Justificado para no ir a un Congreso de Filosofía

por León Rozitchner



De la filosofía se dice que es una pasionaria: ama a la sabiduría. Pero de ese amor perdido muchos sólo se acuerdan en los congresos. La filosofía, entre nosotros y aún más lejos, es la expresión de un pensamiento que se abre sólo en el espacio más abstracto de la palabra, donde la razón se mueve con conceptos, sin filamentos ni nervaduras sensibles. Los filósofos –digo: algunos de ellos– son cañitas pensantes que pescan ideas en los libros. Los que han hecho “profesión” de la filosofía declaran desde el vamos dónde se ubican: teniendo a nuestra disposición para expresarnos desde el canto hasta el verso, el cuento o la novela, los filósofos llegan a la filosofía pura exhaustos de pasiones. El extremo más abstracto fue alcanzado en el campo de la palabra, el más distanciado del canto y de la música, de la resonancia sonora y sinfónica del mundo. La filosofía se presenta como el pensar más refinado y distanciado de lo imaginario y del afecto; olvida de dónde viene al querer llegar tan alto. No porque no sienta sentimientos, sino simplemente porque no necesita avivarlos, cree, para escribir los conceptos. En la filosofía, por lo menos en la académica, no hay valientes. Jean Wahl decía que la poesía era fuente de filosofía: el problema es cómo hacer para que lo que tenemos de poético hable en la filosofía sin pedirles, como Heidegger a los poetas, que le abran el camino para que al final el filósofo les haga decir en nombre del Ser lo que a él se le canta. Porque cuando el filósofo habla, “el habla habla” con la certidumbre de la teología. Y cuando digo poesía o filosofía sólo pienso en esa experiencia personal de crear sentido, que une el llamado “espíritu” a la llamada “materia” y pone en juego al sujeto que piensa, sea con imágenes o con meros conceptos. Siento, imagino, pienso, y por lo tanto existo. Distintas maneras de implicar la totalidad del sujeto.
Confieso: hay que tener coraje para ser poeta o novelista en serio. Por eso quizás uno se dedicó a la filosofía. Hay que atreverse, y no es moco de pavo –¡quién pudiera!–, a abrir la trama ceñida de lo que el tiempo ha ido decantando en lo sensible de nuestro pasado y volver a animar lo que ya está quieto y hasta apelmazado: por eso se dice lo pasado pisado. Es más fácil pedir prestadas ideas y conceptos que experimentar sentimientos e imágenes para animarse a que las nuestras re-suenen. El tener conceptos, en cambio, no nos pide pruebas de que las ideas hayan resonado en algún espacio sensible y afectivo, donde lo finito y lo infinito dentro de uno mismo tropiezan. Reconocer en ellos la aureola imaginaria y alucinada que los acompañan. Pero para que lo más sensible de nuestra vida pase a la palabra, ésta necesita siempre de la melodía, la forma primera y arcaica de un cuerpo que se hizo sonido, que organizó el sentido, para que re-suene como un eco infinito en los recovecos del cuerpo tensado como la cuerda de un cuatro. Eso no se inventa. Toda creación es re-creación de algo anterior, un estado de gracia inocente que prolonga ese acontecer originario que abrió el camino para que podamos luego llegar más hondo en la aprehensión del mundo con el pensamiento. El coraje de la re-creación es la verdadera valentía que se abre en la palabra intensiva: animarnos a retomar como punto de partida lo que quizá más nos haya dolido o más hayamos gozado. ¿Quién se atreve a rememorar la intensidad de un amor perdido, el darse ilimitado del goce enamorado, sin sentir que su pérdida infinita, la única infinitud en acto que realmente exista, nos hizo “andar sin pensamiento”, para siempre heridos, convalecientes sin remedio, un poco muertos? ¿Y que eso vuelve a reanimarse con el pensamiento cuando pensamos algo? Sólo así, sin embargo, el ánima se anima. Los narradores y los poetas son admirables porque tienen ese coraje interior para meterse adentro que los que pensamos en filosofía, por definición, carecemos: son los que están más próximos a lo imaginario y al afecto: no tienen miedo. (San Juan de la Cruz estuvo castigado por la curia en una tumba de piedra durante nueve meses, y describe la pasión amorosa más alucinada, hermosa y dolorosa, entre el Amado y la Amada, incesto incluido. Y siguió sin embargo fiel a Cristo y a la Iglesia, pero había una fidelidad más profunda que se ocultaba y reverberaba en sus versos. Por eso su valentía es extrema: venció la angustia al darle vida en su canto al primer amor perdido, inalcanzable, para siempre ido, ese que le estaba prohibido bajo pena de muerte. Y lo gozó nuevamente ante ellos, expertos en ardides, sin que se dieran cuenta.)
¡Qué diferencia con los teólogos y los filósofos! A algunos filósofos no les creo mucho, aunque a veces me deslumbren tanto: toman distancia de lo que más amamos por medio del concepto y del pensamiento coherente y transparente. ¡Qué trabajo se dan! Mírenlo a Hegel que pensó él solito todo lo que podía pensarse desde que el mundo es mundo, aunque nos dejó un poquito. Otros filósofos, en cambio, dicen lo mismo que los poetas, pero han tenido que hacerlo abstractamente para evitar la hoguera: mírenlo a Spinoza, retorciendo los sarmientos secos de la teología para que ardan de nuevo. Entonces la filosofía es un subterfugio para distanciarse o acercarse a la poesía y a la novelería.
Y como ya sabemos, la imaginación también crea pensamiento. Lo imaginario no es sólo, como decía Sartre, “la presencia de una ausencia”. Hay ausencias y ausencias, unas que vuelven, otras que han partido para siempre. Hay ausencias que matan, más bien que nos matan, sobre todo si las hemos enterrado en nosotros mismos: no podemos darles vida, están como la princesa dormida en el bosque. Todo pensamiento que repite y no pasa de grado es melancolía reflexiva, sin el beso del amor que vuelva a despertarla. Una imagen lleva a la otra, y es todo el campo de la vida alucinada el que tenemos que revivir para actualizar no sólo la presencia pensada como pensamiento, sino la presencia actualizada con la coronita que le pone a cada cosa su aura: evitamos caer en la locura sin darnos cuenta de que la cultura es ya un alucinamiento colectivo compartido. ¿Acaso la imagen sartreana que define la imagen, “la presencia de una ausencia”, no define también a aquél que alucina? Miren el trabajo que se tomó Descartes para distanciarse de los tres sueños que lo perseguían.
Hay que hacer que la filosofía se haga palabra para que el seso nos avive y despierte, pero con una palabra pegada al sentimiento que el cuerpo memorioso modula, y confirme o niegue lo que el pensamiento dice. El pensamiento siempre dialoga en nosotros mismos con el afecto y la imagen, como planta seca echando raíces en el agua oscura.
Y eso duele mucho. Allí se originan nuestros pensamientos: cuando tocan fondo, cuando hemos quedado solos para enfrentar el terror y el misterio del mundo. Pasar el espejo quizá sólo quiera decir eso: romper la imagen de la unidad festiva, el espacio azogado y pulcro donde el “socius” nos devuelve con su brillo lo que hemos llegado a ser después de esmerarnos (¿esmerilarnos quise decir?) tanto durante tanto tiempo: la imagen que nos damos o recibimos de nosotros mismos para ser idénticos.
Porque las palabras, no hay vuelta de hoja, cuando son sólo conceptos son una coraza para mantener distancia con lo que sentimos y también tememos. Entonces uno piensa que filósofos en serio son sólo los que han actualizado las marcas de lo originario en su pensamiento: cuando son poetas o narradores que piensan conceptos. Aunque corran el riesgo de quedarse solos, sin que nadie los acompañe, como a los deudos, con el sentimiento.
Entonces uno escribe cualquier cosa, como en la escuela para justificar la falta: por ejemplo, me dolía la panza.

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