La “escisión” es política

Hasta hace algún tiempo lo verdaderamente difícil era elucidar la escisión que producía el kirchnerismo en las conciencias políticas individuales, y colectivas. A la velocidad del instante el completo arco de partidos, de movimientos y de grupos de todo tipo se tensó hasta la fractura, la descomposición o la mutación repentina. La velocidad del proceso es tal que, sin acabar de elaborar esa sensación de descoloque vertiginoso, se abren delante nuestro nuevos dilemas de más urgente interrogación. Cuestiones menos referidas a la polarización (la necesidad de tomar partido a favor o en contra del replanteo político iniciado en el 2003), y más a la tensión gobernabilidad/ingobernabilidad que el propio proceso conlleva y amplia en su interior.
No faltan quienes atribuyen este vértigo a las particularidades de la coalición gobernante: menos evidente pero más significativo me resulta el hecho que este tipo de tensiones responden a una dinámica social amplificada impuesta a todos los gobiernos sucesivos a partir del 2001.
No hace falta volver sino ver los realineamientos de los últimos años para tomar conciencia de la violenta reconfiguración de alianzas, representaciones y amistades en un tiempo demasiado breve e intenso para el balance útil y complejo. Contra quienes aceptan la naturalidad de estos realineamientos, me parece que hay en estas dinámicas información política de primera calidad. En primer lugar, porque esa violencia se recorta sobre una violencia antagonista que determinó un cierto fin de juego en torno al 2001. En segundo lugar, porque aún existe perplejidad por el ritmo sorpresivo de los reposicionamientos y en tercero, porque no existe una común actitud en torno a lo que de violencia hay en la nueva situación. En los hechos, se cruzan llamados a la serenidad por parte de quienes consideran que no se trata de “pelearse” con la época, y quienes en cambios conciben la potencia de la época precisamente como una oportunidad largamente esperada para desplegar toda clase de peleas.
Habrá que sobrellevar estos ritmos, incluso por la vía de aprender a eludirlos. Como sea, constituyen una condición de época, y conllevan, en su corazón, una pregunta más larga e inquietante por la cuestión del “gobierno”. La idea de que el gobierno está siendo injustamente atacado, amenazado, que los grupos de privilegio intentan “destituirlo” ha generado una nueva vida “militante” cuyo norte parece ser precisamente, la defensiva fundada en los afectos, en el dolor de quienes se han identificado con algunas políticas oficiales. Al mismo tiempo, lo más interesante de este período es el potencial de ingobernabilidad que incuba. Algunos lo atribuyen a un déficit de gestión. Otros, a la necesidad de mover masas de maniobra en la lucha por el poder. Ambas perspectivas resultan insuficientes. La disputa por el presupuesto que maneja el estado a partir de los precios para los productos de exportación es objeto de una disputa salvaje. El movimiento social se recrea en partes a este ritmo, y en muchas, muchas ocasiones lo hace por fuera de las instituciones políticas previstas para el caso.
Tal potencial persiste como TRANSA, INVENCIÖN EN INSTITUCIONES, SUBJETVIDADES EN DESPOJO/EXCESO.
La defensa del “gobierno” (sobre todo el nacional, pero podría decirse lo mismo del de la Ciudad de Buenos Aires) no identifica del todo a su enemigo, porque su enemigo es una fuerza aún informe. Las derechas no han logrado capitalizar estas dinámicas de desgobierno, a pesar que las movidas por el rechazo de la 125 mostraron hasta qué punto tal perspectiva no resulta desechable. Pero las izquierdas no kirchneristas no han tenido tampoco la menor lucidez al respecto.
Irrepresentables al fin, estas dinámicas tienen algo de los 90, algo de 2001 y algo del proceso abierto durante el 2003. Lo notable del caso es que la imposibilidad de desplegar iniciativa capaces de ir más allá de la defensa del planteo de la gobernabilidad (unainversa exacta del discurso menemista de los 90) tiende a resolverse en los mismos términos –con sentido diferente-que entonces: a través de una continua síntesis mediática. El periodismo reabre sus enfrentamientos larvados, y se presentan ante la sociedad como querellantes de la verdad. Nuevos desgarros entre quienes observan escépticos y expectantes este presente.
Leemos en las noticias de esta semana: sentada junto a Hebe de Bonafini, la presidente Fernández de Kirchner “acusó a grupúsculos sin representación» por las protestas callejeras que, reconoció, «generan bronca» en los ciudadanos. Y los acusó de hacerlo «con el ánimo de que alguien vayan a reprimirlos para tener una víctima. Hace tiempo que están buscando una víctima, pero les aseguro que mientras sea presidenta no va a surgir una orden para que haya una víctima». La acción de “grupúsculos sin representación” constituye sin dudas la parte más incómoda del “clima destituyente”. La interpretación oficial, según la cual el objetivo de sus acciones es buscar un muerto desluce la firme decisión de este gobierno de no matar. La misma semana Morales de Solá afirma que quien buscar un muerto es el gobierno. El “muerto” que todos atribuyen al deseo de los otros aterriza groseramente la irritación ante la presencia del desgobierno.
Tengo para mí, sin embargo, que la exigencia del «decir verdad» como producción colectiva sobre lo social no se recobrará en este tipo de escenas, y que tal vez tenga razón Foucault con aquello de que la verdad no se dice en lengua política sino «ante» la política. El periodismo esgrime, desde hace un par de décadas ese derecho, pero no lo consuma. La filosofía se vuelve abstracta y especializada. Los intelectuales que cuentan luchan por encontrar un registro propio. ¿Estamos mirando bien cuando suponemos que de ese mundo surgirá el decir-verdad que las fuerzas del no-gobierno activan?
EL CIRCUNCISO

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

*

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.