¡Oh, perro, perro mío, aúlla, / ofréceme un poema de aullidos, concédeme esta gracia extrema, / tú mismo lo leerás, / mientras yo quemo los demás poemas!
Poema para la poesía, Virgilio Piñera.
1.
Si hay una vieja hazaña de la literatura, la más reputada y polémica, es la de legarnos nombres y, por eso, hacerlos también olvidar. Ese legado lo construye el mercado editorial, en primer lugar, y la cultura de lecturas, en segundo. En medio de ambos, los amigos. Pero en el fondo, la escritura, el pulso atroz del fraseo, el gesto que viene a poner en evidencia, desde un fondo innombrable, el nombre mismo: «lo primero que habrá escrito un escritor habrá sido su nombre. Digo, el primer libro quizá fue firmado antes de haber sido escrito», declara Wilcock en la entrevista de la RAI de 1973.
La busca del legado que anima al último grito de la afantasmada Sur largó hace unos meses el Wilcock de Adolfo Bioy Casares, el cual es fundamental leer en contrapunto con el mastodonte anterior de los diarios de ABC que titularon Borges.
Hay que decirlo de una. El libro de Wilcock se intensifica solamente en dos o tres momentos. Las cartas del ingeniero convertido en poeta que se abren con la comicidad negativa que leemos en sus novelas, relatos y cuentos, y la anécdota de la ceja abierta de Bioy (ni siquiera las fotografías tienen mucho valor, salvo las que aparece Livio Bacchi-Wilcock). El resto es la asunción errada del diarista de una rivalidad que, en verdad, lo excluía: la forjada entre Borges y Wilcock bajo los ojos del propio Bioy y Silvina Ocampo.
Johnny era un extranjero en el círculo trino de JLB, ABC y SO; que reducidos a siglas no dejan de sonar a nombres de whiskys: quizás por eso Héctor Libertella bautizó al JB que le servían en el Varela Varelita con un «Pepe Bianco». Esa extranjería equivoca a Bioy, porque mientras él creía medirse con el exiliado, que dejó Buenos Aires por Roma, y Roma por sus márgenes, lo que en el fondo sucedía, para fortuna de la literatura argentina, era una grieta mucho más honda: la distancia entre el escritor-monumento, el domador de la escritura, y el escritor-leyenda, el exiliado perpetuo (que abre un punto de contacto entre lo mejor que vino después: Copi, Osvaldo Lamborghini, etc., etc.).
Se trata, una vez más, de ponerse en pose de combate y elegir una posición u otra, porque tanto el monumento como la leyenda tienen sus adalides y sus pequeñas guerras inútiles. Y de señalar la diferencia: ahí donde el monumento construyó una casa de sólidos fundamentos, donde cobijar a la grey y asignarle a cada uno una habitación específica (incluso dejando el sótano y el subsuelo para algunos, las ovejas negras), la leyenda quemó la casa y escapó.
Ya se sabe. Borges dispuso su obra como la Casa impertérrita, con sus parientes y sirvientes, la novela familiar que dejó en negativo sin escribir, y echó como a un perro a quienes no querían, o no podían, acomodarse a las circunstancias designadas: comer la comida que el monumento señalaba, armar las fiestas que el monumento quería, cantar las formas que el monumento deseaba. La leyenda estaba excluida por definición del monumento.
Y ¿qué era la leyenda? Respuesta: la leyenda era una vida que contenía dentro suyo, como un fuego precioso, un principio poético que ponía todo lo que tocaba en estado de literatura o de incendio. Era inevitable, entonces, que Wilcock, la leyenda Wilcock, haya dado tanto para decir, falsear, ficcionar, tanto que a esta altura ni siquiera la sombra del fantasma de esa biografía detalladísima que Ernesto Montequin prepara hace más de 20 años podrá controlar. No, las intrigas van a seguir porque el principio de la poesía motoriza las narraciones y no al revés: primero poetizar, después narrar.
2.
Empecé a leer a Wilcock por consejo de un amigo al que le encanta la polémica («el mejor Aira es un mal Wilcock», me dijo y me enervó la curiosidad —¿cómo iba a decir eso del gran Aira?). Y entré por el Wilcock que escribía ya en esa «specie di italiano», como declara en una autotraducción de sus poemas en castellano de 1963, y pensé de inmediato en aquella película mal traducida de Andrei Tarkovski, El sacrificio. No se trató de un sacrificio, sino de una ofrenda: La ofrenda de quemar la propia casa (cualquiera puede recordar esa imagen). Ahí está la leyenda: quemando el castellano, que ya no daba para más, como repetía Wilcock, porque Borges, sí, Borges lo había agotado desde su torre de control infinita: dispuesta sobre todo el Sur, hasta globalizarlo.
A la leyenda Wilcock, el libro de Bioy no puede hacerle justicia porque cree erradamente que su amistad estaba tensada por una rivalidad congénita (por eso el primer retrato de Bioy, El perjurio de la nieve, donde el poeta y protagonista del cuento, Oribe, es un desagradable plagiador y de voz aguda como el Wilcock de carne y hueso muestra la verdad de esa amistad, la competencia, que se intensifica en la anécdota de la ceja abierta). Sin embargo, creo que la leyenda Wilcock, a diferencia del Wilcock de Bioy, está estructurada como una fuga. Y hay ahora, en la restitución de Wilcock al canon que el monumento y sus tentáculos crearon, y que ya no existe más sino como pasión de viejos vinagres, una intención contra la fuga: redimirlo, recordarlo, pagar la culpa, ¡ay!, del olvido y la exclusión (y, ¿por qué no?, del aborrecimiento con que lo excomulgaron), y reconocerlo como la oveja negra, ahora perdonada, de la divinidad trina.
Pero Wilcock, en su escritura, nombre, vida y obra, logró colocarse más allá del bien (no del mal): irredimible. Cualquier restitución que se pretende redentora, quiere, en la contracara de sus buenas intenciones, de las que siempre hay que desconfiar, practicar el deporte del patronato nacional: la doma: acomodar en la segunda línea, o tercera, de una época y una forma de hacer literatura, a un nombre y obra. Entonces Wilcock sería la mascota algo indómita con que se divertía y molestaba la santísima trinidad de Sur: JLB, ABC y SO. Su conversación sería, por eso, mejor que su escritura. La leyenda más importante que la obra, de la que podríamos, por eso, eludirnos de leer…
3.
Ante ese dios trino (¡y por eso cristiano!) que conformaron la alianza de JLB, ABC y SO, siempre en la mirada de Wilcock, y sus poderes de salvación, creo que lo mejor que hizo el ingeniero, yéndose a Italia a escribir en esa sublengua tildada de “specie di italiano”, fue convertirse en otro dios: putrefacto, maldito, con el cual impedir su manumisión. Porque solamente otro dios podría estar más allá de la redención con que el mercado y la cultura canonizarían un nombre, controlarían una llama.
Dejémosle, entonces, el infierno, al que pertenece con esa lengua de perversa inocencia a través de la que no pudo dejar de incendiarse su vida y obra: “Fuoco, compagno, caro amigo dell’ombra, / ardi e ti spegni e grazie a me riprendi / te disperato che bruceresti il mondo / e qui da solo bruci te stesso…” .
Empecemos, entonces, a leerlo de verdad, sin pretensiones de redención, entremos a su infierno y apaguemos de una vez las esperanzas. Lo inesperado nos espera. La literatura, el fuego —que acá, y siempre, rima con juego.
1956: se arma en un domingo de marzo una discusión literaria después de comer, sobre una edición de poemas de sor Juana Inés de la Cruz. Bioy declara dos errores. El segundo, la acentuación de “salgáis y tenéis”, a lo que Wilcock agrega, corrigiendo al lector: “Como todas las palabras agudas que terminan en n o s, se acentúan.” Bioy se desespera y corre arriba a buscar un Quijote para “dilucidar el punto, y, para agraviar el oprobio de ser corregido por un mozalbete”, pero en la oscuridad atropella la esquina de un ropero, se abre una ceja y sangra copiosamente. ¿Cómo no leer esto con una sonrisita? Y habría que corregir a Bioy, otra vez: no se trataba de la acentuación de las palabras, sino de la colocación de las tildes. ¿Se abrirá ahora la otra ceja?