La acumulación imaginaria: sobre algunas metáforas del capítulo 24 de El Capital // Gastón O. Bandes

  1. Releo a Marx, al gran economista, político y filósofo que fue, pero sobre todo al gran escritor que también fue. Figura central de la modernidad (incluida la nuestra periférica), Marx hizo de su escritura una actividad constitutiva del quehacer intelectual, una práctica fundamental de la teorización política. Cuenta Horacio Tarcus en “Leer a Marx en el siglo XXI” (introducción a su reciente Antología de textos de Marx): “A pesar de los apremios de sus editores, de su amigo Engels y de su propia familia, Marx estaba dominado por un afán de perfeccionismo que lo llevaba a revisar sus planes y a reescribir íntegramente sus textos. Roman Rodolski ha contabilizado catorce versiones del plan de El capital sólo entre septiembre de 1857 y abril de 1868”.

Por eso voy a releer algunos modos de hacer fluir escrita la teoría en Marx. Circunscribo mi análisis al capítulo 24 de El Capital, “La llamada acumulación originaria” (Tomo I, Volumen III, Libro I, sección VII) y a dos grupos particulares de metáforas entretejidas con la propia organización argumentativa del texto, lo que la retórica clásica llamaba dispositio: el orden de las ideas y el encadenamiento de las proposiciones en el discurso.

Elegí trabajar este capítulo porque justamente la noción de acumulación originaria ha resurgido en nuestro presente con enorme vigencia e impacto a partir de un texto clave de estas últimas décadas: Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, de Silvia Federici (2004). Reformulando críticamente el concepto marxiano, surgido –se sabe– del patriarcal (y eurocéntrico) punto de vista del proletariado asalariado masculino inglés, Federici detecta en la obligada confinación de las mujeres al trabajo reproductivo (tareas domésticas, concepción y cuidado de prole, etc.), otra forma fundamental de apropiación ganancial del trabajo y el cuerpo por parte de la euroburguesía blanca masculina triunfante. Para establecer esta división sexual del trabajo, se llevó a cabo así en los siglos XVI y XVII la gran Caza de Brujas y el control médico-estatal de todo aspecto concerniente a la reproducción (sexual, familiar, laboral) sobre los cuerpos de las mujeres: también “piedras angulares de la acumulación originaria”, junto con el colonialismo (o sea el Calibán), la usurpación de tierras y la proletarización del campesinado.

Ya uno de los pioneros en estudiar el estilo literario de Marx, el venezolano Ludovico Silva, hablaba, a principios de los ’70, de sus “metáforas-matrices”: “A lo largo de la obra de Marx se nota la aparición periódica, constante, de algunas grandes metáforas […] con que ilustra su concepción de la historia, y al mismo tiempo […] le sirven a menudo para formular sus implacables críticas contra ideólogos y economistas burgueses […]. Ellas no cumplen un papel puramente literario u ornamental; aparte de su valor estético, alcanzan en Marx un valor cognoscitivo, como apoyatura expresiva de la ciencia”.

Y aunque hoy podríamos preguntarnos ¿cuál es la “apoyatura” de cuál? (la “literatura”, más que expresar lo que la ciencia piensa, ¿no le estaría permitiendo a ésta imaginar sus ideas, intuir sus hipótesis?), la mirada cognoscitiva de Silva sobre el fenómeno permite ya ir sopesando ciertas tensiones con que la escritura de Marx se nos presenta entretejida. Porque si, por los mismos años en que Marx escribía en Londres El Capital, Baudelaire en París planteaba que “créer un poncif, c’est le génie” (“crear un lugar común, he ahí el genio”), entonces sin duda le debemos a un genio algunas metáforas que, posiblemente por su misma eficacia cognitiva devinieron divisas, eslóganes, memes: la religión como opio, el progreso como locomotora, las sociedades como edificios (estructura/superestructura), la revolución como parto, la revuelta como la toma por asalto del cielo, la violencia como partera de la Historia, la lucha de clases como motor de la historia…

De cuantas pueblan el famoso capítulo 24, aquí echaremos entonces nomás un vistazo a dos series aparentemente antagónicas de metáforas marxianas, que llamaremos –acatando con fines deconstructivos una dicotomía hegemónica del pensamiento occidental– de metafísicas y carnales. Y es que ambas series –de un lado espíritus, dioses extraños e intertextos bíblicos, del otro cuerpos humanos, barro y sangre chorreante– pertenecen a un conjunto imaginario mayor, un tejido dinámico y mutante de figuras, voces, símbolos, emblemas, ritos, mitos y relatos provenientes de los más diversos saberes y prácticas humanos. Una mezcla –dice Francis Wheen en La historia de El capital de Karl Marx– de “voces y citas procedentes de la mitología y la literatura, de los informes de los inspectores fabriles y de los cuentos de hadas, tan disonante como la música de Schoenberg, tan espeluznante como los relatos de Kafka”.

A esa urdimbre cultural y social, a ese tesoro colectivo, donde conviven lo racional e irracional, lo moderno y lo antiguo, lo onírico y lo empírico, sumado a un gran mosaico intertextual[1], la llamamos aquí –en cuasihomofónico homenaje al texto que es nuestro objeto hermenéutico– acumulación imaginaria. Ojalá que esta llamada aquí también acumulación no sea entendida en su sentido capitalista. Y no porque no haya ganancia económica y competencia despiadada en el campo de la ciencia, las letras, el arte y el espectáculo (que es por donde en parte de hecho circula bajo el ojo-red de los poderes) sino porque, como el goce, el sueño y la percepción, pertenece a todo el mundo: los medios de producción de la imaginación (aunque no así los de “la cultura”) son siempre del pueblo, una acumulación de deseos y saberes colectivos encarnados en una mismidad no estática, en tensión dialéctica permanente con lo identitario Otro. Algo parecido quizá a lo que algún poeta cubano llamara alguna vez “la cantidad hechizada” (José Lezama Lima) o algún filósofo argentino “materialismo ensoñado” (León Rozitchner): una “misma urdimbre de ese tenue tapiz mágico e invisible del que la tecnología racional cristiana, ahora cartesiana, quiere separarnos para que veamos sólo cosas desnudas, cosas puramente cosas despojadas del ensoñamiento que las sigue sosteniendo”.

  1. A banqueros, rentistas y corredores de bolsa, con un eco de novela de piratas, los llama tiburones. A la nueva visión comercial de los businessmen sinestésicamente la llama olfato: “El olor a pescado se elevó hasta las narices de los grandes hombres. Estos husmearon la posibilidad de lucrar con el asunto y arrendaron la orilla del mar”. A la permanencia material –con valor documental testimonial– de instituciones y prácticas precapitalistas, las llama huellas: “en los últimos decenios del siglo XVIII ya se habían borrado las últimas huellas de propiedad comunal de los campesinos”.

En sí mismas vulgares (lugares comunes creadas por un genio no individual ni moderno, como quería Baudelaire, sino colectivo y popular), metáforas tipo capitalista = tiburón o visión comercial = olfato se tornan en la retórica marxiana, sin embargo, extraordinariamente eficaces. En contra de quienes promueven la austeridad en los tropos y figuras literarias en la exposición científica, Marx parece decir, subsumiendo en sí –como buen gótico– los polos de lo clásico y lo barroco: mientras más compleja la trama analógico-imaginaria (barroco), más claro y contundente el desarrollo de la tesis (clásico). Así, coherente con aquella lógica historiográfica –y logocéntrica– que le hace decir que la escritura de la Historia es como una búsqueda de huellas (y que por ende la invención de la escritura marca en efecto el advenimiento del logos en las sociedades humanas), llega a llamar por ende prehistoria al mismísimo proceso de la acumulación originaria –la cual, claro, “aparece como ‘originaria’ porque configura la prehistoria del capital y del modo de producción correspondiente”[2]-.

Esta clase de paralelismos con frecuencia se establece asimismo en una tensión epistemológica, entre “humanidades” y ciencias, procesos sociales y químicos, materialismo histórico e historia natural: “Al enrarecimiento de la población rural independiente que cultivaba sus propias tierras no sólo correspondía una condensación del proletariado industrial, tal como Geoffroy Saint-Hilaire explica la rarefacción de la materia cósmica en un punto por su condensación en otro”. Hasta que de repente aparece alguna metáfora de metáforas: el “sistema proteccionista”. Un invento jurídico-estatal y también tecno-científico, lo nuevo al cuadrado, una voraz fábrica de fábricas: “un medio artificial de fabricar fabricantes, de expropiar trabajadores independientes, de capitalizar los medios de producción y de subsistencia nacionales, de abreviar por la violencia la transición entre el modo de producción antiguo y el moderno. Los estados europeos se disputaron con furor la patente de este invento”.

  1. A modo veloz de muestrario, las pocas metáforas supra al azar citadas tientan con sus posibles trazados teórico-críticos, cadenas genealógicas de nuestra imaginación (líneas intra, inter y transtextuales), traspaso de saber (y poder) sin duda fundacionales en la trama política y cultural de la modernidad. A pesar, claro, de cierta pereza crítica aliada a los intereses académicos: “En la literatura sobre el modernismo, Marx no es reconocido en absoluto. A menudo se retrocede hasta su generación, la generación de 1840 –a Baudelaire, Flaubert, Wagner, Kierkegaard, Dostoievski– para buscar el origen de la cultura y la conciencia modernistas, pero el propio Marx ni siquiera cuenta con una rama en el árbol genealógico”, dirá Marshall Berman.

Silenciamiento entonces, con excepciones (Silva, Franz Mehring, Mariano Dorr), del Marx escritor. Para contrarrestarlo –y de paso ir trazando una posible genealogía contemporánea de estudios sobre las metáforas de Marx–, en 1982, plena era Reagan, Marshall Berman entonces publica Todo lo sólido se desvanece en el aire. El título es una cita del Manifiesto comunista que, según este marxista y referente de los estudios culturales norteamericano, da cuenta como pocas de lo que él llama “la experiencia de la Modernidad”: “‘Todo lo sólido se desvanece en el aire’. La perspectiva cósmica y la grandeza visionaria de esta imagen, su fuerza dramática altamente concentrada, su tono vagamente apocalíptico, la ambigüedad de su punto de vista –la temperatura que destruye es también una energía superabundante, un exceso de vida–, todas estas cualidades son supuestamente el sello distintivo de la imaginación modernista. Son precisamente la clase de cosas que estamos dispuestos a encontrar en Rimbaud o en Nietzsche, en Rilke o en Yeats: “las cosas se disgregan, el centro no las sostiene”.

Años después, 1995, caído el Muro, globalizado el neocapital y desmoronadas ya todas las promesas revolucionarias –al menos tal como se la concebía hasta los ’70 –, Jacques Derrida retoma la posta de Berman: en Espectros de Marx, esa sensación epocal de eje flojo (“las cosas se disgregan, el centro no las sostiene”) es evocada a partir de la célebre sentencia de Hamlet (act I, esc.5): “The Time is out of joint (El tiempo está fuera de quicio)”. Embistiendo directamente contra ideas del tipo fin de la historia (propuestas por el “sicofante”, diría Marx, Francis Fukuyama) y entre evanescencias finiseculares, presencias no definidas, fantasmales, inmateriales, tras la niebla, Derrida nos pone a dialogar justamente con un espectro, que es tanto el rey padre asesinado de Hamlet como el comunismo, que –recordemos– hacia 1848 recorría Europa: “Ein Gespenst geht um in Europa –das Gespenst des Kommunismus”: “La experiencia del espectro: así es como, con Engels, Marx también pensó, describió o diagnosticó cierta dramaturgia de la Europa moderna, sobre todo la de sus grandes proyectos unificadores. Habría incluso que decir que la representó o escenificó. Desde la sombra de una memoria filial, Shakespeare habrá inspirado a menudo esa escenificación marxiana”.

Ese imaginario espectral –gótico, apocalíptico, grunge– presente en las grandes novelas de terror decimonónicas (Frankenstein, Drácula, Dr. Jekyll y Mr. Hyde) y que transmigrará a la ciencia ficción contemporánea, con sus mutantes, zombis y ciborgs, “no-muertos” (pero tampoco “no-vivos”) producto de experimentos científico-políticos siniestros, fábricas de fábricas, es fundante en los textos de Marx. Así, por los mismos años llamados posmodernos, y mientras la deconstrucción se nos proponía releer a Marx como un diálogo con espectros –o sea “una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones”–, desde los estudios de género y queer, Jack Halberstam, en Skin shows: Gothic Horror and the Technology of Monsters (1995), le daba un shock (crítico) a un cadáver, a un corpus (textual, el marxismo) que el Imperio no quería ver resucitar[3], para hacer por fin del Gótico la única versión materialista posible en las distintas escenas políticas contemporáneas: “El mismo Marx enfatizó la naturaleza Gótica del capitalismo al emplear la metáfora del vampiro para caracterizar al capitalista. En La Primera Internacional escribe: “la Industria Británica […] parecida al vampiro, podría vivir chupando sangre, también la de los niños”. El mundo moderno para Marx está poblado por lo no-muertos; se trata en efecto de un mundo Gótico atormentado por espectros y dominado por la naturaleza mística del capital. Escribe en Grundrisse: “[…]. Pero el Capital obtiene su habilidad solo al succionar constantemente trabajo vivo como si fuese su alma, del mismo modo que el vampiro”[4].

Capitalistas vampiros, asalariados zombis, revoltosos mutantes: es la sangre y la carne humana lo que vuelve hoy entonces en tanto contracara dialéctica de las evanescencias místicas y aquellas fluidificaciones espectrales de fin de siècle[5]. Así, ya en nuestros días, en la línea de Halberstam, la sangre y la carne explotadas por el Capital, siguen presentes cuando se habla, en la bibliografía política contemporánea, de Splattercapital (“Bifo”) o “capitalismo gore” (Sayak Valencia), con guiños en ambos casos a un subgénero de pelis de terror cruzado a veces con el gansta, la ciencia-ficción y el animé, atiborradas de chorros de sangre y pedazos de cuerpos humanos, torturas bizarras y múltiples formas del asesinato considerado arte camp, kitsch o pop[6].

Ahora bien, si el imaginario gótico de los espectros de Marx se pierde en retrospectiva en Shakespeare, que es lo mismo prácticamente que decir en los mitos y las leyendas de la Europa anglosajona –el mundo feérico de Sueño de una noche de verano (donde Puck, el espíritu sirviente del rey de las Hadas, parece anunciarse como nuevo demiurgo), la noche medieval de los sombras parlantes de Hamlet–, ¿cuál será la genealogía material de esa carne y sangre humanas en Marx, no en la herencia futura –que es nuestro presente– sino hacia el pasado, remontando la tradición de su “naturaleza mística”?

Contemporáneo de las relecturas y revisitas de Derrida y Halberstam, pero distante tanto de la deconstrucción como de los estudios culturales y queer, en 1993[7], desde las periferias del sistema-mundo, desde la Filosofía de la Liberación latinoamericana, Enrique Dussel publica Las metáforas teológicas de Marx. Paralelo a la consolidación del libre comercio en casi toda nuestra América, en el marco de la poscaída del Muro y los debates en torno al Quinto Centenario, el libro indaga en las ideas de corporalidad en Marx, ya no vueltas el espectáculo estético de la “escena socioeconómica contemporánea” (Fisher) sino, por el contrario, ubicando esa carne y esa sangre en el plano de un estatuto ontológico-material para un “juicio ético” propio de “una concepción unitaria del ser humano como persona, dentro de cuya tradición semito-cristiana explícita se inscribe ciertamente Marx, contra la antropología dualista griega y ‘moderna’ cartesiana”. Para Dussel, “la dignidad de la ‘carnalidad’ (corporalidad) está a la base de todo el pensamiento de Marx, como del pensamiento crítico de los profetas de Israel y del fundador del cristianismo; ¿cómo podría afirmarse que ‘dar de comer al hambriento’ en su corporalidad es el criterio absoluto del juicio ético (Mateo 25) si no hubiera una afirmación definitiva de la dignidad de la ‘carne’?”.

Dialéctica entonces entre dos campos semánticos que la metafísica hegemónica occidental opuso como base de todo su logos-sistema: lo espiritual/lo carnal. Entre ambos, toda una serie de imágenes donde la humanidad se juega la vida a través de la historia: veamos cómo hila Marx toda esa superabundante red imaginario-cultural en este ilustre capítulo 24 del Capital.

  1. Al igual que en todo el corpus marxiano, muchas, muchísimas metáforas calificables de “teológicas”, religiosas, bíblicas, abundan en el capítulo de la acumulación originaria: el crédito público como Credo, la deuda pública como Espíritu santo, el endeudamiento del estado como pecado contra el Espíritu Santo (“para el que no hay perdón alguno”) y hasta los empréstitos estatales como providencial maná: “capital llovido del cielo”. De a ratos la cita bíblica es apenas alusión intertextual que da pie a un sarcástico aguijón: “Los economistas ingleses filantrópicos, como Mill, Rogers, Goldwin Smith, Fawcett, etcétera, y fabricantes liberales del tipo de John Bright y consortes, preguntan a los aristócratas rurales ingleses, como Dios a Caín por su hermano Abel: ¿qué se ha hecho de nuestros miles de freeholders [pequeños propietarios libres]? Pero, ¿de dónde os habéis hecho vosotros? De la aniquilación de aquellos freeholders”.

Otras veces las citas bíblicas se imbrican en grandes hilados a través de campos semánticos superpuestos. Por ejemplo, cuando en un mismo párrafo el paralelismo clásico entre edades humanas y ciclos históricos (“la infancia de la gran industria”) sirve para mentar el trabajo infantil como “el gran robo herodiano de los inocentes”, en referencia, claro, a la matanza de niños ordenada en Belén por Herodes el Grande en el año I. En suma, es bíblico-teológico el analogon con que directamente arranca el mismo capítulo 24. A fin de desenmascarar la fábula fundacional de dos supuestas clases de seres humanos originariamente diferentes, Marx le da a la “pereza” una irónica función narrativa desencadenante de su propia contra-fábula y, por consiguiente, equivalente al pecado original en el Génesis: “Esta acumulación originaria desempeña en la economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología. Adán mordió la manzana, y con ello el pecado se posesionó del género humano. Se nos explica su origen contándolo como una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos había, por un lado, una elite diligente, y por el otro una pandilla de vagos y holgazanes. Ocurrió así que los primeros acumularon riqueza y los últimos terminaron por no tener nada que vender excepto su pellejo. Y de este pecado original arranca la pobreza de la gran masa -que aun hoy, pese a todo su trabajo, no tiene nada que vender salvo sus propias personas- y la riqueza de unos pocos, que crece continuamente aunque sus poseedores hayan dejado de trabajar hace mucho tiempo”.

Permitiéndose al final una paradoja humorística, un relato se imbrica aquí con su propia desmentida, en un buen ejemplo de ese invento de Marx que fue su método dialéctico, “antítesis” (al contrario de lo que demasiados se empecinan en suponer) del de Hegel: “Dado que el filósofo alemán convierte a la idea de Demiurgo de lo real, la dialéctica aparece en sus manos invertida, “puesta al revés”. Para Marx se trata de “darla vuelta” para “descubrir así el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística” (Tarcus). Demiurgo, mística… Por supuesto, en otro momento, sobre una especie de panteón donde se juega el destino histórico del planeta, el mismísimo sistema mercantil moderno-capitalista se enuncia en tanto “dios extraño” o demiurgo gnóstico: “Era ‘el dios extraño’ que se encaramó en el altar, al lado de los viejos ídolos de Europa, y que un buen día los derribó a todos de un solo golpe. Ese sistema proclamó la producción de plusvalor como el fin último y único de la humanidad”[8].

Otras veces, la alusión teológica o religiosa se desvanece todavía un poco más en el aire, en términos metafísicos à la lettre o incluso mágicos. Constructos griegos o –diría Dussel- “cartesianos” hegemónicos, como el alma, aparecen en la trama crítico-analítica del materialismo histórico. Pero, hilada con la metáfora misma del “misterio de la mercancía” y la condición abstracta que la anima[9], el alma puede inclusive tornarse, con un touch paródico al romanticismo alemán, “social” (nótese que la urdimbre se complejiza añadiéndole con tinte sarcástico la noción platónico-pitagórica de trans-migración): “Figurémonos, por ejemplo, a los campesinos de Westfalia, que en tiempos de Federico II hilaban todos lino, aunque no seda; una parte de los campesinos fue expropiada violentamente y expulsada de sus tierras, mientras que la parte restante, en cambio, se transformó en jornaleros de los grandes arrendatarios. Al mismo tiempo se erigieron grandes hilanderías y tejedurías de lino, en las que los “liberados” pasaron a trabajar por salario. El lino tiene exactamente el mismo aspecto de antes. No se ha modificado en él una sola fibra, pero una nueva alma social ha migrado a su cuerpo. Ahora forma parte del capital constante del patrón manufacturero”.

Y así como en el develamiento del misterio de la mercancía del capítulo I del Capital, Marx oscila entre la materialidad y la abstracción, también en su develamiento de la fábula de la acumulación originaria apela a su acumulación imaginaria y, en torno de la cohorte de espectros (almas sociales, espíritus santos, pecados originales, dioses extraños), para explicar mejor su tesis evoca la contrafigura dialéctica de un cuerpo humano, una criatura antropomorfa pero alegóricamente monstruosa. O mejor dicho, de dos criaturas antropomorfas…

  1. En verdad la criatura antropomorfa nace junto a otra de sus metáforas más famosas, uno de esos varios lugares comunes que el génie de Marx creó: “La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva”. Núcleo de toda una alegoría política fundacional, la metáfora entonces es –más allá del entrecomillado irónico con que se envisten las “leyes naturales eternas”– aquí doblemente antropomórfica: personificada en la partera la violencia política y en la criatura la nueva sociedad capitalista: “Tantæ molis erat [tantos esfuerzos se requirieron] para asistir al parto de las ‘leyes naturales eternas’ que rigen al modo capitalista de producción, para consumar el proceso de escisión entre los trabajadores y las condiciones de trabajo”. De ese modo, casi haciéndolo un personaje (al menos alegórico) en su ironía, Marx en un momento nos trae todo un bebé que, con humor rabelesiano, se nos abalanza gigantesco y autónomo: “el modo de producción capitalista puede andar ya sin andaderas”.

La metáfora antropomórfica ya ha llegado sin embargo antes a su máxima productividad cuando, tras el análisis del sistema de la deuda pública y la secuencia cronológica de empréstitos históricos entre Estados, se constata el entonces ya actual y definitivo traslado geopolítico del eurocapital decimonónico a Estados Unidos (de ahí el interés de Marx por la Guerra de Secesión y La cabaña del tío Tom): “las ruindades del sistema veneciano de rapiña constituían uno de esos fundamentos ocultos de la riqueza de capitales de Holanda, a la cual la Venecia en decadencia prestaba grandes sumas de dinero. Otro tanto ocurre entre Holanda e Inglaterra. Ya a comienzos del siglo XVIII las manufacturas holandesas han sido ampliamente sobrepujadas y el país ha cesado de ser la nación industrial y comercial dominante. Uno de sus negocios principales, entre 1701 y 1776, fue el préstamo de enormes capitales, especialmente a su poderosa competidora Inglaterra. Un caso análogo lo constituye hoy la relación entre Inglaterra y Estados Unidos. No pocos capitales que ingresan actualmente a Estados Unidos sin partida de nacimiento, son sangre de niños recién ayer capitalizada en Inglaterra”.

A la metáfora antropomorfa del bebé-capitalismo, se la multiplica (ahora son muchos “niños”) y disemina atribuyéndole un estatuto clandestino, de indocumentación. Marx casi satiriza acá la traslatio imperii como inmigración ilegal o (con resonancias en el presente apabullantes) tráfico de personas ante la vista gorda de las aduanas, o sea –a semejanza de la mano de Smith- invisible entre los registros del Estado. Se confirma la naturaleza gótica según Halberstam (y Fisher) del paisaje marxiano: otra vez el vampiro. El capital fluye invisible gracias a (y a través de) la sangre derramada de niños, concretos hijos e hijas de familias proletarias: otra vez también los tiburones (si preferimos las de piratas), otra vez Herodes y la matanza de inocentes (si optamos por las bíblicas). Por otra parte, la falta de “partida de nacimiento” (documentos, inscripciones, data) de los capitales migrados de Europa a Estados Unidos estaría sugiriendo que, a mitad del siglo XIX, el trabajo humano (medido en sangre) que produjo ese traslado imperial todavía no se materializaba como huellas para que la Historia lo des-cubra. ¿O no vimos ya cómo Marx llamaba “huellas” a aquello que de una época sobrevive en otra, cómo para él una escritura de la Historia es menos el acto en sí de escribirla que las marcas materiales, documentales y corporales, de los hechos con los cuales va a interpretársela?

Testimonios del proceso de advenimiento histórico del capital, trazos de una escritura hecha de violencia indeleble, grabada en los cuerpos (y en la memoria de sus portantes): “La historia de esta expropiación de los trabajadores ha sido grabada en los anales de la humanidad con trazos de sangre y fuego”. Marx está escribiendo-descubriendo la historia de la violencia política mundial (aunque su eurocentrismo lo concentre solo en la ejemplar historia de Inglaterra): expropiaciones, robos, saqueos, incendios, violaciones, devastaciones, cautiverios, avasallamientos, represiones, desplazamientos, asesinatos, matanzas, genocidios. La acumulación originaria vuelva a enunciarse en términos metonímicos de corporalidad humana neta, pero hiperbolizada: “Si el dinero, como dice Augier, ‘viene al mundo con manchas de sangre en una mejilla’, el capital lo hace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies”. El bebé-capital gigante, del que nada se nos dice –al menos en Marx– ni de su madre ni padre, al final del capítulo, vuelve a nacer – y lo hará una y otra vez en cada relectura– con poros, cabeza, pies y sangre, rasgos antropomórficos recubiertos de una mezcla (lodo) chorreante[10] (“energía superabundante”, “exceso de vida”) de tierra y agua. Léase las tierras y el mar, los dos dominios planetarios en disputa, claro, pero también los dos elementos cósmicos que todas las mitologías del mundo –qué curioso– relacionan con lo femenino.

  1. Si el gran bebé-capital de los “grandes hombres” hoy vuelve, en el imaginario imperial del neuroentretenimiento, como Un jefe en pañales (la comedia animada de Dreamworks, 2017), ¿qué pasó con la famosa partera alegórica que lo trajo al mundo? Se sabe: siguió más allá del texto de Marx su exitosa vida moderna de metáfora que, entre cierto campo cultural, político y mediático se hizo lugar común. Un clisé revolucionario que, opuesto a la apología liberal o socialdemócrata del consenso y el “diálogo” multicultural, siguió interpelándonos[11]. Y sin embargo, faltaba conjurar su poder persuasivo, su significancia naturalizada, cuestionar su imagen fósil de analogon automático de la violencia, ponerla patas arriba. Es lo que hace exactamente Silvia Federici cuando –desde un pie de página con que nos pega un patadón– plantea que la alegórica partera marxiana es poco “convincente”, por no decir absolutamente desacertada: “las parteras traen vida al mundo, no destrucción. Esta metáfora también sugiere que el capitalismo ‘evolucionó’ a partir de fuerzas que se gestaban en el seno del mundo feudal –un supuesto que Marx mismo refuta en su discusión sobre la acumulación primitiva. Comparar la violencia con las potencias generativas de una partera también arroja un halo de bondad sobre el proceso de acumulación de capital, sugiriendo necesidad, inevitabilidad y, finalmente, progreso.[12]

Podríamos decir entonces –y dando un rodeo a modo de síntesis provisoria- que, a las tensiones entre imágenes (espirituales/carnales), en una dialéctica no-hegeliana (materialista) que en términos estéticos va del gótico vampírico al “gore” zombi, y en términos éticos entre tradiciones filosófico-religiosas (griega-cartesiana/judeocristiana), y en términos epistemológicos entre saberes (literatura/ciencia, exactas/sociales, teoría/praxis), se le suma ahora una tensión aún más interesante: entre lo dicho y lo impensado (o silenciado u olvidado), lo que queda despuntado en ese tapiz cultural que dimos en llamar acumulación imaginaria. Porque pese a todo lo evanescente que pueda manifestarse lo sólido, pareciera que en Marx y su larga modernidad sin embargo algo trabaja aún en su quicio, no tan out of joint. Ese algo, que en los documentos de la cultura llamada alta (letrada, canónica, bajo la égida singular de la Ratio y el Hombre) deja bajo un cono de sombra a la mitad de cualquier población (junto con lo popular y común, lo corporal e “irracional”), es por supuesto el patriarcado: “no encontramos en su trabajo ninguna mención a las profundas transformaciones que el capitalismo introdujo en la reproducción de la fuerza de trabajo y en la posición social de las mujeres. En el análisis de Marx sobre la acumulación primitiva tampoco aparece ninguna referencia a la ‘gran caza de brujas’ de los siglos XVI y XVII, a pesar de que esta campaña terrorista impulsada por el Estado resultó fundamental a la hora de derrotar al campesinado europeo, facilitando su expulsión de las tierras que una vez detentaron en común”.

Aquel gran bebé chorreante de sangre y barro llamado sociedad capitalista, que en el retablo de la Historia Marx lo puso a nacer sin madre ni padre, tiene pues en la partera, además de la metáfora explícita (autoral) de la violencia, la implícita (crítica) de un olvido o lapsus en el revés de la trama del euro-imaginario positivista del siglo XIX (sobre todo en su naturalización de la “inevitabilidad” del “progreso”). Un punto de fuga por donde retorna sin duda freudianamente lo reprimido, un agujero en la urdimbre lógico-textual que no obstante permite releer por fin de otro modo el relato-develamiento (de la fábula) de la acumulación originaria (o primitiva). Y un siglo y medio después, entre nuevas “huellas” que salen a la luz de aquella “prehistoria” del capital, esa partera coincide ni más ni menos que con la bruja federiciana: “Históricamente, la bruja era la partera, la médica, la adivina o la hechicera del pueblo, cuya área privilegiada de incumbencia […] era la intriga amorosa […]. Una encarnación urbana de este tipo de bruja fue la Celestina de la pieza teatral de Fernando de Rojas”.

Viuda casi siempre, maestra en aceites y ungüentos, sabedora del poder oculto de plantas y flores, frutos y setos, perfumera, experta en la reparación de virginidades dañadas, depositaria de secretos de (im)potencia e (in)fertilidad, consejera cosmética, alcahueta y abortera, la curandera, de correrse la voz de su eficacia, podía llegar a ser consultada por gentes de lejanos bosques y aldeas. Tenía en ocasiones prestigio político en la comunidad y era temida y respetada (Doña Bárbara de Rómulo Gallegos es la versión latino-colonial de esa bruja caudilla). Otras veces en cambio solo era una mendiga, ladrona de leche o dependienta de la asistencia pública que por ello se convertía en sospechosa de practicar hechicería y nigromancia. O adolescente que experimentaba con hierbas y hongos alucinógenos del bosque y, en luna llena y otras fechas propicias, participaba en ritos ancestrales de fecundidad y protección que consolidaban sin duda vínculos de sororidad entre campesinas y villanas como resistencia a la opresión feudal, eclesiástica y patriarcal.  

Federici ubica así la gran caza de brujas en una encrucijada de poder/saber histórica: entre la expropiación de tierra y la proletarización del campesinado, por un lado, y la imposición institucional de una nueva episteme político-científica, euroburguesa y cartesiana, por otro. Y así, mientras se erradicaban las supersticiones medievales, las correspondencias mágicas y los ciclos astrales de la Madre Naturaleza, el “desplazamiento de la bruja y la curandera del pueblo por el doctor” se lee además como signo clave de la intersticial intervención de la nueva burguesía blanco masculina en los asuntos concernientes a la reproducción y la sexualidad –incluida la prostitución– de la población: “con la persecución de la curandera de pueblo, se expropió a las mujeres de un patrimonio de saber empírico, en relación con las hierbas y los remedios curativos, que habían acumulado y transmitido de generación en generación, una pérdida que allanó el camino para una nueva forma de cercamiento: el ascenso de la medicina profesional”.

Vimos que Dussel, en su libro sobre las metáforas marxianas telógicas, sostenía que la carne y la sangre en Marx son categorías antropológicas oriundas de la tradición judía, opuestas a la dicotomía metafísica clásica del cuerpo y el alma griegos, llegando a decir que “Marx fue, de hecho, un teólogo implícito, fragmentario, negativo”, y situándolo “dentro de una antigua tradición, la de los profetas de Israel, del cristianismo primitivo y los Padres de la Iglesia, siguiendo con los teólogos medievales y rematando en los primeros reformadores (Lutero, Melanchton, Zwinglio)”. Quizá esa parte del imaginario teológico de Marx también se entrecruza, en la gran noche gótica del siglo XIX, constelado aquí y allá de remanentes de aquel “bricolage ideológico” hecho con elementos “del mundo fantástico del cristianismo medieval, argumentos racionalistas y los modernos procedimientos burocráticos de las cortes europeas (Federici) que sostuvo durante dos siglos la caza de brujas tanto en Europa como (ante la mirada del Calibán) en América. Apenas hay en verdad una alusión a ellas en la versión del capítulo 24 aparecida solo en la tercera y cuarta edición de El Capital, durante el desarrollo de la cuestión legal-financiera de los “tiburones” de la Bolsa. De repente, la pluma pinturera de Marx exclama: “Por la misma época en que Inglaterra dejó de quemar brujas, comenzó a colgar a los falsificadores de billetes de banco”.

¿Por qué no habrá seguido Marx esa hilacha de tejido imaginario, con toda su potencia gótica y sus ecos shakesperianos (las brujas de Macbeth o la misma Syrocax, madre hechicera africana del Calibán americano de La tempestad)? ¿Por qué ese cabo suelto, olvidado (vuelto a publicar gracias al trabajo crítico-editorial) en la prolija y compleja trama de la dispositio? Y es que a Marx, en su no dar puntada sin hilo con el fin de develar la urdimbre histórica que sostenía la injusticia social, sin embargo, la cuestión de las mujeres –su penosa situación política y social, su fundamental rol económico en el mismísimo proceso de instauración mundial del capital–, como a la gran mayoría de los demás representantes de “la experiencia de la modernidad” (Baudelaire, Flaubert, Wagner, Kierkegaard, Dostoievski, todos varones, reconozcámoslo), se le escapó al parecer también en medio de una tiniebla espectral.

  1. Para volver –tras tantos espectros y dioses extraños, tantas parteras y criaturas chorreantes de sangre y barro– a la cuestión general de las metáforas del capítulo 24, déjenme seguirle a Dussel su rastreo genealógico del concepto de usura y la prohibición de su práctica en la tradición semítica, donde al materialista Marx se lo hace pues un teólogo incluyéndolo en un debate ético-religioso milenario en torno de la cuestión del interés prestamista a partir de un pasaje del Deuteronomio: “No cargues intereses usureros a tu hermano ni sobre dinero, ni sobre alimento, ni sobre cualquier préstamo. Podrás cargar intereses a los extraños, pero no a tu hermano”. Y, apelando también a la metáfora biológica del nacimiento (y la muerte), Dussel detecta en Martin Bucer y Calvino los primeros cuestionamientos a este hasta entonces inamovible (ni siquiera Lutero se atrevió a tanto) aspecto de la ley mosaica: “¡La exigencia ética del Deuteronomio 23, 20-21 había muerto! El capital podía nacer. La moral cristiana europeo-moderna (la religión fetichista […]) se las había arreglado para borrar una exigencia que tuvo vigencia durante veinticinco siglos”.

De ahí en más –se sabe– el proceso de transformación del modo de producción feudal en modo de producción capitalista será imparable, “sin andaderas”: el ethos burgués se organiza como manifestación de la esencia del Evangelio, sobre todo a partir de Hobbes y después Smith, cautivo en la tendencia anglosajona empírico-liberal de aplicar paralelismos pseudo-científicos entre las supuestas leyes socioeconómicas y las comprobables leyes físico-matemáticas de la episteme newtoniana. Así, continúa Dussel, “todo quedaba ordenado objetiva y subjetivamente […] como una gran ‘maquinaria económica’ arquitectonizada por Dios, de manera necesaria. Todo quedaba así preparado, teórica y teológicamente, para poder reproducir ideológicamente el sistema […]. Marx se encontraba, al realizar la crítica de la economía política burguesa, ante esta orquestación teológico-económica, y la enfrentará con los mismos recursos, aunque sea ‘metafóricamente’, ya que ironizará en muchos casos estas construcciones ‘teológicas’”.

Esa “orquestación teológico-económica” entrañó también –vimos recién– la expropiación (“cercamiento” dice Federici, en una metáfora/paralelismo escalofriante) de los saberes-poderes de las mujeres, sobre todo los relativos al cuerpo, la sexualidad y la Madre Naturaleza. De ahí quizá que, ente todas sus tensiones, la pluma de Marx haya traído al tejido de su argumentación cierta metáfora que conecta con uno de los campos de experiencia/saber propios de la partera/bruja, las plantas, a la vez en simbiosis con cierta lógica capitalista, artificial, con esa tendencia a la intervención técnica-reproductiva para acelerar (o detener) los ciclos biológicos o incluso estacionarios: un invernadero.

Es la imagen comparativa a la que más se recurra (cuatro veces) durante todo el capítulo. En una oportunidad sirve para comparar nada menos que el propio tema o tópico, la mismísima acumulación originaria, en un momento de máxima síntesis: “España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra […] todos ellos recurren al poder del estado, a la violencia organizada y concentrada de la sociedad, para fomentar como en un invernadero el proceso de transformación del modo de producción feudal en modo de producción capitalista y para abreviar las transiciones”.

Con probabilidad surgida un pasaje de Mirabeau citado al pie páginas antes, donde se compara a ciertos talleres de manufacturación con “artificiales plantas de invernadero cultivadas por los gobiernos” (De la monarchie, t. III), la imagen remite en otra ocasión a dos actividades impulsoras por antonomasia del capitalismo: “El sistema colonial hizo madurar, como plantas de invernadero, el comercio y la navegación”. En una tercera oportunidad, el invernadero es comparable al sistema del crédito público, otra experimentación (botánica/social) cultivada cronológicamente por distintos estados-nación europeos, a modo de postas, y ya irreversiblemente arraigada: “El sistema del crédito público […] tomó posesión de toda Europa durante el período manufacturero. El sistema colonial, con su comercio marítimo y sus guerras comerciales, le sirvió de invernadero. Así, echó raíces por primera vez en Holanda”. Y así, saltando por los tiempos e imperios, aparece finalmente para mentar la proletarización del campesinado otra vez como experimentación social (al parecer tampoco tan moderna): “El servicio militar, que tanto aceleró la ruina de los plebeyos romanos, fue también uno de los medios fundamentales empleados por Carlomagno para fomentar, como en un invernadero, la transformación de los campesinos alemanes libres en siervos”.

Otra vez el historiador -y político, economista, sociólogo y filósofo– Marx vuelve a ser conectado, en su magistral entramado textual, por alguna analogía transhistórica surgida de esa llamada acumulación imaginaria del escritor Marx. He ahí una herencia dialéctica materialista que –siempre y cuando se quiera cambiar el mundo y no solo interpretarlo– permite “leer el pasado como algo que sobrevive en el presente” (Federici), para cultivar un “juicio ético” (Dussel) y “una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones” (Derrida) que les den una nueva potencia revolucionaria a nuestras luchas anticapitalistas, antipatriarcales y decoloniales, de aquí y allá.

 

 

[1] Además de cartas, manuscritos, anales, journals, leyes, reportes de Public Health, estatutos judiciales y gremiales, obras anónimas y, por supuesto, toneladas de libros de Historia (la social de la gente de los condados ingleses del Sur, la del estado pasado y presente de la población trabajadora, la de la Reforma Protestante, la de la literatura política inglesa desde los primeros tiempos, la del comercio, la de la agricultura, etc.), en las citas al canon literario-filosófico saltan a la vista aquí y allá principalmente –lo nombra nueve veces– el revolucionario y francmasón conde de Mirabeau y, luego, Shakespeare, Francis Bacon, Tomás Moro (de su Utopía trae un país donde “las ovejas devoran a los hombres”), Montesquieu, Rousseau y hasta una “bonita polémica” desencadenada por un influyente best-seller de la incipiente cultura de masas del siglo XIX: “Cuando la actual duquesa de Sutherland recibió en Londres con gran boato a Mrs. Beecher-Stowe, la autora de La cabaña del tío Tom, para ufanarse de su simpatía por los esclavos negros de la república norteamericana, simpatía que, al igual que sus aristocráticas cofrades, se guardó muy sabiamente de manifestar durante la Guerra de Secesión […] expuse en la New-York Tribune la situación de los esclavos de las Sutherland”. Tampoco será esta la única vez que Marx se autocite: una final nota al pie remata el capítulo 24 con un fragmento del Manifiesto Comunista, ese que dice que “la burguesía produce sus propios sepultureros”.

[2] Michael Perelman, en The invention of Capitalism (2000) dice que al término “acumulación originaria” (o primitiva) lo acuñó Adam Smith y que Marx lo rechazó debido a su carácter ahistórico: “Para recalcar su distancia de Smith, Marx antepuso el peyorativo ‘llamada’ al título de la parte final del primer tomo de El Capital” (citado por Federici).

[3] A propósito, y con motivo del bicentenario de nacimiento de Marx, el entonces vicepresidente de un país latinoamericano con un proyecto político considerado alternativo al capitalismo neoliberal, escribió en la revista paceña La Migraña: “Marx sigue siendo el espectro de la época insuperable, está ahí, se lo mata cada 10, 20 años y vuelve a nacer, se declara su extinción y vuelve a renacer; es una cosa fascinante” (Álvaro García Linera).

[4] Cito a Halberstam de Mark Fisher, de los extractos de su tesis Flatline Constructs, titulados “Materialismo gótico” en el libro editado por Juan Salzano Deleuze y la brujería (2009).

[5] En efecto, cuando ciertas citadas Crónicas refieren que, tras la expropiación del pequeño campesinado por Enrique VIII, “han desaparecido innumerables casas y pequeñas fincas […] numerosas ciudades están en ruinas […] villorrios destruidos para convertirlos en pasturas para ovejas, y en los que únicamente se alzan las casas de los señores”, he ahí pues el paisaje desolador de algunos cuentos de Edgar A. Poe y las novelas de terror victorianas, con la tenebrosa y solitaria mansión en ruinas en lo alto de una colina, rodeado de naturaleza muerta y aldeas fantasmas.

[6] En Los espantos (2016), Silvia Schwarzböck define justamente como espantos los efectos de la posdictadura en el contexto del neoliberalismo triunfante y propone en consecuencia abordarlos como “objeto estético, antes que filosófico-político”, a partir de “las reglas de la ficción”: “Los espantos, por pertenecer al género terror, piden la estética para ser leídos. Lo que en democracia no se puede concebir de la dictadura, por más que se padezcan sus efectos, es aquello que se vuelve representable, en lugar de irrepresentable, como posdictadura: la victoria de su proyecto económico / la derrota sin guerra de las organizaciones revolucionarias / la rehabilitación de la vida de derecha como la única vida posible”.

[7] En la literatura argentina, ese mismo año, el título de una novela de Andrés Rivera resumía también la “atmósfera” out of joint en que estaba sumida cierta izquierda que alguna vez creyó, en tanto heredera de Marx, poder cambiar el mundo: La revolución es un sueño eterno (1993) abre con un epígrafe autobiográfico de Perón, de Del poder al exilio, referido a una “atmósfera borrosa de lluvia y niebla [donde] todo parecía irreal”. Conectando el ’55 con Mayo (recordemos que Juan José Castelli es el protagonista de la ficción), otra vez surgen, en el revival de la novela histórica latinoamericana, los espectros de Derrida, el “gótico” de Halberstam (y Fisher), los espantos de Schwarzböck.

[8] La del demiurgo parece ser una matriz imaginaria constitutiva de la oikonomia de Occidente: es (Disney lo sabía, le asignó esa figura al ratón Mickey en su clásico Fantasía) “el aprendiz de brujo” que Berman analiza en el Fausto de Goethe. 25 años después, a lo largo de El reino y la gloria (2008), Giorgio Agamben vuelve a asediar genealógicamente la imagen demiúrgica, ubicando su origen en los tiempos de la Gnosis y sus disputas teologales con los Padres de la Iglesia y analizando su secularización desde Hume y Smith hasta Carl Schmitt y Walter Benjamin. Así, estos demiurgos que trasmitieron su oculta philosophia a cabalistas y magos renacentistas, contracara masculino-aristocrática de las brujas y curanderas de pueblo, transmigran a la prosa marxiana en ciertos “favoritos” de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales que, “más astutos que los alquimistas, hacían oro de la nada”.

[9] Todo el desarrollo de El Capital es el intento por escindir lo que fue unido (confundido) por el idealismo filosófico y el liberalismo económico: la materialidad-trabajo de la mercancía y el proceso abstracto que terminó internalizándosele. Para despojar a su objeto (la historia) de toda metafísica, Marx debe pues inventar la metáfora del fetichismo para explicar el misterio de la mercancía: un acto (de habla) mágico primitivo – del tipo que décadas luego Frazer catalogaría en La rama dorada– por medio del cual se inviste a un objeto de poder sobre un sujeto. Del mismo modo, para definir la condición psicológica de quien ha naturalizado su condición social, Marx hablará de “alienación”, a usanza de los teólogos que –hasta bien entrado el siglo XVII y con la caza de brujas alrededor– hablaban de enajenación del espíritu o la voluntad por una afección astrológica o posesión demoniaca merced a un objeto particular (Silva). En suma, inversión: en Marx, “la mercancía se muestra a los propios productores como un fetiche, un producto humano que se ha autonomizado, ha cobrado vida propia, y ahora rige la vida de los hombres. Los objetos (los productos humanos) devinieron sujetos (‘fetichismo’) al mismo tiempo que los sujetos se volvieron objetos, esclavos de sus designios (‘cosificación’)” (Tarcus).

[10] La mezcla de sangre y barro espejea en nuestra literatura, desde su brutal fundación con El matadero, de Esteban Echeverría (1838-1871, el lapso entre su escritura y publicación casi coincide con el de composición de El Capital), hasta El fiord (1969), de Osvaldo Lamborghini, que insiste en la alegoría de un parto entre la sangre y la mugre como flexión literal de la violencia político-sexual en Argentina.

[11] En la poesía argentina fue Arturo Carrera quien decidió ponerse a oírla: “No se borró aún la sangre de nuestros rayados. No se borra. No se borrará la sangre de los emboladores: la voz de la partera estalló en nuestra sangre y has de tomar bien ese oro; de aquel terremoto rojo bien lo rojo: bufón para tu plancton: es nuestra pintura: nuestra sangre”. En La partera canta (1982) se nos cuentan devenires posibles de la lengua en pleno umbral posdictadura: un gran leviatán comedor de plancton, las metáforas históricas de la escritura (de la sangre) y la herencia (documental, testimonial, “ese oro” acumulado) de la violencia que llevamos en el cuerpo a través del legado “rojo” de Marx.

[12] El mismo año en que, con Leopoldina Fortunati, Federici publicaba los primeros resultados de su investigación sobre las mujeres en su transición del feudalismo al capitalismo en Il Grande Calibano. Storia del corpo social ribelle nella prima fase del capitale, en Argentina, con motivo del video Nunca Más hecho por la comisión Sabato, emitido por TV en julio de 1984, también Fogwill, un mes después, en “Testimonio, verdad, utilidad” (en Primera Plana), tras evocar al “Hombre que vio a la partera” de Arlt, cuestiona la metáfora – que atribuye a Engels o “algún libro olvidado”– de la violencia como “Diosa partera de la Historia”: “la sangre, los alaridos de la parturienta y la despersonalización que las mascarillas quirúrgicas imponen a los otros actores de la escena sirvieron para marcar con el signo del horror los testimonios que el público vería minutos más tarde. […] Marcando con el horror a un acontecimiento se lo extrae de la historia humana, tal como los rituales y los procesos neuroquímicos del parto ayudan a extraerlo de las biografías y hasta de la memoria. […] La alegoría del parto refuerza […] la vinculación del tema a los símbolos de la maternidad (Madres, Abuelas), y a la trama de los vínculos familiares […] remitiendo las demandas de explicación y justicia a una cuestión ‘de sangre’, para enturbiar la evidencia de que por sus orígenes y por sus consecuencias futuras, el Terror de Estado es una cuestión exclusivamente política”.

imagen: No quiero ir nada más que hasta el fondo. Florencia Breccia, 2017

 

Publicado previamente En Boletín GEC, Nº 23, jun. 2019.

 

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