por Omar Acha
Los ensayos reunidos en este libro de Mariano Pacheco, en mi lectura, confluyen en un nudo problemático, gravitan alrededor de un eje conceptual. Asedian las convicciones básicas del progresismo intelectual afirmado en América Latina durante las últimas décadas. Intervienen, entonces, en el panorama cultural heredado tras el disciplinamiento con que las dictaduras anochecieron el suelo de las democracias capitalistas.
Hoy el progresismo intelectual –el caso argentino es al respecto ejemplar– ha encontrado su clímax, pues campea en oficialismos y en oposiciones. Se ha constituido en un puntal del complejo establishment cultural local. Sus matices son oportunidad de ventas en librerías y notas en “revistas de cultura”. Pero sobre todo, estimulan alineamientos aparentemente antagónicos en torno a convicciones compartidas. Es innecesario ironizar al respecto, pues quienes mejor piensan dentro de la estela progresista saben bien, y lo han dejado entrever, que sus divergencias se componen en el seno de lo que no es cuestionado: la economía y la democracia capitalistas.
Para reconocer el nervio ideológico del progresismo intelectual es suficiente recordar las palabras claves de lo que desde 1983 se impuso como el deseo de una nueva “cultura política”: democracia, derechos humanos, inclusión social, república. Esa “cultura política” no fue exclusividad de un único cuartel doctrinario. Justamente, prosperó como establishment cultural porque fue el suelo donde se plantearon las disputas posteriores entre las voces audibles, entre posturas “razonables”. Fue, y hoy lo es más que nunca, el a priori incuestionable e impensable de la hegemonía intelectual del país burgués. Todo “pensamiento” y todo desacuerdo se emplazan en la naturalización y universalización de los puntos de partidas progresistas.
¿Quién se atreve a cuestionar de qué se habla, políticamente, cuando se utilizan los “derechos humanos” como arma de legitimación del dominio? Porque hoy solo es un signo de la libertad, borrándose el horizonte burgués que consagra. ¿Quién pone en suspenso la virginal impunidad de la “democracia”? Porque ya no se plantea su funcionalidad con la opresión partidocrática y clasista sobre la decisión popular. ¿Cuándo será posible denunciar la degradación del asistencialismo que conserva a los pobres en una pobreza un poco menor? Porque es indecible que ese asistencialismo legitima a las élites dominantes en su supremacía para la que se reclama, además, la gratitud de “los humildes”. Aquellas y otras preguntas del mismo estilo están ausentes en la discursividad vigente. Lo están porque sus supuestos han quedado en el pasado arcaico: la transformación social, la democracia plebeya, el poder popular, el socialismo. Son éstas, y no las otras (democracia, capitalismo), las palabras prohibidas, impronunciables por gente cuerda. No las pronuncian las dos ramas del progresismo intelectual: la vertiente liberal-socialdemócrata y la vertiente nacional-popular. Si creemos a los discursos progresistas de hoy, las vindicaciones revolucionarias son patrimonio de despreciadas “sectas políticas”, tan atenazadas en sus monólogos como externas de la realidad. La democracia sin adjetivos es el nicho sagrado de todas las posturas “críticas”.
La pulsión de inactualidad respecto al consenso reformista late en la prosa con que Mariano Pacheco contraviene la serenidad ideológica de la cultura progresista. Lo hace siguiendo los trazos de tres nombres: Nietzsche, Freud y Arlt. Son más que citas oportunas. En verdad, las tres referencias no bastan –ellas solas– para consolidar una posición. Sabemos que las citas de referencias “prestigiosas” son obligadas tanto para las carreras académicas como para las escrituras progres. Pululan por doquier ponencias, artículos y libros en tren de “publicar” o brindar apoyos a las opciones sistémicas de nuestro tiempo.
No es entonces cuestión de citas lo que Pacheco nos propone. Es más bien una intersección de enigmas poco compatibles con los remilgos del pensamiento progresista. Retorno, repetición, traición, son las palabras claves de este libro. Antes de insistir en la decisiva cuestión de la repetición –ese intríngulis teórico de toda escritura inactual– me interesa destacar algo más sobre el cuestionamiento de la monocordia progresista.
Hoy surgen cada tanto agrupaciones intelectuales con sus respectivas “declaraciones”. Pareciera que vivimos, por ende, en un tiempo de renacimiento intelectual. Se dice que los intelectuales han regresado a la política. Sin embargo, un consenso poco sorprendente atraviesa y hermana las disputas aparentes, de superficie, entre las tribus intelectuales. Los desacuerdos suelen ordenarse alrededor de cómo se sitúan ante el kirchnerismo, aunque ese lugar antes estuvo ocupado por el alfonsinismo y el menemismo. De allí que la cuestión de fondo no sea el kirchnerismo. El tema general es la base progresista de todas las alternativas, con excepciones de las presuntas y desoídas manías de la izquierda “ultra” (y decir “ultra” ya es situar al otro en lo que es y hace nada, ni interlocutor ni antagonista porque es incomunicable). El galardón por el que se torean es cuál vertiente es realmente la progresista, mientras las otras lo serían de manera equívoca o inconsecuente. Debaten por la misma razón y con la misma razón. Pero eso no es un debate.
Contrastadas con las fisuras emergidas durante el bienio 2001-2002, son discusiones restauracionistas, es decir, relegitiman los problemas que la crisis vino a desnudar y sin embargo no eran radicalmente nuevos. En nuestros días el establishment intelectual se nutre de una agenda progresista remozada, matizada por las exigencias que esa crisis legó, pero sin que la mueva una fidelidad al evento ni la perplejidad ante sus promesas irresueltas.
En este panorama adquiere un nítido perfil la demora en el nacimiento de una nueva generación intelectual en la Argentina, la suspensión de un advenimiento que se anuncia en mil indicios pero cuya coagulación es todavía una espera. No me refiero a las invocaciones “generacionales” que reclaman transmisiones de legitimidad y sentido para las camadas más jóvenes, sin un apreciable esfuerzo por acometer la injusticia de erigir una palabra propia. Que intelectuales de menor edad asuman las ideas de intelectuales más viejos (no interesa que añadan alguna acotación marginal sin alterar el fondo) es bien distinto del pronunciamientogeneracional.
El pronunciamiento debe eludir atorarse en el circuito infernal del resentimiento. Para exaltar su vitalidad requiere la invención de perspectivas, la producción de obras. Las apelaciones que nos propone Mariano Pacheco no son las únicas posibles, pero ciertamente los usos de Arlt, Freud y Nietzsche que nos ofrece convergen en la emergencia de un programa de invención no progresista. Traer esos nombres a la palestra, ya no como citas en mercancías académicas, ni tampoco solo como pimienta para arrojar a los ojos somnolientos del gradualismo intelectual. Más bien, como nutrientes para conversaciones con la nueva generación.
La heterogeneidad de Freud, Arlt y Nietzsche se hace vector alrededor de la repetición. La repetición delata el doblez de la “integración”, desnuda la ideología del “progreso”, la hipocresía de la “inclusión” condescendiente. Mientras el pensamiento progresista pretende “avanzar”, realizar prudentes “pasos adelante” hacia una mejoría justipreciable “en el contexto” (como esos sindicalistas que “entienden la situación” y acuerdan bajas salariales), la revelación de lo repetitivo cruza el vector confiado y progrediente con la certidumbre de su hipocresía.
La repetición revoca el origen y la meta para lanzarnos al cuadrilátero del antagonismo, donde se gana o se pierde, donde todo empate oculta algún ardid. Escenas que se reiteran, pugnas perpetuas engalanadas pero no eliminadas. En el orden ideológico de nuestras convicciones ordinarias, la repetición se pliega en el cuerpo y la muerte, ese destino de toda carne.
Pensar radicalmente no es separable del hacer físico. Una muy prolongada tradición ha escindido el quehacer intelectual del olor y el calor que acompañan a la flexión muscular, al choque de los huesos. Refigurar la praxis intelectual como movimiento corporal agresivo, diverso del mero daño, es un envase adecuado para exceder los conformismos progresistas. Leo los escritos de Mariano Pacheco anudados a vigorosas formas corporales, por ende en sesgo adverso respecto de la cópula sin fricciones del adaptacionismo académico (que regurgita cualquier obra como “tema de tesis”) y de los malabares castratorios con los que el progresismo licua adaptativamente la conflictividad raigal de la crítica. Por eso distingo gotas de transpiración viñesca –por David– en este libro.
Nos hallamos en la demora de una gestación del quehacer intelectual emancipado del progresismo. Esa demora no la decide la providencia. Tampoco es el resultado de una conspiración de los viejos de alma o de nacimiento. Anida en ella la apertura para un comienzo de la creación intelectual. Pues si es cierto que el capital y la democracia burguesa reinan en nuestra tierra, las realidades mundiales están henchidas de impulsos para pensar, escribir o filmar de otro modo. También las situaciones argentinas y latinoamericanas avistan potencialidades de insurgencia, aunque también revienten de hegemonía y adaptación. El capítulo intelectual de esa novedad acompaña el vilo de nuestro tiempo. Un primer paso en ese sentido consiste en avanzar contra el legado político-ideológico de la represión política de la última dictadura: el progresismo. Demora, inactualidad y repetición, entonces, son las claves con las que quiero invitar a recorrer los ensayos de Mariano Pacheco. Ejercicios de desavenencia con el tiempo dominante, con todos sus guardianes y sus oportunistas.
Balvanera, enero de 2013