Israel debí haberme llamado

Tenía una novia que viajaba vendiendo cosas, por las rutas provinciales, en ese entonces, hechas pelota. Había un puente que había que cruzar a paso de hombre. Una balsa, un cañaveral donde se atravesaban las vacas, calles de tierra y cuices saltando alocados de cuevas al costado de los arroyos.
A veces coincidíamos y yo iba con ella. Recorría -por motivos que ahora no vienen al caso- la provincia de Entre Ríos. Cuando no coincidíamos le decía «extrañame«. Y ella siempre me respondía lo mismo: «la palabra extrañar es una palabra fea, no hay que extrañar».
De las relaciones, cuando el tiempo pasa y se superponen otras alegrías, otras tetas y dolores, te quedan esa suma de detalles estúpidos repetidos hasta lo inverosímil. Cosas que solamente para vos tienen sentido. En la plenitud de lo incontable.
No te estoy extrañando ni mucho menos. Y sé que vos, por suerte, tampoco.
Pasa que volví a casa. Después de tomar varias gaseosas y licuados de fruta, perfectamente horribles. Y discutir sobre los puteríos de barrio cerrrado entre escritorios y expedientes que la joven patria contratista llama «hablar de política». Ese show de blackberrys y sacos con hombreras, pibotes jugando de pivotes y luciendo impecables afeitadas, de esas que brillan, cachetes K que, para mí, se encreman después del spá, música celta, mucha rúcula con parmesano en la república de Palermo, no les da para el cine iraní porque prefieren aburrirse con la play station, chicas moderadamente putas, reidores, claques del último chusmerío de pasillo, de una elaborada redacción, elogiable el esmero por cuidar la sintaxis al pronunciar tanta irrelevancia. Tanta pavada.
Me trajo a casa un amigo. Bajé. El sereno debe estar durmiendo. El río está a la espalda de este edificio. Y pasan taxis, el kiosco, donde venden sánguches de zapato envasado al vacío existencial, está cerrado. Sobre la persiana del kiosco duerme el pibe que canta una canción de iracundos cuando está borracho. Y siempre está borracho. Debería cruzarme y mientras duerme cagarlo a patadas en los riñones, darle en la cabeza con un bate de beisbol, por fracasado, por borracho, por arruinarme el paisaje, por basura, por miserable, por no haber comido, jamás, rúcula con parmesano. Debería ser más sincero, lastimarlo entero y llamar a la cana para que lo arrastre el Same. Le haría un favor: alguien, pibe, sabe que existís y no te viene con sensiblerías literarias. Te merecés que alguien te tenga en cuenta. Pensalo, podés volver a ser un ser humano. Sí, humillado, dolorido, rengueando, meando sangre, pero capaz que es mejor que dormir invisible temiendo a todo, sin saber qué patología portás (mirá si tenés surmenage? hacete ver, porque se te puede agravar, eh, posta, te lo digo de onda).

Cuando te decía que te iba a extrañar, para que me respondas eso de que la palabra es fea, me iba al bar de calle 3 de febrero sobre la avenida Don Bosco, frente a la villa 9 de julio. De camino, como los barrios obreros de Paraná no se iluminan, siempre me encaraba algún puto. En el bar se tocaba la guitarra, todos borrachos, con vino barato, Los Iracundos, infaltable.

Los subtes están enrejados. En esta avenida el semáforo sigue como si nada, la ciudad de Buenos Aires se queda dormida, con las luces apagadas. No quedan ni los cartoneros ya. Puedo subir, abrir la ventana, apoyar el codo, imaginar abuelos que se despiertan en plena noche, señoras mirando películas tontas, adolescentes haciéndose una paja, personas que morirán sin enterarse, un despertador que suena, una chica que llora, un ladrón que entra por el balcón, un trío con dos chicas, un oficinista tomando pastillas para dormir.

Me siento en el tercer escalón de la puerta. Me ato los cordones.
Extraño el río. Los camalotes, esos gigantes, que transportan carpinchos, y los pibes se cuelgan para que los arrastre río abajo y esquivar los remolinos, los sábalos que aparecen muertos cuando baja mucho la corriente, los mosquitos, las vinchucas, los perros comiendo esqueletos de pescado, los nenes cargando baldes con carnada, las canoas amarradas, los ranchos donde hay tachos de aceite friendo grasa y el surubí que se pasa en postas por huevo y harina y se tira y cruje y el vino blanco en damajuana y la guitarra y las barrancas en peligro de derrumbe, la pobreza del norte, el sol que se estira manso detrás de la isla, los cordones que me ato, el semáforo que cambia, pasa un taxi a baja velocidad, la travesti que espera el colectivo termina subiendo al taxi tras una breve transacción, le chupa la pija en la esquina, un policía se aburre mandando mensajes de texto, el micro que viene de La Plata y bajan tres pendejitos bardeando.

Conozco una chica que tiene 20 años y trabajaba en un comercio que cerró, trabajaba muchas horas por dos mangos y después salía a militar por el kirchnerismo, Paqui. Me gusta la gente así. Cuando Jesús discute que estamos haciendo una revolución, cuando Virginia alfabetiza en Corrientes, cuando el Cabezón me cuenta que en Salta lo ascendieron a gerente del banco y con eso puede bancar el comedor para los wichis.

Me desato los cordones, sentado en el tercer escalón, para volver a atármelos. Más que extrañar algo indefinible. Pruebo el teléfono -odio tanto tu contestador, de manera inversamente proporcional a lo que me calienta tu acento- y nada, qué rara es la palabra nada.  Es tanto como saber que la mayoría de la gente duerme, planifica, avanza, vive vidas organizadas, cuatro comidas diarias, no más que tres vicios, y el campo de noche se abre a ruidos de ningún lado, gemidos de fantasmas, ratas, un gato montés, perdices, arañas, yuyos venenosos, jejenes, el calor, la noche entera de estrellas y los árboles dibujando fieras a contraluz de la luna.
Tengo un quilombo en la cabeza.

El guardia de seguridad, efectivamente, está dormido. Disimula mirando la cámara en blanco y negro, ahí proyecta en sepia los sueños de una vida mejor. En el ascensor me miro al espejo. Me guiño un ojo. Se me está cayendo el pelo y tengo esta panza, un barril de cerveza tirada a la basura de los años. Guiño un ojo, frente al espejo. Es un gesto pelotudo. Pero por alguna extraña razón me da la pauta de que hay una conexión entre el pibito de mochila y delantal que volvía pateando piedritas por calle Ramírez hasta Urquiza, con jopo a la gomina y la tarea pendiente antes de salir a jugar a la escondida; cuando guiño un ojo frente al espejo del ascensor encuentro esa conexión con el pibito travieso que fui y este pedazo de hijo de puta al que se le arruga la cara y sonríe con mueca de loco y unas ganas imprescindibles de coger.
Nada de esto va a ocurrir. Ni sé si terminó ocurriendo. Sí, sí es verdad que antes de escribir esto abrí la ventana, apoyé el codo y me puse a mirar cómo partía el buquebus.
Hay días que tengo ganas de irme a cualquier parte. Pero me dura un rato, nomás. Hasta acordarme que ya  ya me fui, que estoy en cualquier parte. Que escribo esto y me tiro después en la cama. Paso dos capítulos de una novela policial de los años 40 y con suerte, mañana, al mirar el reloj, dormí siete horas y empieza de nuevo ese ritual de envejecer sin mucho sentido.
Esperá, no terminé: sonará poco, pero toda esta desolación te la dedico, cursimente, a vos, que le agregás valor a esta materia prima. Puedo producir palabras en cantidades industriales, pero cuando me mirás y hacés esa forma con los labios como curvados, no sé cómo explicarlo, pero en ese momento, casi todo tiene sentido. Casi todo vale la pena.
Lucas Carrasco
(http://lucascarrasco.blogspot.com)

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