Irreverencia del absurdo: el cine de Lucía Seles // Joaquín Alfieri

Se suele repetir, a veces con la pesadumbre típica de las repeticiones, que el arte es un lugar privilegiado para denunciar el carácter impostado de la realidad. El cine y el teatro, en particular, centrados en la destreza actoral y la imposición explícitamente guionada de la palabra, serían los principales recovecos artísticos para desmontar los constructos artificiales de la (mal) llamada “realidad”. Allí, en ese rodeo actuado donde el cuerpo y la lengua son desanclados de sus rituales cotidianos, donde se deshacen los automatismos de la carne y la conversación, emergen instancias especulares para reconocer los montajes y los simulacros bajo los cuales también discurre la propia vida. En ese juego de reflejos, actores y actrices apuntan con el dedo ante las pupilas espectadoras en una invitación amorosa e imperativa a reconocerse como el verdadero farsante de la sala. Quizás por tal motivo la actuación sea la más exigente de todas las prácticas artísticas, dado que -como frente a ningún otro observador- el actor o la actriz deben hacer algo que cualquier individuo del público es capaz de hacer: actuar.

En este sentido, la obra de Lucía Seles sabe de manera categórica cómo realizar esta denuncia donde la ficción imputa a la realidad. En particular, es en su filmografía (aunque también sus obras de teatro podrían ser ejemplos posibles si el escritor de este texto no estuviera recubierto por cierto halo perezoso) donde se revela la querella artístico-judicial que su obra lleva adelante contra la vida. En sus películas la denuncia opera evitando los dos extremos antagónicos entre los que se debate el cine argento-contemporáneo: no son ni las “historias mínimas” de Sorin, pero tampoco las “extraordinarias” de Llinás. Seles altera estas coordenadas con una operación singular sobre la percepción: una remisería del conurbano bonaerense o un tanque de agua en Monte Grande son susceptibles de ser observados con la contemplación parsimoniosa de una obra artística. Su visión de la realidad no necesita del dispositivo museo ni de la producción de marcos o pantomimas culturales para entrar en esa disposición anímica donde el ojo es capaz de conmoverse. Y en esta revulsiva percepción de las cosas se invierte la carga valorativa de la realidad, dejando al descubierto la existencia de zonas vitales que portan un valor ajeno al mercantil.

Sin embargo, no se trata de encontrar la belleza en los aspectos superficiales de la realidad, ni de estetizar a un trabajador japonés que limpia baños bajo el efecto terrorífico de pensar que la vida es como uno se la toma. A Seles sólo le interesa la realidad para molestarla o subvertirla; cada fragmento enfocado por su cámara recibe un plus de sentido, que obliga a confesar secretos desconocidos o presentar escorzos inadvertidos. Bajo su óptica, la realidad parlotea de forma desquiciada y termina por decir mucho más que aquello que le gustaría a su grisácea monotonía.

Esta capacidad enloquecedora de las coordenadas cotidianas opera mediante una utilización punzante del absurdo. En su obra, el sinsentido arremete con sus efectos distorsivos para producir mutaciones y transformaciones variopintas: allí, cuando la narrativa de Seles apunta contra la realidad lo nimio aparece como sustancial, lo feo deviene bello, lo grotesco parece maravilloso, y lo obvio se torna excepcional. Sus películas sacan las cosas de su eje, en un periplo donde el tren de los objetos descarrila de las vías para dibujar un surco sobre una tierra nueva, como quien abre el camino peluqueando los yuyos con la guadaña. Bajo su mirada todo aparece históricamente desenmarcado y las cosas mendigan por un patrón espacio-temporal distinto al de las coordenadas epocales que ahogan sus suspiros.

Por otra parte, sus películas superan con robustez el test “Lucrecia Martel”: ninguno de sus argumentos puede ser resumido en una embobante sinopsis. El espectador que ha disfrutado su filmografía y se disponga a gestar un ensayo comunitario de socialización a través de una afectuosa recomendación, se verá rápidamente atrapado en la imposibilidad de describir de qué se trata o de qué van sus películas. Son tramas sinuosas, errantes, revulsivas; y solamente se sostienen en una manera de contar que apela al berretín personal como mejor justificación para dar cuenta de los motivos o las razones que llevaron a producir semejante obra. Es decir, su cine es un gigantesco y saludable “porque sí”, una forma de hacer a la que no le gusta que le digan cómo hacerlo.

Y, sin embargo, a pesar de esta dificultad clasificatoria o descriptiva, en sus películas también se “entiende” todo. No hay mensaje encriptado, ni esnobismo, ni la llaga subliminal de un metalenguaje que solicita del espectador destrezas superlativas en el ejercicio del onanismo intelectual, es decir: Seles no ensucia el charco para que sus aguas parezcan más profundas1. Todos los elementos de su cine son extremada y exageradamente cotidianos: las conversaciones entre los personajes se centran en un circuito de asuntos habituales, la voz narradora apela a gestos de la realidad que están presentes para todo mortal, los escenarios filmados son exactamente los mismos que se enfrenta cualquier trabajador en su diaria, y el sonido habitual de sus películas no consiste en otra cosa que el murmullo rugoso del tráfico urbano. También tiene un metejón especial con los perros (o con “los dogs”, como los nombra en sus películas) que guarda su razón de ser en la insistencia por utilizar al conurbano bonaerense como paisaje predilecto, territorio donde la proporción demográfica entre canes y humanos es similar a la de vacas y gauchos en la pampa húmeda.

Su particularidad reside en que esta operación cinematográfica destaca siempre elementos cotidianos, aunque desatendidos. Es decir, su cine consiste en un trabajo de alquimia sobre la percepción, ofreciendo al espectador retazos de aquellas cosas que brillan en la oscuridad como el titilar de una luciérnaga bajo los efectos de una pena amorosa: Seles invita a mirar aquello que no vemos a pesar de tenerlo delante de nuestras narices, a escuchar esos sonidos que taponamos con el anestésico uso de auriculares, a encontrar flores en el desierto pavimentado que transitamos cotidianamente, en definitiva, a producir una mirada de la realidad que sea de autor, que se apoye en la arbitrariedad del propio sentir como mejor índice para definir el modo en que queremos transitar este pasajero y efímero acontecimiento que supone nuestra vida.

Es por eso que esta alteración de las latitudes cotidianas produce un movimiento de inversión sobre el espectador, quien comienza a advertir luego de la película que su percepción habitual de las cosas resulta sumamente absurda. Por fuera de los trámites, las obligaciones y las humillaciones diarias que exigen los imperativos sistémicos, quien se haya adentrado en la obra de Seles comenzará a sentirse interpelado por una serie de interrogantes distantes a la agenda impuesta por los patrones dominantes de la época; inclusive, uno puede irse a dormir con cierta congoja por no haber observado durante el día la cúpula de alguna arquitectura bonaerense, o no haber prestado mayor atención a los nombres de los negocios del barrio o a las querellas perrunas de los vecinos. Entonces, el ocaso diario estará invadido por inquietudes y ansiedades diversas a las propuestas por el sentido común vigente: las iglesias, los personajes barriales, el adoquín, la flora y fauna urbana, los camiones en las autopistas, la vestimenta citadina, son algunos de los elementos que Seles nos presenta enajenados de nuestra propia alienación, para que puedan volver a ser parte de un repertorio renovado donde nos volvemos capaces de esperar algo distinto a lo esperable.

No obstante, también es necesario amargar brevemente el regusto empalagoso que porta todo elogio: su obra no es universalmente querible. Es decir, es una pieza artística exigente y desafiante con el espectador, quien -posiblemente- experimente también sensaciones displacenteras con sus películas: incomodidad, perplejidad, o incluso aburrimiento son algunos de los afectos susceptibles de ser despertados al enfrentarse con su filmografía. A pesar de la ausencia total de elitismo, sin embargo, esa circunstancia no se traduce en una subestimación de sus interlocutores, quienes posiblemente se interroguen “¿con qué tenedor se come esto?” durante las primeras escenas observadas. Este carácter no complaciente de Seles con los demás en verdad desnuda otro rasgo fundamental de su producción: es una obra que asume un inmenso riesgo artístico. Y allí, frente al peligro del ostracismo o la amenaza de la marginalidad, se coquetea con la abyección gestando piezas que son para cualquiera y para nadie a la vez.

Asimismo, la irreverencia del absurdo que pone en práctica su obra tiene un medio predilecto para naufragar: la palabra. Todas las inversiones y los desplazamientos mencionados que producen sus películas se gestan a través de una singular (dis)torsión del lenguaje. Las faltas de ortografía, la mezcolanza entre la lengua inglesa y castellana, la utilización de expresiones ajenas al léxico argento (“me hace ilusión” para señalar expectativa o “me mola tal cosa” para anunciar satisfacción), conforman una particular manera de narrar y aprehender la vida, donde las cosas sólo pueden producir sentido porque son sentidas. Y en ese movimiento, Seles también invierte la carga de la prueba lingüística del espectador: luego del film, todas las conversaciones del cotidiano serán absurdas hasta que se demuestre lo contrario. “Y lo contrario” significa que en tanto los diálogos no se desarrollen como en sus películas, es decir, mientras las palabras no se encuentren al servicio del afecto y el detalle, serán mero ruido.

En las narrativas más ficcionales (en caso de que fuera posible establecer una clasificación semejante al interior de su obra) los personajes retratados también forman parte de este repertorio lingüístico (dis)torsionado. A pesar de portar marcas geográficas y temporales extremadamente precisas (si hay un sanjuanino en la película se sabrá desde su primera aparición), sin embargo, no hablan ni se asemejan a los guiones tradicionales de los transeúntes del transporte público, ni a los padecientes de la sala de espera en el consultorio médico, o a la clientela cotorrífera de la peluquería. Por el contrario, los actores y las actrices de las películas de Seles portan un uso maniático-afectivo de la palabra: se enroscan en temas o repeticiones y, por lo general, anuncian un querer antes de darle lugar al habla: “me gustaría decir tal cosa…”, “te quería contar…” son típicas expresiones utilizadas en una redundancia que se encuentra al servicio de enfatizar que las cosas necesitan ser dichas o nombradas porque parten de una solicitud afectiva previa. Entonces se descubre que la palabra no es más que un artilugio necesario para amarrar al horizonte o para desnudar un dolor.

Es en esta utilización maniática-afectiva de la lengua donde Seles también pone en escena una forma de subjetividad diversa a la del cotidiano. Sus personajes, en tanto individuos rotos, deshilachados, aparecen, sin embargo, zurcidos por la cámara. La narrativa les ofrece un remanso al estigma de sus manías y en esos diálogos delirantes se deja entrever la posibilidad de una conversación colectiva donde los rotos pueden armar comunidad con los descosidos, para que nadie se sorprenda con las puntadas de hilo dejadas por la huella de la aguja. Y a pesar de que en su extravagancia y chifladura los personajes parecieran encontrarse atrapados dentro suyo, no obstante, son sujetos ensimismados por algo distinto a ellos mismos. Su rotura les permite una apertura hacia los demás y todo lo que se dice en primera persona aparece como una manera de exorcizar la propia identidad, para resignificarla o desplazarla a partir de una intensidad afectiva que opera con la fuerza de un sismo. Por eso en sus películas Seles le regala al espectador una alternativa, un espacio donde el yo no es un yo-nki de su propia imagen, sino una instancia susceptible de estar atravesada por una lógica diversa a la del sacrificio cotidiano que nos exige el espejo. La película, al tornar difusa la división entre la verdad y la fábula, deja al descubierto que la primera ficción de la realidad lleva por nombre el monosílabo “yo” y que, como toda invención, es susceptible de una imaginación alternativa. Es decir, Seles nos recuerda que cuando los atuendos yoicos son demasiado pesados, siempre hay otros disfraces en el vestidor.

En definitiva, todos los desplazamientos mencionados definen a sus películas como una obra que se encuentra al servicio de la vida (y no al revés, donde el arte queda encorsetado en la estrechez de la propia vanidad). La experimentación de su filmografía ofrece al espectador la capacidad de una utilización alternativa de la palabra, una renovación perceptiva de la realidad o un reposicionamiento afectivo sobre el guion que cada individuo decide interpretar. Y esta operatoria donde el absurdo comanda la narrativa nos permite alterar momentáneamente las coordenadas valorativas de la realidad, para desestabilizar los cimientos de lo obvio y encontrar en ese movimiento tambaleante la posibilidad de inventarse una trama novedosa, como una forma de evitar las prácticas que nos invitan a la repetición y así aprender a nadar esquivando los numerosos anzuelos que flotan en la superficie.

1 Atahualpa dixit.

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