La calle y la violencia // Claudia Delgado

La mayor concentración de protesta en la historia de Colombia fue convocada por el Presidente Uribe en 2008 en repudio a las FARC. En casi todas las ciudades del país la gente respondió saliendo a la calle; también hubo concentraciones y marchas en otras ciudades del mundo. Las cifras difieren según las fuentes, pero todas nombran a más de un millón de personas.

Ese repudio era contra las FARC: no había eufemismos ni patrañas. Las FARC personificaban sin dificultad la figura de “La Violencia”, nombre dado a un período relativamente corto (5 años) de la historia de Colombia a mediados del siglo XX, y mitema para designar tanto el origen del Mal, como una suerte de condena como pueblo.

Lo fácil que resultaba personalizar el Mal en las FARC se debió no únicamente a una serie de acciones suyas que resultaron en muerte de civiles y en perjuicio a la vida cotidiana de centenares de miles de colombianos. Era, obviamente, también el resultado de una campaña de propaganda ininterrumpida adelantada por los medios de comunicación masiva, los cuales ignoraron sistemáticamente (en el mejor de los casos) las atrocidades perpetradas por los grupos paramilitares desde un cuarto de siglo antes de la concentración de 2008. “Los sospechosos de siempre” se llamaba esa historia: a las FARC le endilgaban de modo multiplicado cualquier acción nefasta, sobre todo si había sido escabrosa. Los medios de comunicación masiva no hacían distingos de bandera guerrillera, o de identidad de los muchos agentes armados que hubieran podido cometerla: “presumiblemente” eran las FARC… Los escasos desmentidos de la autoría se hacían públicos meses después y en letra chica. Esa era la información que recibía la ciudadanía: con gran decoro y voluntad de cambio y de paz, ella salió a la calle a en 2008.

Los colombianos anhelan la paz sobre cualquier otro bien social[1]. Incluso desde antes de la llamada “Violencia” en los años 50[2]. Los alrededor de 300.000 muertos en aquel corto plazo histórico solo fueron un pico exorbitante de una manera -de larga data- de buscar el Orden.

De varios de los muchos e ininterrumpidos intentos de los Gobiernos posteriores a ese periodo por instaurar un monopolio de la violencia del Estado –aparte del tendal de muertos- salió fortalecido sobre todo un movimiento de autodefensa campesino que gracias a ellos se convirtió en las FARC. 20 años después de la fundación de esa organización insurgente, un Gobierno afirmó que las razones de existencia de las guerrillas eran legítimas y que se precisaba un acuerdo sobre reformas urgentes. Así fue: hubo acuerdos[3] y desmovilizaciones de varios grupos armados. Las reformas acordadas nunca llegaron. Las FARC participaron en varios de estos procesos de diálogo por casi 30 años. ¡Treinta años! El único resultado de esa participación fue que el grupo salía fortalecido después de cada ronda de negociaciones.

El discurso justificador del status quo se adueñó de la designación “los violentos” para oponerla al Orden desde finales del siglo XX: Nosotros los del Orden, y los Otros, los de la Violencia. Era un buen momento para ese juego de ideas: el Orden estaba abierto a una reconfiguración. Como en casi toda América Latina por esos años, La Constitución Nacional fue modificada. En Colombia el año de la Asamblea Nacional Constituyente registró un pico dramático, “exorbitante”, de masacres, en su mayoría perpetradas por paramilitares con apoyo de las FFAA. Los medios de comunicación masiva informaron de las matanzas, pero repitieron el parte oficial: “autores no identificados” aunque dada la presencia de las FARC en la zona “se presume que…”. Las FARC no participaron en la ANC; parecía evidente que preferían la Violencia a un Acuerdo nacional. Su ausencia fue tanto más notoria cuanto la recientemente desmovilizada guerrilla del M-19 sí lo hizo, y además poniendo uno de los tres presidentes de la Asamblea.

En 2002 el último fracaso de una Mesa de Diálogo con participación de las FARC catapultó a Uribe a la Presidencia con la promesa de que las instituciones no volverían a arrodillarse frente a “los violentos”, y que la salida a la larga burla guerrillera era el severo castigo penal. Uribe no sólo fue Presidente: también fue reelegido por una aplastante mayoría, pues estaba cumpliendo su promesa de acabar con la guerrilla, es decir, de acercarse a la paz. Que sus logros se apoyaran en un despliegue paramilitar gigantesco no fue ni mencionado por los medios de comunicación masiva. Que paralelamente se intensificara el mecanismo de asesinato selectivo de dirigentes sociales o voceros del descontento, tampoco fue noticia en esos 8 años. 

Alcanzados los acuerdos entre las FARC y el gobierno de Santos, la “encarnación” de La Violencia se esfumó[4]. 155 dirigentes sociales fueron asesinados en el mismo año en que “los violentos” depusieron las armas (sin contar el número de sindicalistas, profesores, dirigentes indígenas, periodistas, fiscales, campesinos, estudiantes… asesinados[5]).

El retiro de las FARC significó, entre otras, que los territorios que dominaban quedaron sin Señor, lo que desató la rapiña por ellos. La historia de las atrocidades, de la degradación del tejido social y/o comunal se debe estar escribiendo y quedará para una lectura ponderada de lo que significa un Estado nacional ausente y reemplazado por otros poderes a lo largo de décadas. Pero ese desmadre lo están sufriendo ahora los habitantes de muchas, pero no de todas las regiones antes regidas por las FARC (algunas sienten alivio).

2019, 21 de nov., Bogotá. Foto publicada por El Tiempo el 22 de noviembre.

Esta foto, reciente, del primer día del paro nacional, tal vez sea menor en cantidad de gente respecto de la que se hizo presente para repudiar a las FARC, pero no por mucho.

El 21 de noviembre llovió, y a pesar del agua, la Plaza de Bolívar en Bogotá se colmó. También llovía el día del Plebiscito convocado por el Presidente Santos para convalidar los Acuerdos con las FARC, cuando ganó el “No”. Al día siguiente de la victoria del “No” uribista, cientos de jóvenes salieron en casi todas las ciudades del país a vocear un “Sí”… Criados en en absoulto escepticismo de la política y de las elecciones no salieron a votar el domingo lluvioso; creyeron que con poner “I Like” en las redes sociales habían participado suficientemente. A pesar de que el lunes también llovía, algunos jóvenes salieron en marchas espóntáneas, huérfanas–probablemente escuálidas- y poco publicitadas. Salieron a la calle.

El asesinato de Galán en un acto de campaña en 1989, cuando era precandidato favorito a la Presidencia, clausuró por muchos años la posibilidad de marchas  o concentraciones políticas en las calles[6]. Era sensato dejar la plaza para hacer política; pero además, ese retroceso coincidía con el afianzamiento de la política/espectáculo en Occidente. 

La primera gran concentración en la historia de Colombia fue en febrero de 1948; convocada por el casi siguiente Presidente, fue por la paz; es probable que su tamaño aunado a la disciplina mostrada por los desharrapados que la componían hayan acelerado la decisión de “descartar” [7] a Gaitán. La de Uribe en 2008 fue por la paz. ¿Las de 2019 son por la paz? Tienen en común con aquéllas la decisión popular contra la violencia. El Paro de 2019 y las marchas y concentraciones subsiguientes han exigido medidas contra la violencia: la policial, la legislativa, la estatal/fiscal, la estatal/bienestar social, la bancaria… Demandas acumuladas y represadas por “La Violencia”. Pero además, el pueblo en las calles en 2019 exige que se respeten los acuerdos realizados con… ¡las FARC!

La ausencia de las FARC como actor político y ordenador social  no solo deja poblaciones inermes y pueblos aliviados en las zonas rurales: deja el sitio de un emisor simbólico vacío en las ciudades. Evidentemente había voces que en otro registro querían clamar y que pueden hacerlo ahora, una vez silenciado[8] el  antagonista. Sin el protagonismo del actor insurgente armado, la protesta pacífica sigue denunciando la violencia, pero ya no la vinculada a las armas.

Gracias a la democratización de internet, y al uso masivo del celular, ha sido evidente que los únicos “violentos” en las jornadas recientes fueron los representantes del Estado. El poder de las redes sociales es tal que al día siguiente de los actos de vandalismo que habían provocado miedo entre los vecinos acosados, lo que expresó la población, volcada en las calles, fue indignación, cuando se supo que el acoso había sido propiciado por las fuerzas del Orden.

Toda una estrategia de desprestigio y criminalización de la protesta por “violenta”, construida para preservar los intereses de minorías ricas/poderosas (algunas cuasi feudales) tuvo éxito, como lo muestra la concentración antI FARC; pero como toda fórmula política, tiene límites históricos. El rechazo que los colombianos le tienen a la Violencia encontró otro acusado en estas jornadas de 2019:  “los violentos” son Otros. Son los que deberían proteger y garantizar los derechos a la educación, a la vejez digna, a la vida campesina…

Pero también esa toma de la calle produjo un sentimiento inédito en cuanto público: la fraternidad[9]. Un chico, a quien le disparó un policía en una de las recientes marchas, murió. Un país que sin estar en guerra mantuvo una tasa de homicidios más alta que países que sí los estaban; una sociedad urbana que se desentendió sistemáticamente durante 30 años de aquellos homicidios y también de las masacres cuyo número supera las mil, hoy se conmueve y clama por Dilan. Una pancarta contemporánea acusa: “Lo que nos mata es tu indiferencia”[10]: aparece la denuncia de otro (Otro) que provoca muerte (Nosotros, los buenos y desarmados).

El problema más grave de Colombia no son los enfrentamientos armados parece clamar la calle. Esa guerra entre los armados y los inermes que ha signado la historia colombiana ha tenido en las jornadas de 2019 una vuelta de tuerca. Ha emergido, potente y valiente la presencia de los desarmados . Como en tantas ciudades del mundo[11], es un clamor que no se apoya en líderes ni en partidos, ni en organizaciones consolidadas; enarbola tantas banderas como un whipala…

Las ciudades tienen calles a diferencia del campo. Las calles, según la letanía de los policías colombianos (“¡Circulen!” indicando la dirección con el bolillo) son para ir o venir (no son para hacer visita, no son para descansar, no son para besarse, no son para tomar cerveza… Para todas esas actividades hay otros lugares). Las calles no son para marchar sino para transitar. Las plazas no son para juntarse: son para las palomas. Cuarenta años espasmódicos de Estado de Sitio enseñaron esos usos del espacio púbico a policías y a ciudadanos desarmados. El retiro de las FARC parece haber liberado la calle como lugar popular: la gente[12] usándola con su cuerpo pareciera estar redefiniendo la ciudadanía y la manera de hacer política.

[1] Alrededor de cinco candidatos llegaron a la Presidencia prometiendo la paz.

[2] Si el nombre caló a modo de mitema, es porque los colombianos habían vivido sin interrupción una sorda guerra interna desde fundada la República.

[3] Y también comisiones de investigación sobre “La Violencia”: Colombia ostenta la titularidad de una especialización en la que se mezclan todas las disciplinas sociales: la “violentología” y que presumiblemente es endógena.

[4] Alguien podría argüir que la propaganda ideológica se quedó sin su leit motiv y que por tanto quedó la realidad prístina a la vista de todos …

[5] “A solo tres años de haber firmado la paz, en Colombia han sido asesinadas más de 23.000 personas, el porcentaje de víctimas menores de 25 años es del 43% según cifras ofrecidas por la policía”, afirma Alex Sierra en su artículo

ESPECIAL DE OPINIÓN – PROTESTAS CIUDADANAS EN COLOMBIA: LAS MUCHAS CARAS DE UN DESENCANTO

 En http://www.elindependiente.co/2019/12/19/uncategorized/especial-de-opinion-protestas-ciudadanas-en-colombia-las-muchas-caras-de-un-desencanto/, consultado 23/12/2019

 

[6] El asesinato de tres también candidatos a la Presidencia en representación de la izquierda (¡tres!), quienes no fueron asesinados en actos públicos, no provocó declaraciones al respecto, pero fue usado como argumento redundante para justificar el abandono de la plaza.

[7] Dos meses después de la Marcha del Silencio Gaitán fue asesinado

[8] Obviamente es el silencio de un emisor cuyo mensaje ya nadie en las ciudades oía. Pero en la medida en que el régimen de tenencia de la tierra no ha sufrido modificaciones, es bastante probable que la lucha campesina por la tierra produzca organizaciones de autodefensa armada.

[9] En las recientes jornadas, una de la acciones en Bogotá, ciudad fría, consistió en brindarle chocolate caliente a los integrantes del grupo élite de la policía (por cuya disolución reclaman); también sucedió que ante la violencia  de ese grupo de élite contra unos jóvenes, unas señoras vecinas salieron a abrazarlos para impedir su captura; una marcha desvio su curso para interponerse entre tanquetas del ejército y un grupo de encapuchados que lanzaban piedras y bombas caseras, haciendo retroceder a ambos contendientes… Hay quien afirma que los colombianos son poseídos por una Cultura de la Violencia. Estos datos quizás no sean relevantes (estadísticamente no lo son).

[10] No se ven pancartas ni se oyen consignas contra el neoliberlismo, o contra el imperialismo.

[11] Es excepcional que el Tibet de América Latina lata al unísono con la llanura. ¿Qué dirán los defensores de la excepcionalidad de Colombia?

[12] Oh, qué poco sociológico ese nombre.

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