Primera sesión por videollamada con un adolescente ni bien empezaba la cuarentena: me recibe en su habitación contento, aunque con gran incomodidad. Introduzco el humor sobre su incomodidad, planteando lo bizarro de que “hiciéramos psicoanálisis” en su habitación. Se ríe, pero también sucede otra cosa.
Las siguientes sesiones se acomoda mejor, es decir, prepara otra escena: me recibe en la entrada de su casa, un pequeño jardín. Está a gusto, me dice que así disfruta del sol, del silencio, y de cierta intimidad. Me da la bienvenida a los últimos rastros del verano, el sol nos pega de frente. Es allí cuando empezamos a prescindir de mi cámara.
Luego improvisa un diván: se reclina en una reposera. Me pone de costado y hacia atrás. Ese nuevo punto de mira me hace notar que estábamos cerca del auto de sus padres y, como él acababa de sacar el registro, le pregunto si tenía ganas de salir a pasear en auto. La respuesta es obviamente afirmativa, y también le causa gracia, una risa de felicidad. Le dan ganas de conducir, pero también sucede otra cosa.
En las últimas sesiones seguimos en el jardín, pero ahora estamos dentro del auto: él sentado en el asiento del conductor, y yo ─el celular con la cámara apagada, solo mi voz de vez en cuando─ primero frente a él, sobre el tablero, y luego en el asiento del acompañante.
Es probable que muy pronto este adolescente, joven adulto, decida invitarme amablemente a bajar del auto, y me deje en alguna esquina, quizás la esquina de mi consultorio. Bajaré con mucho gusto.
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Hay una sutil diferencia entre recibir huéspedes en nuestra casa u hogar y lo propio en un psicoanálisis. En éste, la hospitalidad y/o la invitación prescinden de lo que es central en dichos otros lugares: no se trata exactamente de abrir a la intimidad de nuestro espacio. Más allá de que nuestros gustos sean pescados en la decoración o estilo del consultorio, dichas cosas no serán utilizadas directamente por el/la analista. Si las utilizamos no será, nunca un fin en sí mismo.
Nuestra invitación es una potencia, una moción que parte de nosotros pero que tiene el horizonte de revertir dicha escena. Se trata de que, paso a paso, la posición de invitado sea ocupada por el/la psicoanalista, para que así quien consulta se convierta en anfitrión.
En un psicoanálisis recibimos hospitalariamente a alguien, invitamos y damos la bienvenida, pura y exclusivamente para trocar posiciones y ser nosotros huéspedes e invitados de esa Otra escena, lo inconciente, la cual inicia ni bien alguien entra por la puerta o nos video-llama. Este juego de invitar para ser-invitados permite escenificar por qué el vehículo de un psicoanálisis es el deseo, el cual parte del/de la analista para que éste hospede al deseo del/de la psicoanalizante. O como lo pensaría Freud, esta invitación y sus efectos son la neurosis de transferencia: un complejo producido in situ que incluye, contiene y hasta fusiona a quien consulta, a quien oficia de analista y a esa Otra escena.
La transferencia es entonces lo que permite una hospitalidad genuina, y por ende nada condescendiente, frente a ese huésped mal recibido que es el síntoma. Y no hay mejor síntoma que la incomodidad.
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Un psicoanálisis no tiene domicilio. Esta cita es de Emiliano Galende, y me la acaba de recordar Alicia Stolkiner. No lo hizo por videollamada, pero casi: fue por Facebook, luego de escribir un borrador de este escrito. Esta cita, o quizás asociación, junto con lo propio del tránsito, de los lugares y de las transiciones, me hizo pensar en el acto de invitar, de la invitación como un invento. Uno que conviene sea fallido.
La experiencia de un psicoanálisis transmite el gusto por las transiciones. Más aún, por los espacios transicionales. Lo transicional, así como el deseo, es ese no-lugar imposible de ser habitado. Me corrijo: imposible de ser habitado en el sentido coloquial, esto es, resulta imposible instalarse, acomodarse. Rectifico: el deseo implica una habitación imposible, pero que invita al tránsito.
El psicoanálisis nunca es finalmente virtual, ni siquiera cuando está mediado por cables, pantallas, fibras ópticas, cámaras y micrófonos. Se trata de que la videollamada falle, mejor dicho, que la mediación se convierta en otra cosa, que sea utilizable. Una videollamada podrá producir un invento fallido, una invitación, que nos recuerda que un psicoanálisis implica ir a donde nos lleven. Cómo responder a esa invitación, hasta dónde y hasta cuándo, es justamente el invento freudiano: la puesta en acto de un modesto arte, que posee su técnica pero sobre todo una estética y ética.
Toda invitación es política, y en un psicoanálisis jugamos de visitante siempre. Aún en el propio consultorio.
Este escrito incluye algunos pasajes de #PsicoanálisisEnVillaCrespo y otros ensayos, recientemente publicado por La Docta Ignorancia.