Por Rosa Lugano
El pensamiento es un diálogo solitario que mantenemos con nosotros mismos, es una potencia que caracteriza a lo humano, una fuerza que disponemos y en la cual podemos cifrar nuestras esperanzas. Cuando el ex jefe nazi Eichmann, secuestrado en Buenos Aires hace décadas por la policía secreta israelí, fue sometido a juicio en Jerusalén, Arendt, filósofa dilecta de Heidegger, decidió asistir al juicio ¿y qué encontró? Una verdad infame sobre un hombre, otra sobre un pueblo. Las llamó “mal”. Y al mal lo asoció con una defección del pensar.
El juicio no fue un acto de justicia. Allí no se juzgaron los hechos cometidos por un hombre, que merecía morir en la horca. Sino a un sistema, que había salido inmune de Nüremberg. Eichmann es, a los ojos de Arendt, el perfecto ensamble entre el burócrata y el perverso. El mal radical se da en él como intento de substraer lo que en él podría haber de decisión personal, de “pensamiento”. Eichmann no es una figura demoníaca, sino un pobre diablo, un “don nadie”. Y lo peor del nazismo es el modo en que derrumba entre los suyos, pero también entre las víctimas y –atención!: en la humanidad toda (¿tal su auténtico triunfo?)- el pensamiento, la capacidad de pensar. Una catástrofe tal del pensar se da en la obediencia a un mando, a una estructura, o a una situación de hecho.
Cuando la judía alemana Arendt publicó este tipo de cosas en el New Yorker se la quisieron comer. Los ataques no se hicieron esperar y fueron virulentos. Y es que otra de sus sentencias apuntaba directamente al pueblo judío: sus líderes pactaron con Eichmann y su organización permitió que millones de judíos subieran pacíficamente a los trenes. Desorganizados, los judíos no podrían haber sido asesinados en esas cantidades, sostiene Arendt. La pregunta que se nos impone es: ¿cómo pensar ese espacio que en plena barbarie se abre entre la resistencia (no siempre se puede resistir) y la abierta cooperación con el desastre?
No apuremos respuesta alguna. Meditemos la radicalidad de la pregunta. Olvidemos a esa camarilla de berlineses fumadores, que preferían no tener hijos para vivir en la intimidad de sus atormentadas almas de sobrevivientes su pasado heideggeriano (o bien comunista, como sucede con Heinrich) y su envidiable presente (en las universidades de un “paraíso” como EE.UU: ¡imaginen lo que hubiese sido de esta pandilla en la URSS de los años 60!).
No es la exaltación del intelectual liberal (a la Sarlo) lo que aquí interesa, sino algo bien diferente. Tampoco se trata de volver sobre el remanido “Caso Heidegger”, soñado por su joven amante (Heidegger aparece como un recuerdo, como un pantano afectivo irresoluble, pero cargado de riquezas para su propia meditación).
No. Se trata de otra cosa. Al menos vista desde la Argentina actual. Lo que introduce la película es una denuncia clara y oportuna de la “banalidad del bien” en la que vivimos. Empleo esa expresión para dar cuenta de la volatilización de la experiencia del pensamiento que prolifera en la venerable conjunción de una buena conciencia fundada en los ademanes de los derechos humanos, la esmerada satisfacción de la situación personal y familiar de acuerdo a los códigos establecidos (códigos que a su vez hay que sostener con esfuerzo, ya que lo precario de su establecimiento es notable) y, sobre todo, de acuerdo con la máxima del capital de esta época: la entrega de la vida al consumo, hasta el último suspiro en todas las clases sociales.
El dispositivo del bien, alimentado con mercancías capitalistas de todo tipo (incluyendo muy particularmente las del espíritu) y con un sostenido esfuerzo por arroparse bajo el influjo sensible de las marcas, es la maldita banalidad de nuestra época. Con una enorme diferencia: ya no se sabe nada de los muertos.
La arrogante y valiente filósofa Arendt no fue bella en vida. Von Trotta la embellece y la acerca a su memorable retrato de Rosa Luxemburgo. Fue sí, una disidente fuerte y corajuda. En la agonía de su amado Kurt Blumemberg, y reprochado por éste, por atacar a las víctimas de Israel que, en definitiva, es “su pueblo” (igual reproche le hará Hans Jonas), Hanna responde: “Siempre supiste que no amo a ningún pueblo, ¿por qué amaría al judío? Sólo amo a mis amigos, a ti te amo”.