La desconfianza // Florencia Abadi

El deseo posa la mirada, y en esa detención confiere a algún objeto o persona fuera de sí cierta dignidad o interés (lo inviste). En el mirar está implicada la proyección, la acción de poner afuera; por eso, el deseo está vinculado, de manera esencial, a la paranoia.

En contraste con el paranoico deseante y mirón, que proyecta su odio afuera, el alma bella (carente de odio por definición) se entrega a la confianza ciega. Este es el caso de Blancanieves, que jamás sospecha de la reina envidiosa que la envenena repetidamente; si lo hiciera, revelaría una impureza propia, es decir que ella misma se descubriría como no confiable. Solo en ese sentido existe un parentesco entre la maldad y la inteligencia: quien no reconoce el odio dentro de sí está condenado a comer manzanas podridas (sin que haya en eso, por supuesto, mérito alguno). La pureza no existe más que en los cuentos de hadas, por eso la idea de que se debe confiar en los demás sin miramientos es simple mala conciencia, negación (y por lo tanto saber culposo) de la propia sombra.

Si mirar, desear, envidiar, proyectar y desconfiar forman parte de un mismo círculo tan infernal como inevitable, pretender darle la espalda comporta las peores consecuencias. Sin embargo, negarse a adoptar el gesto del alma bella y asimilar la oscuridad intrínseca al deseo no nos salva del peligro. La confianza siempre es, en última instancia, ciega (y sin ella, no habrá vínculo alguno). La idea de una confianza “ganada” (no ciega) vela aquel aspecto esencial que la vincula a la fe, es decir, a un salto riesgoso, carente de garantías, imprescindible en la constitución de todo lazo. Quien no logra vivir sin garantías, es decir, quien no consigue abstenerse de mirar, pierde fatalmente aquello que ama. Así le ocurre a Orfeo. Luego de la muerte de su amada Eurídice, desciende al reino de los muertos para recuperarla. Hades le concede prodigiosamente el deseo de restituirla a la tierra, pero con una condición: debe partir él primero sin volver atrás la mirada –es decir, sin comprobar la presencia de Eurídice detrás de él– hasta haber traspasado las puertas del infierno. Logra atravesar así gran parte del camino, pero cuando ya casi ha llegado no puede refrenar el impulso, gira su cabeza y ve a Eurídice desvanecerse para siempre.

 

II

El mecanismo de la proyección está expuesto con claridad en Otelo, un drama que, como se sabe, no trata sobre los celos sino más bien sobre la envidia, que consiste en primer lugar en posar fuertemente la mirada (el mal de ojo). Su verdadero protagonista es Yago, el envidioso que busca engañar a Otelo y hacerle creer que Desdémona le es infiel. Como corresponde a una figura genuinamente shakespeareana, Yago conoce el funcionamiento de la proyección, y su estrategia consiste entonces en no ser jamás él mismo quien difama: aquel que maldice se delata en su odio envidioso; así, él se construye a los ojos de Otelo como absolutamente creíble (“el honesto Yago”, irritante mantra de la obra). Su participación consiste en sugerir, incluso en reflejar apenas los temores ajenos: “eres mi eco”, le dice el crédulo Otelo. Aquello que Yago coloca delante de Otelo a modo de “pruebas empíricas” de sus sospechas –un pañuelo, una conversación que no oye pero ve– funciona como fuente del malentendido. Yago aprovecha las proyecciones de Otelo sobre el presunto dato. En un irónico gesto antipositivista avant la lettre, afirma Otelo: “debo ver antes de dudar; cuando dudo, debo tener pruebas”.

Si el malentendido es un elemento fundamental de toda trama narrativa es por su carácter proyectivo: hay malentendido porque atribuimos intenciones a los demás, porque los interpretamos de algún modo. No es un recurso que inventa un conflicto donde no lo hay, sino que más bien devela el origen de todo conflicto: la alucinación intrínseca al deseo. Yago encarna entonces precisamente aquello que hace avanzar la intriga (palabra que nombra también el deseo del espectador o lector de la obra). El odio funciona como motor (de la trama y de la vida) porque viene primero; el amor realiza un corte posterior con esa primitiva proyección odiante y deseante. La confianza amorosa detiene el impulso curioso y posesivo del deseo y deja ser a la alteridad.

 

III

“Esta noche helada nos va a volver a todos locos”, clama el rey Lear, a punto de desatarse definitivamente su demencia. El aire frío enloquece porque nombra la distancia que nos separa del otro, la imposibilidad de la fusión que conduce a la desconfianza paranoide. El frío es posiblemente la primera sensación del recién nacido, cifra de la hostilidad del afuera (en contraste con la cálida simbiosis del nido). La paranoia hunde sus raíces en la experiencia de la separación, que trae consigo una vulnerabilidad radical. El alma bella, en cambio, en una suerte de renegación de esa vulnerabilidad, se descuida a sí misma. Las intenciones del otro son siempre proyecciones, pero que las hay, las hay.

El frío del aislamiento paranoide solo puede combatirse a través del lazo amoroso, y no es casual que grandes mitos modernos sobre la soledad (Robinson Crusoe, Frankenstein, El principito, etc.) hayan detectado que ese lazo procede de la amistad. “Sean amigos míos, estoy solo” (El principito). La fragilidad de la relación erótica no puede brindar la calidez del afecto incondicional; por definición, está determinada por la condición que no es otra que el deseo. El juramento erótico es absurdo: si el deseo es soberano, no pueden existir, en rigor, ni promesa ni traición. Cuando el amante (estrictamente hablando, el deseante) habla de desconfianza se refiere en realidad a su temor a perder al ser deseado, a su inquietud frente al hecho de que la intención posesiva de su deseo está condenada a fracasar, ya que apunta a algo tan inasible como el deseo del otro: “Ay, qué maldición el matrimonio, que podamos llamar nuestras a estas delicadas criaturas, y no a sus apetitos”, exclama Otelo. En todo caso, se confía en el amor, en que el amor será más fuerte que el deseo si este decae; es decir que, en última instancia, se confía en la amistad, que cultivan también los deseantes entre sí cuando no quieren ser devorados por la pasión. Si la traición implica un primado del yo sobre el otro o sobre el nosotros, la amistad hace fracasar el egoísmo. El afecto amistoso (la philía) puede ser erótico (en la medida en que el amigo nos divierta), pero no está regido por el erotismo en su aspecto pasional, que implica posesión y rivalidad; por el contrario, establece la alianza cómplice. El amor amistoso nos rescata de la proyección persecutoria y brinda por lo tanto la paz, el descanso. Por eso la confianza encuentra su mejor expresión en la posibilidad de dormir en presencia del otro. Lo esencial –la unión entre personas– es invisible a los ojos: no tanto porque estos sean incapaces de percibirlo, sino porque se lo alcanza a ojos cerrados.

 

 

* Este texto es un capítulo del libro El sacrificio de Narciso publicado en Argentina por Hecho Atómico Ediciones en el año 2018 y en España por Punto de Vista Editores en el año 2020.

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