a las que explotan, endeudan y aterrorizan), pero desde hace tiempo venimos diciendo que vivas, libres y desendeudadas nos queremos. Las ollas en las calles traman una política de los cuerpos en resistencia, prenden el fuego colectivo frente a la inexistencia a la que nos quieren condenar, y gritan que ¡no les tenemos miedo!
* Colectiva Ni Una Menos.
Fuente: Página/12