Hace unas semanas me encontré con un video en el que el presidente, Alberto Fernández, relataba una conversación con sus padres, durante su adolescencia-juventud. En aquella conversación estos últimos, a quienes el presidente nombra en esa situación como un “tribunal familiar”, le cuestionaban ciertas conductas y decisiones, ligadas a esa idea de las “malas compañías”. “¿Qué estás haciendo? ¿Con quiénes te juntás?” Les resultará seguramente conocido ese diálogo. El presidente –cuenta- encontró una respuesta: decirles que ellos tenían que estar seguros y tranquilos en función de la crianza que le habían dado. Que ponerlo en cuestión a él era poner en cuestión una crianza, que los implicaba. Es decir, les devolvió la pelota, sin entrar en el terreno de las justificaciones o explicaciones respecto de sus actos. Alberto Fernández vincula además esta anécdota con el ejercicio y la importancia de las argumentaciones políticas. Todo un tema, la política… nosotros como psicoanalistas y trabajadores del campo de la salud mental, también la ponemos en juego, tenemos y sostenemos posiciones ético políticas, y ellas configuran la calidez, alcance y eficacia que tendrán nuestras intervenciones clínicas.
Ese video me transportó a una anécdota propia, de mis inicios en la práctica profesional, en el encuentro que tuve con unos padres, la primera entrevista a la que acuden para consultarme por su hija, de 17 años entonces. También allí la situación que se mostraba como “tribunal enjuiciador”, y urgía desarmarla. ¿Cuántas veces nos sucede que la posibilidad de inaugurar un espacio analítico y la escucha particular que allí se despliega, depende de los movimientos que seamos capaces de realizar en ese desmontaje de una escena tribunalicia?
Pasaron más de quince años en el medio, tal vez veinte, pero así es la memoria. Recuerdo, ahora, porque ese video lo actualizó, tres intervenciones en aquella entrevista. En primer lugar, los padres relataban lo que podríamos denominar “un descarrilamiento” en la vida de Karina. El surgimiento del porro como elemento disrruptivo, y una serie de procedimientos alrededor de ello que me hacían pensar en que la intimidad en esa familia estaba profanada, percibía ya en sus primeras palabras cierta obscenidad, un vínculo predominantemente intrusivo de los espacios (en todos los sentidos del término) de su hija, había incluso algo ligado al “espiar”. Los padres, intentando convocarme a una alianza cómplice, me piden algo así como que yo la reencauce. Y el papá señala que imagina que yo podré ayudar a Karina, porque él se ocupó de “googlearme” y pudo encontrar un trabajo mío titulado “Soy una mujer, es una joda”, trabajo que trataba sobre mi experiencia con un paciente –varón por otra parte- psicótico en el hospital. Pero el interpretó que yo podría entender a su hija, porque ser mujer “es jodido”. En fin, esa maquinaria policial persecutoria y estereotipante que también me investigaba a mí, y me ponía sobre aviso, me puso los pelos de punta. No fue fácil, eran mis primeras experiencias de trabajo con pacientes. Pero me planté. Le dije que si me estaban convocando a intervenir como policía o espía de Karina, yo no era la indicada. Y que en esa anécdota respecto de la lectura del título de un escrito mío lo que aparecía evidenciado era un “leer mal”, que tal vez eso formaba parte de algunas de las dificultades que tenían para acercarse a su hija. Que en lugar de suponer, y juzgar, podían preguntar e intentar pensar entre todos. Y que pasar por sobre la intimidad de ella no ayudaba. Pensé que allí terminaría la consulta, pero por suerte no. Toleraron mi negativa a intervenir como su delegada policial, toleraron la propuesta a abrir preguntas en donde ellos ofrecían “malas lecturas” (¡toleraron escuchar esto último!), y hacia el final de esa primera entrevista, casi despidiéndonos, les señalé que dudar de Karina era en todo caso dudar de la crianza que ellos le dieron. Tal vez fue allí que decidieron quedarse. A mí me impactó, independientemente de haber propuesto palabras eficaces, que ellos pudieran tranquilizarse consigo mismos pero que no pusieran en cuestión el dudar de su hija. Esa idea de que entre la crianza de un hijo y la vida que ese hijo tendrá, hay continuidad, sin rupturas, sin modificaciones, sin que operen metabolizaciones, sin que aparezcan transgresiones, transgresiones que ponen a prueba pero también esas que testimonian y posibilitan el ejercicio irrenunciable de una libertad. No hay lugar para discriminaciones ni distancias, no hay incondicionalidad de un lugar amoroso y confiable que no se verá amenazado. Esa crianza a la que se apela como un certificado de garantía, funciona como dominio, lealtad bajo vigilancia, e ilusión terrorífica de que el hijo es una posesión, que las marcas que como padres ofrecimos podrían suturar las heridas, desgarros y riesgos que en toda vida ocurren, si se trata de una vida que se animará a recorrer los alcances, límites y responsabilidades que tendrá en su misma exploración, en nombre propio.
Las marcas que se heredan si no se transforman en “huellas”, y en ese proceso de apropiación se transforman, se ritualizan. A veces asfixian.
Alberto Fernández relataba aquel almuerzo en el que él se levanta de la mesa en la que comía con su padre (horrorizado por lo que veía) para ir a saludar y acercarse a otra mesa, en la que comían Pappo y Spinetta. “Acercarse a otra mesa”, a esa otra mesa exogámica, tal vez temida, tal vez repudiada por la familia de origen, es una linda metáfora de algunos de los tránsitos propios de las adolescencias, en las que los adolescentes buscan –lo sepan o no- abrir el juego de las propias transferencias.
¿Cuántas veces intentamos con nuestros pacientes adolescentes y sus familias armar territorios de intercambios sobre la base de espacios precarios? ¿En cuántas ocasiones nos sucede que nos encontramos en el trabajo o bien frente a la vivencia adolescente de no tener lugar, o la vivencia de ser expulsado, o bien la vivencia de una intimidad no construida aún, o arrasada? La intromisión del Otro en su cuerpo, espacio material o simbólico, etc.
La transferencia, entonces, desde los mismos inicios de una consulta, territorializa, configura espacios, posibilidades, y deberá sostenerse tantas pero tantas veces en la confianza del analista, y del paciente, en que hay algo que necesita ser expresado y escuchado. Que hay algo por decir, y que llegará a ser escuchado, que tendrá sentido, o sentidos, si logra ser escuchado. La transferencia como potencia de localización subjetiva, operación que fabrica una cierta escucha, un cierto lugar.
Aquel paciente psicótico del que antes les contaba, o mencionaba, (el de aquel título, que fue primero su frase: “soy una mujer…es una joda”) supo decir en una de nuestras sesiones, hablando de sus “hijos”, parte de su delirio, y que él refería que eran todos igualitos a él: “pero si yo los parí”. Nuevamente la certeza, allí la certeza psicótica, estableciendo un lazo irreductible entre hijo y propiedad; y entre lo propio y lo igual o idéntico.
Hay movimientos que ya en la apertura de un espacio analítico son definitorios, y auspiciosos. Otros, en cambio, se construyen laboriosamente. Y recién apres-coup podremos hilvanar los hitos de un recorrido y apreciar el alcance de sus efectos. Mientras tanto apostamos. Hay apuestas más arduas que otras. Hay ocasiones, muchas, tantas, en las cuales antes de poder pedir palabras, hay que darlas. La oferta es la que crea demanda. Que un adolescente tome la palabra a veces es efecto de esa apuesta.
Que un adolescente pueda y quiera tomar la palabra; requiere la libertad de abrir el juego a las propias transferencias.
Los y las analistas buscamos transformar muchas veces la propuesta o la convocatoria a un pacto o alianza que intenta y busca generar desmentidas o legitimar violencias, en trabajo de puesta en sentido, apertura de interrogantes y espacio de pensamiento. Muchas veces nos toca crear condiciones para desarmar una escena tribunalicia, policial, confesional, o “diagnóstica-clasificatoria”. Nuestro compromiso allí es irrenunciable, y es una postura ética. Pero también es una política.
(Fragmento de la conferencia dictada en la Primera Jornada Provincial sobre Niñeces y Adolescencias).
La transferencia se sostiene en la confianza y la confianza en el vínculo. Nada terapéutico ni analítico sucede por fuera de ese encuentro, que, como decís, a veces sucede con más naturalidad y otras más laboriosamente.
«La transferencia como potencia de localización subjetiva, operación que fabrica una cierta escucha, un cierto lugar».
Muy buen artículo! Me interesó particularmente la asociación «policíaca»: no deja de sorprenderme la cantidad de colegas que no tienen ningún disimulo en servir de «custodios» de sus pacientes adolescentes en tratamientos…abonados por sus mapadres! Abrazo!
Trabajar al servicio de algún poder… iatrogenia pura.
Abrazo y gracias por tu lectura!
Hermoso articulo, finalmente todo aquello que la pareja parental pueda ofrecerle a un adoscente para la riqueza de su desarrollo no es tanto lo que ella supone es «lo mejor para ellos» como lo puedan dejarse arrancar por forzamiento de las necesidades de sus hijes, la crianza ofrece de este modo la posibilidad de ser otros, otros mas enriquecidos por la funcion… (se necesita ser sensibles).
«Las marcas que se heredan si no se transforman en “huellas”, y en ese proceso de apropiación se transforman, se ritualizan. A veces asfixian.»
Hermosas palabras emancipadoras !!
Gracias