(Palabras leídas por Gustavo Varela a propósito de la presentación de Imágenes de lo no escolar, el viernes 8 de julio en La Tribu)
La mirada de un investigador es paranoica. Leí este libro de Silvia y Diego mientras estudiaba un poco más a Foucault. Se me mezclaban las ideas. Sospecho que del mismo modo en cómo se mezclaron en los diagnósticos de algunos pedagogos reformistas cuando leyeron también a Foucault. Creyeron ver, respecto del diagrama disciplinario, más una puerta de salida que merecía una aplicación inmediata a la práctica docente, más un manual de procedimientos, que el diagnóstico teórico respecto una época, que es lo que hace Foucault en su libro. Me animaría a decir, una extrapolación justificada sólo en la escasa comprensión de su obra. Son los riesgos de navegar en otro idioma lo que merece ser tratado y sólo puede ser tratado en el propio lenguaje. Porque es un problema político y no el juego humanista de oponer abstracciones, tal como se creyó por entonces: de elegir entre una libertad impotente y una disciplina vetusta.
Por esto quiero situar a este libro como un ensayo de contenido político. Tiene la cara de la pedagogía, la espacialidad de la escuela, la referencia a la práctica docente, lo posible en el aula. Pero es político porque este libro trata de una excedencia de lo real que requiere del concepto. No poner un nombre; no describir. Sino inventar, producir para ver. Es decir, el libro está situado en los límites de una experiencia postrada y en el balbuceo rumiante que descarga todo vacío. Por eso imágenes, que es como decir marcas, indicios, el agotamiento de algo (un formación discursiva, una figuración) y el comienzo de otra cosa. ¿Qué cosa? Vacío, esta esquina, la esquina de atrás, voces en off, ocho balazos en la pierna de un pibe, otro pibe que se conjuga en el rap: lo no escolar, el más allá. O sea, negación activa del círculo áulico. Definición por lo que no es: la calle se mete adentro de la escuela; el más allá también como negación: no dios, no ascenso social, no tradición, no progreso, no sucesión. El más allá se hace finito, esta es su negación, volverlo humano y callejero, contra los soldados de plomo que siguen planificando una pedagogía de la salvación.
Es el borde del umbral. Vuelvo a Foucault: mirar hacia atrás sólo tiene sentido en tanto importa el presente. Entonces la historia es genealogía, reconocer las condiciones de producción de lo que fue es el efecto de un problema actual. Por lo tanto, dos tipos de construcciones hacia el interior de la pedagogía: el pedagogo historiador, aquel que reclama el retorno de la ausencia, que pregunta por la falta, que piensa en términos causales y busca culpables, que se sustrae del presente en nombre de lo que fue, que cree que los alumnos son deudores del pagaré de sus conocimientos académicos. Por otro lado, el pedagogo genealogista, que enlaza, que articula, que expone el problema y es ello lo que define “el ámbito del objeto que hay que recorrer para resolver [el problema]”. No abandona la historia sino que la encarna en el presente, la hace cuerpo, todos los días. Claro, el ideal de la escuela de Sarmiento es una cicatriz en la cara, un tajo visible (los tajos que producen los ideales son los únicos visibles, en la vida privada, en la experiencia política o en la escuela). El pedagogo genealogista lleva sus cicatrices consigo sin orgullo: la antiescolaridad de Alice Cooper, los martillos andantes de Pink Floyd, la pedagogía del oprimido y la revolución. El pedagogo genealogista es cirujano y extirpa lo que fue para habitar el mundo en el problema que es. Ninguna de sus marcas es una bandera de lucha; la historia no le debe nada. Se sitúa en el presente, con toda la incomodidad que produce su cercanía. Las ciencias sociales requieren distancia, a diferencia de las ciencias duras que tienen que acercar su objeto. El pedagogo genealogista sabe que está situado en la dificultad, que lo que dice o enuncia es provisorio, que tiene que desplazarse del lugar que le estaba asignado.
Desplazamiento. Reúno algunos conceptos que leo en el libro: cansancio, miedo potencia, estar en la esquina, estrategia. Palabras que encuentro en mis libros sobre boxeo. El boxeador se cansa, se desplaza, tiene miedo, va a su esquina, reformula su estrategia, busca su potencia. El boxeador no es uno, no es un individuo, es múltiple: porque es a la vez todo lo que es él y todo lo que es el otro. Su plan de acción se compone necesariamente con otro (una digresión: Nicolino Locche era el más cruel de los boxeadores porque subía al ring a un tercer hombre que era su sombra). ¿Cuándo se cansa el boxeador? Cuando cree que está solo, que no hay más que su propia fuerza; hay Uno, y no uno y otro. Cuando debe “sostener con el propio cuerpo un suelo que no se sostiene por sí mismo”, dice este libro. Después agrega: “El miedo fija. Inmoviliza”: El miedo, en el boxeo, es lo contrario del cansancio. Porque el otro está demasiado, es demasiado otro; tanto que él mismo, el que tiene miedo, deja de estar ahí. El miedo no genera impotencia; lo que hace es que el Uno no tenga presencia y sea pura existencia.
No es un problema moral sino de composición (no es trata de resistencia o cobardía). El boxeo no es una muestra de fuerzas individuales ni la exposición pornográfica de la violencia. Es un arte de la reciprocidad (no de golpes sino de espacios, de diagrama de fuerzas). Componer con otro para definir una ética en un mismo ámbito. No una moral, no el código de un humanitarismo de lo correcto. Una ética significa que es la práctica vinculante la que define los límites, que no hay correspondencia con un orden exterior sino “un gesto de desplazamiento permanentemente necesario”, dice López Petit. No sólo, no de a uno: el boxeador que se vuelve loco –que pide carpeta médica- no es por los golpes que recibe en el ring, sino porque entrena todos lo días delante de un espejo; se ve a sí mismo, combate con su sombra, contra su “rol imaginario”, dice Sztuwark.
¿Hay que hacer que los alumnos canten Rap? ¿Hay que filmar películas? ¿Hay que inventar una radio? Este libro no es: un método terapéutico para la práctica docente. No es: un manual de actividades para desplegar en el aula. No se: una solución pedagógica a los problemas de la educación actual. No es: una metodología nueva que conjura el fracaso escolar.
Leo a Foucault: “Es cierto que un determinado número de personas -como, por ejemplo, quienes trabajan en el marco institucional (…)- no deben encontrar en mis libros unos consejos o unas prescripciones que les permitirían saber qué hacer. Pero mi proyecto consiste precisamente en procurar que ya no sepan qué hacer: que los actos, los gestos, los discursos que hasta ahora les parecían obvios les resulten problemáticos, peligrosos, difíciles. […] Es preciso, sobre todo, que la necesidad de la reforma no sirva de chantaje para limitar, reducir y frenar el ejercicio de la crítica. En ningún caso hay que atender a los que dicen: “No critique si no es capaz de hacer una reforma”. Son frases de departamentos ministeriales. La crítica no tiene por qué ser la premisa de un razonamiento que termina diciendo: eso es lo que usted tiene que hacer. Debe ser un instrumento para los que luchan, resisten y ya no soportan lo que existe. Debe ser utilizada en los procesos de conflicto, enfrentamientos, intentos de rechazo. No tiene por qué imponerse a la ley. No es una etapa en una programación. Es un desafío en relación a lo que existe”.
Es la respuesta de Foucault a los historiadores que cuando le reclaman el respeto a las líneas que la academia prescribe para definir el qué hacer de la historia. El dice: se trata de un problema presente, nada más que eso.
Docentes permeables, dice este libro. Críticos, en términos de Foucault. No reformistas, no evangelizadores. No funcionarios grises ni revolucionarios desencantados con aroma a perfume budista. No se trata de darle una forma viable, ilustrada y burguesa a las fuerza del margen. La excedencia de lo real de la que habla este libro no es la de potenciar un esteticismo estúpido y decadente por parte de los actores escolares.
El sentido político de lo que está escrito aquí lo encuentro en la necesidad de inventar un oficio, de pensar en una geografía más amplia, de abrir las puertas a un vacío que se impone. No hay dudas que aquellos que lo soportan son los que están cotidianamente en las aulas. Son ellos los destinatarios de este libro; pero no para reforzar una moral de la víctima, no para repetir la indignación y la apatía. Imágenes de lo no escolar no habla en nombre de nadie. Pero, la excedencia no es la desesperación del docente, esto es apenas un síntoma. Las esquirlas que produce ese vacío no son sino las marcas en el cuerpo de los pibes expuestos aquí: María, Dani, Luis, Micaela. Y de otros como ellos que no están en este libro. Y que ahora mismo, de tanto presente que tienen, siguen siendo vacío.