conversación con Christian Ferrer [1]
¿Por qué un libro sobre Ezequiel Martínez Estrada?
¿Y por qué no? Creo que la pregunta podría hacerse al revés: ¿Por qué ha faltado tanta gente que no ha escrito sobre Martínez Estrada, siendo alguien ineludible? No es un tapado, no es una figurita difícil, no quedó en el olvido. Incluso cuando escribía no era una figura marginal de la intelectualidad de la Argentina. Entonces, ¿por qué tanta gente no se dedicó a él? Hay obras tensionadas por él, muchos lo mencionaron como un referente importante, desde Beatriz Sarlo hasta David Viñas, pero sin embargo prefirieron mantenerlo a distancia. Y yo entiendo que la causa es que con Martínez Estrada no pueden hacer nada positivo, nada optimista, nada eficaz. Es un personaje que hace trastabillar al compañero de baile. Era una incomodidad pública, le gustaba decir la verdad en exceso. Y eso, en política como en la vida, es siempre difícil de aguantar.
¿Se podría decir que no era peronista, no era de izquierda ni tampoco liberal?
Con toda claridad. Lo cual quiere decir que caprichosamente podría ser y desmarcarse de todo eso a la vez. No era peronista, y sin embargo su libro “¿Qué es esto?”, que siempre se leyó como un alegato contra el peronismo (basta ver cómo lo trata José Pablo Feinmann), en mi opinión es una enorme alabanza al peronismo y a Perón por un vía extrañísima, de desmesura, pero lo es. Liberal nunca fue. Tuvo compañeros de ruta liberales, pero a él le faltaban dos o tres condiciones: no tenía fe ninguna en el progreso, no tenía fe ninguna en lo que la ciencia podía llegar a dar como ayuda material y política al ser humano, no tenía confianza en el materialismo como doctrina que permitiera que el ser humano ocupara una posición mejor en el futuro. Y con respecto a la democracia, bueno, la prefería al nazismo. Eso no lo define como liberal. De izquierda tampoco: era más anarcoide, más libertario. Eventualmente abrazó causas de izquierda. No era marxista, en todo caso. No era revolucionario porque era más que un revolucionario. Era un destructor, demoledor. Un revolucionario es constructor: alguien que piensa en términos de consecución de un poder para a través de eso gestionar una vida mejor para los demás. Martínez Estrada no tenía esa concupiscencia de poder. A él le interesaba desbaratar los mitos, las ficciones, lo que la gente creía sobre sí misma y sobre su país.
¿Por qué hablás de él como un “perfeccionista de la moral”?
Conducta recta, comportamiento decente: no robar, no mentir, no matar. No obstante, deja en claro que una persona así en la Argentina es un ente fuera de juego, está destruido desde el comienzo. Este no es un país para personas decentes. Él tenía bien claro cuáles son los costos a pagar por decir las verdades que dijo. Sin embargo, quisiera agregar algo: es cierto que tenía algo de perfeccionista de la moral. Uno de los primeros escritores que se dedicó a él, Pedro Orgambide, tituló su ensayo sobre Martínez Estrada como “Un puritano en el burdel”. Pero yo creo que no, que en Martínez Estrada había algo más demoníaco. De Nietzsche aprendió que las reglas del mundo son demoníacas, de Kafka aprendió que las reglas del mundo no son telemáticas, sino las del laberinto y de otros aprendió que lo que constituye al mundo es un todo sinfónico y no partes que deberían ser articuladas en un tipo de todo. Yo veo en él una fascinación sórdida por las conductas de las personas y sobre todo por el espectáculo de la política nacional que no ha cambiado nada en cien años. En sus cuentos se nota mucho su interés por la sordidez y la sexualidad sórdida. Era un personaje complejo, no era un moralista de fin de semana.
¿La amargura metódica se distingue de las pasiones tristes?
La amargura metódica es una potencia para descifrar la Argentina. Un método de exploración del país. Eso va más allá de la melancolía que pudo haber tenido Martínez Estrada o la que puede tener cualquiera de nosotros. Es decir, hay gente que se fuerza al optimismo. Hay gente que se fuerza al optimismo mediante compuestos de la industria farmacéutica. Otro lo hacen al grito de “fiesta, fiesta, fiesta”. Que fuera tirando a melancólico no quiere decir que la amargura no haya sido en él una forma de darle guerra a la Argentina. Es un método aflictivo, claro está. Es mucho más lindo decirle a la gente que en el futuro hay jugueterías a granel, que en el futuro habrá mayores cosechas de soja y más petróleo encontrado en las montañas, que en el futuro va a haber una felicidad como, que se yo, mujeres con implantes de ocho tetas. Cualquier cosa se le puede prometer a la gente en el futuro. El método de aflicción es un método que suspende la ilusión del futuro y la nostalgia hacia el pasado. Obliga a soportar el presente. Ese método revela la falsedad de los símbolos aparentemente potentes que aparecen todos los años en las naciones. Es un método que quita el consuelo del pensamiento. Desde el principio se niega a consolar al lector, como tantas obras que han existido: en Nietzsche o en Foucault aparece esta falta de respuesta o solución positiva. Un método aflictivo además reconoce el sentido trágico de las actividades plebeyas, así como la fecha de vencimiento de las cosas que intentan vendernos todo el tiempo, comenzando por los teléfonos celulares.
En tu libro la amargura de Martínez Estrada aparece siempre con un reverso de amor. A la vez, subrayás que nunca fue un reformista. ¿Hay algo de no querer participar de un paradigma de cambio?
No se trata de participar, de comprometerse. Cuando alguien me habla de compromiso le pregunto si se va a casar y quién es la novia. ¿Qué significa estar comprometido? En todo caso las personas hacen actos concretos. Martínez Estrada quería hacer cesar el mundo, porque lo que estaba mal era el mecanismo de funcionamiento del mundo. No era un problema de perfeccionarlo o de cambiar el estatuto de propiedad o de quién dirigiera sus controles y palancas. Ese es el primer rechazo que él tiene contra una sociedad que considera injusta y destructora de las personas. Amor no es solo una palabra revolucionaria. Es una palabra poco habitual en las ciencias sociales y en la política. Las palabras que estamos acostumbrados a escuchar y a utilizar son palabras de odio o de barullo. Uno prende la televisión y es un embrollo: la gente gritando, interrumpiéndose, injuriándose. Lo mismo en las redes informáticas. Uno lee el diario y es clarísimo el nivel de ataques a partir de posiciones como si fueran trincheras de la primera guerra mundial. Los lenguajes de la izquierda son lenguajes de resentimiento, los de las feministas también. No hay lenguajes amorosos. Hay tradiciones de lenguajes amorosos, algunos fuertes, como los de los anarquistas, los de Eva Perón, las de cierta mansedumbre franciscana. No considero al amor como un discurso sentimental, de noviecito y noviecita. Hablo de algo poderoso y fuerte. Martínez Estrada desbordaba de amor, lo cual no quiere decir que al mismo tiempo no desbordara una fuerza jupiterina que lo obligaba a proferir verdades muy duras, amargas. Ahora, creo que éste es uno de los motivos por los que la izquierda no crece: su falta de discurso amoroso. Es un discurso de solidaridad, es cierto, de protección, de llamada a la lucha. Pero faltan propuestas amorosas. Y el peronismo de alguna forma se las arrebató todas. No por nada Martínez Estrada creía que para superar al peronismo había que cuadruplicarlo en fantasía.
En tus 580 páginas no hay ninguna nota al pie, tan clásicas de las monografías universitarias. Es una escritura muy elaborada para lograr un nivel de sencillez ensayística increíble. Al mismo tiempo es un libro muy documentado a partir de Martínez Estrada, pero uno no puede evitar leerlo como una toma de posición respecto del presente. En un momento hacés un elogio de la autodidaxia y la definís como una posibilidad de pensar no a través de teorías, sino de estímulos y obsesiones.
¿Eso es bueno o eso es malo?
Desde mi punto de vista, que me considero un voluntarista politizante, es muy bueno. Pero me gustaría saber cómo lo ves vos.
En primer lugar no hay notas al pie porque hubiera implicado poner 300 páginas más. En segundo lugar no me interesan las notas al pie como pruebas. A lo sumo me interesan como digresiones. No fue necesario, pero el que las quiere me las pide, tengo todo documentado en 1500 notas. Es claro que en otra década lo hubiera escrito distinto, de acuerdo. Pero tengo una respuesta que es a la vez dual o paradojal: sí y no. Desconfío de la actualidad. La actualidad pasa. Esto que estamos hablando hoy pasará. Quizás quede algo de esta conversación. Una emoción, una frase, algo rescatable. Pero la actualidad que aparece en los diarios, lo que hacen los políticos, las peleas, quién se casa con quién y si tal está invitado a la fiesta, los intelectuales que sacan un manifiesto y otros les responden… todo eso es perecedero. Y por definición, la actualidad ya no va a estar más aquí. ¿Quién se acuerda hoy quiénes eran las terceras líneas de los gobiernos de Menem o Alfonsín? Incluso lo que recordamos no sé si son puros mitos. Entonces: tenés razón, pero cuidado con la actualidad. Hay una intervención, claro que la hay. ¿Por qué considero importante a Martínez Estrada? Ese poco de escepticismo, furia, piedad por los argentinos y un poco de no perdonar a nadie, no buscar amigos ni enemigos, sino de ver el estado de complicidad de la nación argentina. Y para eso es necesario salir de las batallas de ideas, las batallas de retóricas, de las diversiones en un campo de juego que le pertenece a los dos bandos que se están disputando lo mismo. Hay intervenciones posibles pero no exageraría. Insisto: le tengo miedo a las actualidades que desaparecen.
En el ensayo escribís sobre el modo en que Martínez Estrada piensa el país a partir de una falla orgánica, que tiene que ver con una frontera. Frontera que no habría desaparecido y que en algún momento puso de un lado al indio, en otro momento puso al gaucho y vos decís que ahí están hoy las villas y asentamientos. Una frontera que también es respecto al lenguaje, a la cultura de las elites. Martínez Estrada parece decir que no dejará de haber peronismo mientras esa falla persista, porque el plebeyismo expresa esa fractura.
Es sugerente y bastante original cómo lo piensa. El libro “Muerte y transfiguración del Martín Fierro” es indestructible. Es el mayor libro de crítica literaria hasta ahora escrito en la Argentina. Su tesis es que el Martín Fierro es la única obra que ha dado la Argentina al mundo. Mayor que ello, únicamente Guillermo Enrique Hudson, que escribía en inglés. Y después Borges, al cual se han ocupado de tildar de europeo. Así que fijate la progresión. Martínez Estrada sostiene que leemos el Martín Fierro a través de una censura que impide ver lo que realmente está diciendo. ¿Y de qué está hablando? De la destrucción de una forma de vida, la de la frontera, que existió entre el dominio que Buenos Aires ejercía hasta la línea de fortines, y del otro lado la indiada. En ese territorio intermedio se desarrolló una forma de vida muy peculiar, solitaria, de personajes desarrapados, pobres, que no querían trabajar y eran obligados, que cuando los agarraban eran mandados a trabajar sin sueldo alguno a pasar años en los presidios o eran llevados a la guerra del Paraguay. Gente que no formaba familia, sino que se encontraba, engendraba hijos, todo era orfandad, sobrevivían como podían, pero era una forma de vida. Era un vínculo auténtico con la tierra y que además no respondía a los idearios de la Revolución de Mayo, sino que en espíritu seguía respetando la lógica de la colonia. La gente que respetaba la Revolución de Mayo había fundado no solamente lemas y consignas de batallas. Estaban divididos en dos bandos, unitarios y federales, que querían exactamente lo mismo: las vacas, el dinero. Lo mismo que habían querido los conquistadores y no lo tuvieron. ¿Para qué? Bueno, para hacerse ricos. La codicia es erógena. Como no lo tuvieron, quedó el resentimiento por lo que se quiso y nunca se tuvo. Entonces: la nación independiente, el Río de la Plata, iba generando sus formas culturales mediante escritores que fueron desarrollando un estilo cosmopolita, presuntuoso y falso, puro plagio de lo que afuera se hacía mejor. Esa era la lengua argentina. En la frontera, territorio impreciso, tierra adentro, donde el gaucho era un mestizaje de dos formas de vivir y en fuga permanente de ambas, se desarrolló, por el contrario, una lengua de vínculo con la tierra que no era ni nacional ni argentina y que encima se expresaba oralmente: la payada. Es lo más auténtico que ha dado la Argentina: un canto de protesta. Un canto de finta orgullosa pero al mismo tiempo peligroso. Esa forma de vida fue arrasada por el alambrado de púas, por los ejércitos de Rosas y Roca, por la ocupación y la repartición de las tierras quitadas al indio y que nunca les van a devolver (lo que les devuelven es la palabra “pueblos originarios”). Toda esa forma de vida fue metamorfoseándose y desplazándose a otras formas donde no es tan fácil reconocerlas. Al mundo del bajo, al mundo del origen del tango, al prostíbulo, al sexo, al simple mundo del duelo del truco, donde la gente hace rimas de arma corta muy parecidas al duelo de los gauchos, a las villas miserias, a los punteros, a la casta política. Todo eso sigue allí, transmigrado. Es una tesis terrible. En cuanto al Martín Fierro, se lo transformó en una especie de travesti, se lo trajeó en cada época determinada con la vestidura que más convenía. Como ícono nacional, cómo fundamento de argentinidad. En lo posible, ocultar el hecho de que había sido un forajido y alguien que se desgració. Es decir, un delincuente.
¿Puede pensarse la colonialidad y el saqueo como una preparación cultural para una sociedad que pueda soportar grandes genocidios?
No hay que ir tan lejos, hasta la conquista. Lo que Martínez Estrada viene a decir es que el país se funda tratando a toda costa de olvidar el pasado. Y el pasado fue intrusión y saqueo. Robo. Por lo tanto, es un país que huye hacia adelante. Lo cual no quiere decir que de vez en cuando la barbarie no le alcance, pues siempre viene persiguiéndolo. Efectivamente, Martínez Estrada sostiene que el país tiene una falla orgánica, que es no poder ver la realidad histórica tal cual fue. Esa realidad fue de robo, degüellos, de falsas dicotomías. La tesis es entonces que el sistema político es capaz de absorber todo tipo de matanzas y muertes porque le conviene a todo el mundo. Y en última instancia, esa falla orgánica consiste en que las personas no pueden soportar verse tal cual son. Esto se genera a través de diversos mecanismos: la grandilocuencia, la fanfarronería, la promesa sin fundamento del político creída por el elector sabiendo que no tiene fundamento alguno, el exceso de retórica que oculta cosas muy mal hechas, la hiper valoración del cosmético cultural, la importancia de la cultura para ocultar crímenes. Quizás todos los países tengan esa falla orgánica. A él le interesaba analizar las que eran constitutivas de la República Argentina: incapacidad de ver la historia tal cual ha sido, incapacidad de verse las personas tal cual son y que por lo tanto huyen a través de la política.
En el ensayo también aparece la crítica al modo de existencia técnica. ¿Podés contar más sobre esto?
¿Y para qué sirve contar más sobre eso? Vivimos en un mundo que es un mecanismo técnico, parecido al de la rueda del hámster. Nadie puede salir de ahí. Esto se nota en este período donde todo el mundo está apretado de dinero y encima las distintas burocracias privadas y públicas apremian a la gente hasta enloquecerla con toda clase de formularios. La técnica es una forma de mirar el mundo, una forma de vivir. Para Martínez Estrada eso no era fundamento de civilización. Fundamentalmente porque él creía que civilización y barbarie no eran contrarios como creía Sarmiento, sino que eran siameses, como una alianza helicoidal que giraba sobre sí misma. Como él lo dice en “La Cabeza de Goliat”, civilización es que una persona establezca una confitería al lado de una fábrica envasadora de gas mortífero para poner en cohetes que serán lanzados a la ciudad de enfrente. Entonces: la técnica, como la economía, no son para él fundamentos de una nacionalidad potente. Se puede ser un país muy próspero, como Suiza, y en realidad es todo mentira, todo dinero depositado por dictadores. Claro que se puede tener un país próspero. De una crisis económica se puede sobrevivir, pero de una crisis moral no. Lo que a él le importaba es que la gente pueda tener un fundamento ético en su vida que permitiera soportar las demás crisis que pudieran acaecer en un país.
Hacia el final del libro se habla de la revolución cubana y la violencia política. Se hace mucho hincapié en la cuestión de un socialismo construido sobre matanzas, fusilamientos, encarcelamientos. Nos gustaría ahondar en esto…
No sé si es importante porque… ¿a quién le importa esto? ¿A quién le importan las matanzas de Stalin a esta altura, salvo a los eruditos, a los historiadores y algún que otro trotskista? ¿A quién le importan las matanzas de Mao Tse Tung? Millones y millones de personas muertas de hambre por políticas equivocadas. Incluso hoy: quizás en Corea del Norte hayan muerto unas cuatro millones de personas de hambre hace apenas diez años. A nadie le importa. Están demasiado lejos esos lugares. Y sobre todo, mientras más se ha apoyado aquello que produjo desastres, menos interés hay en analizarlos. Matanzas más antiguas pertenecen ya a las notas al pie de página de los libros y de otras ni siquiera nos acordamos. En definitiva: a mi me importa cada una de las víctimas de la Unión Soviética. Si pudiera, en una eventual reencarnación todopoderosa de Funes El Memorioso, recordar una y cada una de todas las personas que murieron en la época de Stalin (y fueron más de veinte millones), las repetiría una por una todos los días. Entonces, aquí hay dos posiciones posibles: o en política está bien matar al enemigo o en política está mal matar. Si está bien matar al enemigo no hay nada más que hablar. Si la lucha por el poder, o bien la idea de transformación social, supone matar, no hay nada más que hablar. En cambio, si no matar es ante todo el punto de partida de un pacifismo sustentable y que no sea pelotudo, ahí sí hay que ponerse a hablar. Pero primero hay que preguntarse: ¿importan aquellas víctimas? Yo creo que no. ¿Quién sabe? Dentro de 20 o 30 años las víctimas del terrorismo de Estado de Videla ya no van a importar. Quizás pueda ocurrir eso. ¿Acaso alguien se acuerda de los de la Semana Trágica o la Patagonia, además de Osvaldo Bayer? Prefiero responder de esta manera: ¿a quién le importa y por qué nos tendría que importar? Quizás porque, como dice Benjamin, hasta los muertos están en peligro. O quizás porque me resulta intolerable darme cuenta que el oficio que se llamó intelectual en el siglo XX no es más que justificar matanzas, una tras otra. Hay pocos autores que vale la pena leer, que quedaron limpios de todo eso. Los hay: George Orwell, Albert Camus, Lewis Mumford. Son tan poquitos en comparación a los que se enfervorizaron, tomaron posición o les convino tomar posición. Desconfío mucho de los que toman posición tan enfáticamente. Primero, si alguien quiere tomar posición, quiero que me diga nombre por nombre, con nombre y apellido, todos los muertos de la Unión Soviética, Rumania, Polonia, Mongolia, Corea del Norte, China, Checoslovaquia, Hungría, Alemania Oriental, Yugoslavia, Cuba. Que me los diga. Calculo que tardaría unos cuantos años.
11 de noviembre de 2014
[1]Sociólogo, ensayista, docente en la carrera de comunicación social de la UBA. Parte del grupo editor de la revista Artefacto. Pensamientos sobre la Técnica.
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