por Antoni Aguiló
Acaban de cumplirse 338 años de la muerte de Spinoza. La plena vigencia de su legado nos brinda la oportunidad de relacionarlo con los debates actuales sobre legitimidad democrática y democracia radical. A la luz de las vicisitudes por las que atraviesa la democracia (desafección creciente respecto a la política convencional, ascenso de formas de participación más allá de los partidos, elevada abstención electoral, etc.), ¿cuáles son las principales contribuciones de la filosofía política de Spinoza para construir poder popular desde abajo e impulsar las energías democráticas de la sociedad?
El pensamiento de Spinoza abre horizontes para una acción política radical basada en el esfuerzo vital ( conatus) de cada persona por dar lo mejor de sí. Para el filósofo, el ser humano se realiza a través de la acción. Tiende por naturaleza hacia lo que incrementa su capacidad de actuar y rechaza lo que la limita o reprime: “El alma se esfuerza, cuanto puede, en imaginar las cosas que aumentan o favorecen la potencia de obrar del cuerpo”, escribe en su Ética. Lo interesante radica en que el poder de actuar mantiene un estrecho vínculo con el conatus presente en cada individuo: “Obrar, vivir o conservar su ser (estas tres cosas significan lo mismo)”. En otras palabras: nuestra vitalidad se relaciona de manera dinámica con las experiencias que propician o entorpecen el desarrollo de nuestras potencialidades. Cuando la vida nos sonríe, nuestra fuerza vital se despliega, mientras que cuando nos golpea, se repliega y estanca. En virtud de ello, la ética de Spinoza enseña a cultivar las pasiones alegres, aquellas que fortalecen nuestro poder de acción y estimulan nuestras ganas de vivir, en oposición a las pasiones tristes, que las coartan y debilitan, puesto que “la alegría es la transición del ser humano de una menor a una mayor perfección”, mientras que “la tristeza es el paso de una mayor perfección a otra menor”.
Al incidir en la acción individual y colectiva, las pasiones revelan su extraordinaria fecundidad política. Y aquí la aportación de Spinoza al enriquecimiento de la democracia es clave. La democracia surge de la lucha contra lo que disminuye o perjudica la fuerza del conatus, impidiéndole devenir un sujeto de cambio. Los dictados y abusos del poder provocan una indignación (el “odio hacia aquel que ha hecho mal a otro”) que actúa como materia prima para generar un poder popular multitudinario y transformador. Por eso Spinoza nos invita a pensar la democracia no desde las coordenadas de la política representativa liberal dominante, sino como una práctica radicalmente participativa mediante la cual las personas involucradas aumentan su capacidad de autogobierno. En este sentido, la democracia es un ejercicio de autonomía, resistencia e incluso desobediencia a los poderes que oprimen, explotan y nos roban la alegría (o la dignidad, por usar un término más en boga); es el desarrollo de nuestra potencia de actuar a través de las pasiones alegres o, dicho de otro modo, es la lucha contra la tristeza, la docilidad y el miedo infundidos en la sociedad. Por ello no resulta extraño que en el Tratado teológico-político Spinoza caracterice la democracia como el “más natural de los regímenes políticos”.
Frente a la frialdad de la racionalidad política instrumental privilegiada por la modernidad occidental, Spinoza incorpora también una sabiduría de los afectos que permite avanzar en los caminos de la nueva política para una democracia real surgida en calles y plazas. Se trata de una sabiduría para la transformación y la liberación que abre espacios para la afectividad y persigue otras formas de construcción de la política que no se diluyen en categorías abstractas (clase obrera, pueblo, etc.), sino que invitan a comprometerse con la vida y a acompañar las luchas emancipadoras. Es una sabiduría terrena que no separa el sentir del pensar y cuyas prácticas políticas implican un alto grado de reciprocidad y empatía. Por eso la filosofía de Spinoza constituye un faro de referencia para los activismos que buscan reconectar la política con las preocupaciones emocionales y prácticas de la vida diaria: los que rodean congresos y bancos, los que paran desahucios, los que agitan las manos para buscar consensos, los que tienen el coraje de decir no y de gritar “¡ya basta!”, los que forman mareas humanas de camisetas verdes y blancas, los que cantan en medio (y a pesar) de las cargas policiales, los que se desnudan y exhiben la fragilidad del cuerpo golpeado por los recortes, los que ante las porras amenazantes se sientan pacíficamente en el suelo para pedir la paz y la palabra, los que disparan versos en obsequio al público, etc. Quien ha presenciado un desahucio comprende mejor que nadie el poder movilizador y emocional de un abrazo, lo que pone de relieve el potencial político de los afectos, prácticamente suprimidos del espacio público por un orden que les niega su politicidad. Una democracia radical que no valore la capacidad de tocar y sentir no merece que se luche por ella.
Pero vivimos en una época marcada por el predominio de las pasiones tristes, que las élites dominantes utilizan para fomentar la pasividad y generar impotencia frente a lo que se presenta como inevitable. Por ello, mientras el poder popular sea un brote efímero, y no ese conatus que nos impulsa a seguir luchando de manera constante y apasionada allí donde sea necesario, la democracia radical estará más cerca de la tristeza que de la alegría.