A treinta minutos del centro de Buenos Aires, la vida es un juego ajeno a encuestas y chicanas políticas. El barrio del Bajo Flores es un microclima aislado en medio de la urbe: pertenece y no pertenece a la ciudad que lo reniega. Somos fruto de la diversidad cultural y de todo tipo de historias de vida: el sueño de sociólogos y antropólogos. Una escenografía lista para filmar un documental y un campo de estudios sobre los más candentes problemas aún sin investigar: de la ultra explotación laboral al narcotráfico, de las migraciones a las mutaciones del punterismo político, de las economías del consumo popular a la retórica utópica de las izquierdas. Y en medio de esta geografía (esta triple frontera), existe una población enriquecida con un saber implícito, obligada a despertarse y a conocer las posibilidades y los límites del forcejeo con la ley. Individuos que aprendieron a no pasar por giles. El cotidiano del barrio es simple: caminar y acostumbrarse a planos-secuencia cinematográficos repetidos o perpetuos. Sin embargo, esta semana algo cambió. Algo en el aire me empuja a replantearme lo que sucede y lo que puede sucederme.
Desde hace varios años la venta de drogas desempeña un papel relevante en la economía del barrio. Como otras tantas empresas su funcionamiento es precario y visible, pero sobre todo eficaz. Ha crecido al punto de regir la vida de las personas: no es sólo la rentabilidad económica, sino que también ofrece seguridad. “Dentro de la villa no se roba”, es ley. Y es algo bien palpable. Acá, en la villa, uno se siente seguro. Se camina con comodidad. Se garantizan las condiciones para emprender el propio negocio sin miedo. Existe la certeza de un poder superior que vela por la estabilidad de empresarios y consumidores. Un poder político, ilegal pero eficiente a la hora de acondicionar una economía social del barrio. ¿El barrio más peligroso de la ciudad es también el más seguro? La verdad es que, en estos parajes, de la misma manera que la seguridad la garantizan los malos, la inseguridad la proporcionan los buenos.
Desde este punto de vista, los transas son una instancia de regulación y, por tanto, ofrecen un beneficio indirecto, derivado de los requerimientos de su negocio: la venta de droga a clientes extranjeros al barrio. Dado que la gente de aquí ni compra ni consume en el propio territorio.
Luego de la toma de tierras del Indoamericano, en 2010, el gobierno de CFK autorizó la presencia de la Gendarmería en sustitución de la Policía Federal. Traer fuerzas militarizadas de frontera fue como admitir la existencia de fronteras internas. Se trató de una medida ambivalente. Por un lado, se envió un mensaje que apuntaba al cuidado efectivo de las personas (se supone que a las personas que habitan de ambos lados del cordón militar) y, por otro, se sinceró la existencia de barrios (guetos) en los cuales las personas son como extranjeros en su propia ciudad. En su favor, esta medida de seguridad, contaba con el respaldo de las políticas de derechos humanos como supuesto control y garantía de que a los perros no se les soltaría de su bozal.
Durante seis años la situación permaneció así: los gendarmes solamente se ubicaban en postas y garitas y no intercedían decisivamente en la villa, produciendo un efecto limitado en la vida del barrio. Solo algunos desplazamientos y acomodamientos de los transas, un poco para allá, otro poco para acá. Pero desde 2016 se produjo un cambio más radical. Comenzó la persecución al negocio de venta de drogas. Los hábitos del barrio comenzaron a modificarse: los gendarmes empezaron a caminar por la villa, acorralaron a los narcos y los obligaron a cambiar sus prácticas. El objetivo de esta intervención no es la disputa del negocio en términos económicos, aunque sí en términos políticos: a los gendarmes no les molesta la pervivencia de un micro mercado ilegal más de la villa, como sucede con la venta de celulares robados (desbloqueados) o la venta de productos fruto de pirateadas del asfalto. Esos negocios no molestan en la medida en que confirman la imagen previa e irreversible de las villas como zonas inseguras. Y esa imagen es tolerable. Lo que sí molesta y mucho con la venta de drogas es que se trata de un mercado que establece una relación activa y visible entre la villa y el resto de la ciudad. Es esa relación lo que incomoda. Lo que persigue la gendarmería es fortalecer una imagen del estado con capacidad de controlar el territorio.
Esto no lo leí, me pasó a mí
Luego de una mañana leyendo frente a la tele, ya había escuchado todo lo que se dijo sobre el nuevo decreto del plomo de la ministra Bullrich. Me pareció un tema agotado: para el gobierno es un intento de capitalizar las nuevas corrientes neofascistas que bajan de Brasil; para la oposición se trata de una ratificación del carácter derechista y conservador del gobierno. Lo había hablado con mi familia, en el trabajo. Conclusión: Macri es un hijo de puta y nada va a cambiar en mi vida.
Salgo de mi casa y camino hacia la calle Bolívar en busca de la verdulería, todo normal. Hacia el mediodía ese ancho pasaje debe de ser el lugar más transitado de la ciudad. Noto que los transas que escaparon de la gendarmería se han acomodado de este lado de la villa. Ahora vigilan la calle San Juan. Los compras (así se llama a los clientes que vienen por drogas) hacen fila y preguntan dónde conseguir alto (cocaína) o bajo (paco y marihuana). Mucha gente. Calculo unas 150 personas. Al parecer, los transas recién pudieron comenzar a vender en este horario. De pronto escucho:
—¡La quema, ahí vienen!
Tarde. Como en una escena del film Tropa de elite, cuatro gendarmes aparecen a toda velocidad y capturan a dos vendedores. Quedo ubicado en la punta del pasillo por el que escaparon los colegas de los capturados. Del otro lado queda la multitud que venía por su porción de escape (su mercancía). Desde el sitio en el que estaban los transas y los marcadores (vigilantes) empiezan a llover piedras hacia los gendarmes, para que los transas y los compras puedan escapar. Saben bien que no pueden usar armas de fuego contra los gendarmes. Entonces vuelan palos y piedras. Los gendarmes reaccionan con una versión liviana (aun con balas de goma) de la doctrina Bullrich. Sin mediar palabra, levantan sus armas y disparan al cuerpo. Reacciono rápidamente, me doy la vuelta y sigo el camino hacia mi casa, camino, y mientras camino escribo estas líneas. No corro, porque correr aquí es sinónimo de culpabilidad. Durante mi regreso miro hacia atrás y escucho el quilombo, gente corriendo. Gendarmes también. Se suman nuevos efectivos a la caza. De pronto siento en mi glúteo (¡maldición!) un golpe y un ardor. Me palpo y me digo que no es nada. Llego hasta la puerta del block donde vivo. Mi hermano y los vecinos están afuera, mirando. Me preguntan:
—¿Qué onda?
Digo:
—Nada, lo de siempre, estaban vendiendo y un par de transas fueron pollos, los agarró gendarmería, y bueno, los cagaron a piedrazos, y ahí se armó.
Pongo cara de normalidad, como si el episodio no nos afectase, pasa siempre. Mi rostro dice “no soy un gil, no me asusto, soy de acá”. Mi hermano me invita a que suba a casa, propone ir él a comprar la verdura. Le propongo ir juntos al otro pasillo, por San Juan, que ahí no pasa nada. Ya en la casa, me observo el glúteo y veo la marca: me comí un balazo. Recibí un proyectil de goma. ¿Habrá sido de lejos o de rebote? Porque la marca es la hinchazón circular, pero no hay golpe con sangre ni nada. Listo, pienso, no pasó nada entonces, fue algo tan casual como encontrarme con alguien. Vuelvo a la sala, donde la televisión sigue encendida y alguien afirma con ironía y con razón que la próxima bala será de plomo. El plomo de la doctrina Bullrich. Razono durante segundos. Mi cabeza se agita. Vuelvo a los pensamientos y discusiones que había tenido sobre los anuncios de Bullrich. Esto era palpable. Es aquí donde se vuelve concreto lo que se habla en la tele, se retoriza en la facultad, se hace bandera entre progresistas. Aquí, en este viaje, en esta villa, todo eso es vivencia. Nos toca a nosotros. A diferencia de las LEBACs, Durán Barba y demás cosas de las que hablan los medios, esta política de las balas afecta mi vida de modo inmediato. La mía y la de una clase social entera. Se trata de una política que nos vuelve a todos sospechosos. Nos convierte a todos en enemigos. Ningún otro decreto puede afectarme tanto como este. El mensaje es claro: me informan quién soy para el otro, dónde se me ubica y qué planes tienen para mí. Nuevamente escupen en nuestra cara que el enemigo es el pobre, la clase baja. Pero esta vez ya no nos tratan como mano de obra barata, sino como moneda de cambio en una guerra contra el fantasma de la criminalidad y la marginalidad. Nosotros, mi hermano, mis amigos, yo, somos un precio que pagar, una bala de plomo, para que esta ciudad se sienta segura.