Entre noviembre de 2021 y enero de 2022, en la ciudad de Verona, el Circolo della Rosa, un centro cultural feminista abierto a todas las tendencias, organizó un encuentro de discusión alrededor de dos posiciones en conflicto: “Género y diferencia sexual”.
En su convocatoria, el Circolo della Rosa plantea “la necesidad de una discusión que haga posible abandonar la lógica de formación militar o trinchera, y que en cambio invite a escucharse, a compartir a les otres los puntos de vista, a abrirse a las razones de les otres.”
Para esto, se invitó a participar a representantes destacades de las posiciones transgénero, por un lado, y de la comunidad filosófica Diotima (fundada por Luisa Muraro, entre otras, a comienzos de los ‘80), un referente clave del feminismo de la diferencia sexual en Europa.
A continuación se transcribe la intervención de Chiara Zamboni, una de las fundadoras de Diotima.
En este trabajo desarrollo dos argumentos. En primer lugar, reconstruyo la génesis histórica del concepto de identidad de género. En segundo lugar, describo el pensamiento político de la diferencia sexual, que sostiene una posición crítica sobre la identidad de género.
1.
Partamos de la expresión “identidad de género”. El uso habitual que hoy se hace de este término redireccionó el concepto hacia la representación binaria de los géneros masculino y femenino. A través de esta imagen binaria, el hombre y la mujer se definen por la diferencia entre ellos. La imagen está reforzada por los lugares comunes más instalados acerca de qué significa ser una mujer o ser un hombre en el imaginario colectivo. Ese es el modo más habitual que tienen las personas para razonar. Los géneros masculino y femenino son construcciones culturales y sociales que heredamos de un pasado arcaico (y de los mitos) y se renuevan constantemente a través del orden simbólico circulante y los medios masivos. Indican directa o indirectamente qué es lo que debe significar ser hombre o ser mujer y así se vuelven normativos. Prescriben comportamientos o sugieren los comportamientos socialmente aceptables. Sin embargo, no los determinan. No estamos determinados, y eso es tan así, que muchas de nosotras hicimos otra cosa de nuestra vida.
La situación se complica por el hecho de que nuestra propria lengua italiana está estructurada alrededor de los géneros masculino y femenino. La gramática nos los impone cuando hablamos. Y esto ocurre, obviamente, por la historia particular de nuestra lengua, que se formó a lo largo de siglos y que remite a las transformaciones de las lenguas romances. Estas dejaron caer el género neutro, que sí estaba presente en el latín y, en general, en las lenguas indoeuropeas. Observada a largo plazo, la historia de una lengua, sobre todo en lo que refiere a sus aspectos gramaticales, no está construida por elecciones intencionales de quienes la hablan. Es así que, en italiano, los sustantivos y los adjetivos solamente pueden tener género femenino o masculino. La lengua, que es una mediación imposible de sortear, provee categorías que organizan nuestro pensamiento. En esta mediación, es muy lábil el límite entre los mitos que la lengua trae consigo y la gramática y las construcciones culturales con que están entrelazados. Solo un ejemplo: la luna es femenina en italiano. En alemán, es masculina: der Mond. Desconcierto: la luna, para nosotres el máximo de la femineidad, ¿cómo puede ser de género masculino?
El uso común, más allá de las discusiones que podamos hacer acerca de él y de las críticas que podamos traer a cuento, continúa sosteniendo esta visión de lo femenino y de lo masculino, porque concierne a planos profundos del imaginario colectivo, de la gramática de la lengua y de la relación histórica entre los sexos.
El feminismo de la segunda ola, en el cual yo me formé, pronto puso en crisis la visión de las mujeres como femeninas. ¿Mujeres? Mujeres sí, pero sin coincidir con lo femenino. Que cada una se comporte según su proprio deseo, teniendo sin embargo clara consciencia de que los estereotipos de lo femenino y de lo masculino no son solamente jaulas constrictivas, sino que obedecen a una visión jerárquica de la relación entre los sexos. Desde el comienzo este fue un paso político ligado a la libertad de las mujeres. No por casualidad nos gustó a todas la novela Orlando, de Virginia Woolf, que ironizaba sobre una transformación en la que el personaje iba de un estereotipo al otro. No obstante, fue claro que la libertad de las mujeres no pasa solo por este pasaje divertido de un Orlando masculino a un Orlando femenino, sino que necesita prácticas políticas.
El mundo anglosajón se acercó a la cuestión de la normativa de los géneros de un modo muy diferente. Durante los años setentas y ochentas, llegó del mundo anglosajón la propuesta teórica que, sobre la base de la distinción sex y gender (sexo biológico y género como construcción cultural identitaria), indicaba que era una tarea feminista luchar políticamente para transformar el plano del lenguaje estereotipado; es decir, traer cambios a nivel discursivo sobre lo que significa ser una mujer, rompiendo con la normativa del orden simbólico dominante, patriarcal. De hecho, la alianza política que atravesaba a los feminismos, en este caso al europeo continental y al estadounidense, hizo que no nos detuviéramos tanto en la diferencia filosófica de fondo que emergía, una diferencia notable que llevó luego a la cultura anglosajona a las paradojas que ahora está viviendo.
De ningún modo pertenece a nuestro camino de pensamiento que la dimensión de la sexualidad sea reducible al sexo biológico, anatómico, al sexo objetivo, “natural”, “visible” empíricamente, calculable en cromosomas. Ni que el género, en oposición a él, sea solo una construcción lingüística cultural, histórica, completamente impermeable a la experiencia subjetiva de nuestro cuerpo sexuado.
En cambio, la propuesta teórica de la mayor parte del feminismo anglosajón fue precisamente esta: desligar el sexo natural de la construcción cultural identitaria, estereotipada. Por una parte el sex, por la otra el gender. Natura contrapuesta a cultura, donde la lucha política consiste en transformar las construcciones históricas, que se entienden exclusivamente como lingüístico-culturales.
Por cierto que desde el comienzo nos juntó la lucha política contra los estereotipos, pero la posición teórica de la que parto, desde el pensamiento de la diferencia, es que el cuerpo sexuado está inscripto por palabras y por lo tanto no es objetivo. En efecto, es un cuerpo viviente, no un cuerpo objeto, afuera de mí. Y por el otro lado, la experiencia del cuerpo tiene efectos sobre el lenguaje. Entre cuerpo sexuado y lenguaje hay porosidad; es decir, se influencian recíprocamente. Lo que es fundamental es cómo se dispone este lazo que parte de una experiencia subjetiva del cuerpo viviente, un cuerpo no reificable en forma objetiva.
¿Por qué separar tan netamente el sexo biológico de los estereotipos lingüísticos? Nadie en el feminismo continental europeo había sentido esa necesidad. ¿Por qué? Pienso que en el fondo puede haber, otra vez, una cuestión de lengua madre. La lengua anglosajona no posee femenino o masculino en los sustantivos y en los adjetivos. La luna, como sustantivo, no es ni femenina ni masculina. La ventana no tiene sexo. El sexo pertenece solo a los animales y a algunos vegetales. Es decir, el sexo en inglés es biológico. Luna y ventana no son vegetales o animales, entonces no tienen nada que ver con el sexo.
Sabemos que la lengua inglesa, al no tener como posibilidad la declinación femenina o masculina, se encuentra entonces con la necesidad de significar elementos femeninos y masculinos a través de signos lingüísticos no gramaticales, que deben salpicar a los sustantivos. Así, sucede que la palabra “mujer”, en inglés, es -como todas las demás- un término neutro, ni masculino ni femenino. Y por lo tanto lingüísticamente la mujer no tiene sexo. El sexo es algo agregado, extrínseco al nombre sustantivo. Por esto es que, culturalmente, la mujer se puede desenganchar fácilmente del sexo biológico. En nuestras lenguas romances, en cambio, es al revés: todo está sexuado, desde el frasco de la mermelada hasta la madera de la mesa. Hay un lazo interno en nuestra lengua materna entre un nombre y su sexuación. Como digo a menudo -obviamente, no lo digo solo yo-: la gramática trae consigo una metafísica.
Sabemos que la alianza entre el feminismo norteamericano y el europeo era y es muy fuerte. El compromiso político que tenemos en común es mayor que las diferencias. Y por eso, en ese entonces no se le dio demasiada importancia a esta diferencia teórica respecto a sex y gender. Pero esa diferencia tuvo mucho desarrollo en el tiempo que siguió y hoy sentimos las consecuencias. Por todo esto, por ejemplo, en el mundo de lengua anglosajona, una mujer a veces siente que debe agregar, para decir que es una mujer: “soy una mujer de sexo femenino”. Eso, en nuestra lengua, es un absurdo.
El debate sobre la palabra gender siguió avanzando y tuvo sus articulaciones, al punto en que hoy hay algunas interpretaciones del término gender que se contraponen con otras. Nos encontramos frente a diversos significados que se contradicen o se deslizan semánticamente de uno al otro. Todo esto creó no pocas confusiones, que crecen por el hecho de que la palabra gender está cargada de elementos teóricos distintos de los que contiene la palabra italiana genere [o la española género], incluso si genere [o género] son las traducciones de gender. Sabiendo que no podré ovillar completamente esta madeja, aporto algún elemento más: examinemos otros usos de la palabra gender en el debate anglosajón que heredó la cultura italiana, a partir de la distinción sex y gender de la que ya hablamos.
Algunas estudiosas introdujeron el término gender como una concepción eurística, donde gender se utiliza para visibilizar la presencia de un pensamiento de mujeres en áreas de investigación que, hasta cierto momento histórico, se consideraron neutras, como por ejemplo la historia. Me refiero acá al famoso ensayo de Joan Scott, “Género, una categoría útil de análisis histórico”. Incluso en la ciencia se usó la misma palabra, gender, para mostrar, en clave feminista, la diferencia de las investigaciones realizadas por las mujeres en los laboratorios. En este sentido es importante el trabajo de Evelyn Fox Keller “Sobre el género y la ciencia”. Estas pensadoras quisieron mostrar cómo era posible relatar de nuevo la historia y el modo de hacer ciencia, buscar otros documentos, otras fuentes diferentes de las masculinas falsamente neutras, y mostraron que las mujeres estuvieron presentes y aportaron un saber en sintonía con su propia experiencia. De parte de las historiadoras, de las filósofas de la ciencia, de las teólogas, etc., el género (gender, para estas estudiosas) se usa como una categoría eurística que compromete la subjetividad de quien la emplea. Los dos trabajos que cité son, en este sentido, emblemáticos.
Quienes introdujeron esta categoría para visibilizar la presencia de las mujeres y su fértil modo de estar en disciplinas como la historia, la ciencia, la teología, etc., la propusieron y lo hicieron, en el plano teórico, en relación con un compromiso subjetivo que consideraron indispensable. En otras palabras: hay que entrar en la disciplina en tanto mujer que realiza esta precisa y específica investigación, mostrando cómo todo eso la toca y la transforma. Precisamente esta dimensión eurística subjetiva muestra la diferencia respecto al uso de la categoría gender (o género), que hoy se emplea descriptivamente, en particular en las ciencias sociales, adonde se la considera como un instrumento conceptual objetivo.
En cierto sentido, la investigación en las ciencias sociales y, más en general, en las ciencias humanas, que utiliza gender (o género) de modo objetivo, recae en los estereotipos más inmediatos y acríticos acerca de las palabras “mujer” y “hombre”, porque no problematiza la categoría lingüística que usa. “Mujer” y “hombre” se emplean, en efecto, simplemente para categorizar datos que tienen que ver con la diferencia entre mujeres y hombres en diversos campos de investigación disciplinaria: sobre todo en las investigaciones de sociología empírica, pero también pienso en las de la medicina. En particular, en la medicina “de género”, que justamente en estos días siempre está más presente; por ejemplo, género se utiliza en la pandemia para diferenciar objetivamente la respuesta inmunitaria de las mujeres en comparación con la de los hombres.
En esta última acepción, el término género (gender) se usa para calificar investigaciones académicas que requieren la objetividad de la investigación empírica, y que pueden ser realizadas indiferentemente por mujeres y o por varones, pues se trata de recoger datos sobre comportamientos o especificidades de hombres o mujeres, sin que esto implique un compromiso subjetivo sexuado. Esto indica que, en estos estudios, “género” se volvió una categoría completamente neutra.
Las disciplinas humanísticas como la sociología, la psicología, etc., tienen un acopio de investigaciones de este tipo. Esto ocurre además porque los financiamientos europeos a las investigaciones universitarias privilegian las cuestiones de género, pero el término se tomó de la cultura anglosajona y trae consigo las distorsiones objetivantes que acabo de describir. No hay nada malo en estas investigaciones, salvo que son neutras; desaparece completamente el valor eurístico sexuado que implica un compromiso subjetivo personal, ese que sí está presente en la propuesta teórica de Joan Scott o de Evelyn Fox Keller.
Hoy el concepto gender tiene otra acepción, esa que más apropiadamente aparece en la expresión
-siempre inglesa- transgender (transgénero) como puesta en crisis de los géneros, es decir, del binarismo estereotipado. Me interesa políticamente, porque el uso que se hace de esta acepción es deconstruir -en el mundo anglosajón- el dispositivo del género cultural –gender-, es decir, el de la identidad. Esta empresa se emparenta con la deconstrucción que operó el feminismo de la segunda ola. Pero es menos claro hacia dónde se orienta el transgender. Hay mucho que pensar en ese terreno pero es una investigación en proceso de formación, que nace de raíces culturales distintas de la mía, aunque la observo con atención por el aspecto existencial de experimentación subjetiva que tiene y propone, en algunos casos.
2.
Presentaré ahora algunas líneas fundamentales del pensamiento de la diferencia, para explicar desde dónde hablo y cuál es mi postura, que se posiciona de modo crítico frente a la teoría que se funda sobre la distinción sexo/género, sex/gender, así como es crítica en relación con el concepto identidad de género. Sin embargo, antes quisiera decir por qué me interesan este encuentro y este ciclo que propuso el Circolo della rosa. El pensamiento de la diferencia comparte con otros movimientos políticos el hecho de haber puesto en el centro de la cuestión la propuesta de un pensamiento y un actuar que se relacione en una ronda constante con el significante abierto de la sexualidad. Tenemos diferencias precisas, ya conceptuales, ya de experiencias propias, con el movimiento LGBTQI, pero también tenemos en común una apuesta: desarrollar un pensamiento a partir de la sexuación. Esto permite abrir la posibilidad de alianzas políticas que partan de la base de aclarar tanto las categorías conceptuales que adoptemos, como las prácticas que asumamos en el campo de acción.
La comunidad filosófica femenina Diotima nació exactamente con la intención de hacer interactuar pensamiento y sexualidad. Este fue su inicio y desde ahí se desarrolló. Por eso me interesan los movimientos que actúan desde ese mismo impulso, incluso si lo hacen por caminos diferentes y que a lo mejor entran en conflicto con los nuestros. Por cierto, siento con esos movimientos una afinidad mucho mayor que la que siento con quienes practican el pensamiento neutro o quienes, como mucho, visten sus discursos con la declinación del masculino y el femenino (escriben “la estudianta y el estudiante”, “la ministra y el ministro” [o les médiques]) pero no presentan en sus planteos ningún desequilibrio real ligado a la sexualidad.
En la Comunidad Diotima, trabajando desde el pensamiento de la diferencia sexual, nosotras también hemos partido de una crítica contra el binarismo estereotipado del ser mujer como algo contrapuesto al varón, y afirmamos la posición de que nosotras podemos encontrarnos en el hecho de que compartimos el sufrimiento de la diferencia sexual, en términos subjetivos. Este es un sufrimiento de las mujeres, y por eso es asimétrico. Un sufrir en el sentido pasivo, por el cual soportamos el estereotipo de eso que el sentido común y los medios masivos dicen que somos las mujeres. Eso que afirman nos pesa de un modo increíble.
Recuerdo a una mujer, en Padua, que discutió conmigo en una conferencia pública; me decía que ella se había vuelto mujer cuando un hombre la había vuelto mujer. En sus palabras había un cariz tan profundamente sexuado, pero al mismo tiempo tan carente de libertad, que no supe qué decirle. Porque yo cargaba sobre mí el peso de lo que ella decía. Incluso si lo que decía no tenía nada que ver con mi propia experiencia, me tocaba profundamente. Y por esto siempre sentí que orientarse hacia la libertad femenina es un eje que solamente puede encontrar su génesis y su mediación a partir de otras mujeres, y no de otros hombres. Y que luchar por la libertad femenina es algo que le concierne también a esa mujer que conocí en Padua, o a otras mujeres entre las cuales también me incluyo, desde mi parte no libre, la que llevo adentro y que está aquí toda para ser interpelada.
Ahora bien, el sufrir la diferencia sexual, como escribimos en el primer libro de Diotima, El pensamiento de la diferencia sexual, tiene, además del lado pasivo de soportar los estereotipos, también el lado activo de una pasión a través de la diferencia: la diferencia entendida como interpretante libre de la realidad, donde el ser mujer no es un contenido ya significado sino un significante vacío, que se concibe como primer paso para una experimentación viviente de lo que significa ser mujer, algo que no conozco de antemano y que me guía, algo frente a mí cuyo contenido ignoro y que compromete toda mi vida.
Voy a partir de lo que considero el primer paso del pensamiento de la diferencia: Carla Lonzi escribía, en Escupamos sobre Hegel: “La mujer no se halla en una relación dialéctica con el mundo masculino. Las exigencias que viene clarificando no implican una antítesis, sino un moverse en otro plano. Este es el punto en el que más costará que seamos comprendidas, pero es esencial no dejar de insistir en él.”
Concretamente, ¿qué aporta esto a nuestra vida como mujeres? Que no encontramos el sentido de nosotras mismas en la diferencia (o en la complementariedad) con los hombres. Y tampoco en las definiciones de género que prescriben “la mujer es así, en cambio el hombre es asá”. Por lo tanto, siguiendo a Carla Lonzi, no hay relación dialéctica con el mundo masculino, nos movemos sobre un plano a-dialéctico, asimétrico, y por ende autónomo.
Frente a esto propone Lonzi: “Hagamos todas las operaciones subjetivas que nos procuren espacio a nuestro alrededor. Con esto no queremos aludir a la identificación: esta tiene un carácter obligatorio masculino que destroza el florecimiento de una existencia y la tiene bajo el imperativo de una racionalidad con la que se controla dramáticamente, día a día, el sentido del fracaso o del éxito.” Lonzi no habla de identidad ni de identificación como mujeres, sino de la acción práctica de construirnos un espacio a nuestro alrededor. ¿Pero cómo? ¿Cómo moverse en una dimensión autónoma, no dialéctica, asimétrica, en cierto sentido autorreferencial, y sin otros significados sobre lo que es ser mujer que estén a nuestra disposición?
Para esto es fundamental la relación política con otras. Con algunas, no con todas. Con las que sentimos que tienen una intención política en la experimentación de la diferencia. Una relación que se dé en contextos históricos que se van creando de a poco, y de contexto en contexto; sin organizaciones instituyentes y movidas por el deseo de encontrar elementos que conduzcan a comprender el mundo y a comprendernos a nosotras mismas en relación con el mundo. En general, entonces, prácticas de relación política a través de pequeños grupos, en relación con otras mujeres, para leer la vida y el sentido de la subjetividad en devenir. En este sentido las prácticas políticas entre mujeres constituyen la condición de posibilidad para “hacer todas las operaciones subjetivas que nos procuren espacio a nuestro alrededor”. Las prácticas políticas abren un espacio para que nosotras seamos allí en relación, sin que se deba producir definiciones en modo identitario, o con un significado fijo. Son las prácticas políticas (las relaciones, la disparidad, el partir de la experiencia y ponerla en palabras) las que permiten abrir el espacio de descubrimiento del significarse subjetivamente, en un proceso de experimentación de nosotras mismas y de la relación con las otras y con el mundo, que dura, en los hechos, toda una vida.
Insisto en que las prácticas políticas son las condiciones de posibilidad para poder emprender un viaje experimental, no identitario, en ciernes, sustrayéndonos de definiciones y de significados. En otras palabras: prácticas relacionales para oponernos al hecho de que ninguna o ninguno puede decirnos qué cosa deba ser o no deba ser una mujer, y para poder caminar libremente por un camino que no sabemos a dónde nos llevará.
Nosotras estamos acá, somos sujetos encarnadas. Tenemos una posición precisa, desde la que hablamos. Una posición asimétrica, por ende desequilibrada, no binaria. El binarismo presupone que nosotras miramos la situación desde el exterior, desde afuera, con una mirada que sobrevuela, como si nos fuera posible observar nuestra singularidad de ser mujer desde un afuera, y poner eso en confrontación con otras posiciones. Pero esto no es posible. Estar encarnadas significa que no existe ninguna mirada objetivante desde un “afuera”. Nadie está en la posición de un Dios que todo lo mira, que -por des-encarnado- es omnividente. Nosotras estamos en relación y somos en/de esas relaciones, de ellas participamos desde nuestro interior y con nuestro cuerpo. La encarnación significa que no podemos salir de estas relaciones que nos constituyen y que, por ende, el binarismo es algo abstracto en su simetría objetiva. Yo hablo, entonces, a partir de esta posición encarnada. A partir de la experiencia.
Ser mujer es la posición simbólica desde la cual yo hablo; es una posición que no elegí. Es una posición relacional desde su inicio, porque tiene que ver con la relación con mi madre. Nací, en efecto, como todes, ya dentro de algo que yo llamo una cuna de palabras y está entretejida con mi cuerpo. Desde el comienzo nuestra madre nos pensó, incluso antes de que naciéramos, y nos pensó con fantasías e imágenes de la criatura por venir, que éramos nosotres. Y luego siguió pensándonos, interactuando con esa singularidad nuestra que aparece en el momento de venir al mundo.
Por ende tengo, como todes, una historia y una genealogía. Mi madre deseaba una niña y al nacer, sin quererlo, fui al encuentro de su deseo.
Mi madre solía decirme: “fuiste una nena buena hasta los diez años; después, ya no.” Me pregunté muchas veces qué quería decir que después no fui más buena. Es evidente que, sin saberlo, yo no correspondí más al deseo de mi madre. Este es el momento en el cual la vida de aquella hija que fui, envuelta por las palabras de la madre, se desvió de ese deseo.
Pero esto que cuento sucedió exactamente así para la mayor parte de ustedes. Cada une, a un cierto punto de la vida, siguió su propia vida deseante, y de modos diferentes nos sustrajimos a los deseos de nuestras madres y padres, frecuentamos caminos imprevistos. Seguimos una senda de libertad que nos puso en conflicto con ellos, en desacuerdo, pero para experimentar algo nuevo y diverso que sentíamos propio. Por eso entiendo bien a les adolescentes que entran en conflicto con la primera cuna de palabras en la que nacieron -y fueron pensades, deseades, imaginades por una madre y también por un padre-: eligen caminos diferentes de los sueños y de las palabras de sus ma-padres. Esos caminos les otorgan el sentido de la libertad.
Entonces, digo y subrayo esto que estoy por decir: fue una fortuna que aquella cuna de palabras haya existido, incluso si después nos sustrajimos a ella. Es una cuna de palabras que nos dio raíces de las que luego nos desatamos, para ir a otra parte. Agradecemos haber tenido aquellas palabras, porque esto nos permitió luchar por un camino de libertad y de experimentación subjetiva. En cambio, sin palabras afectivas que nos dieron raíces, sin la imaginación de una madre sobre su hijo o hija por venir, luego no hubiéramos tenido la base para descubrir cuál era nuestro deseo singular, que si pusimos en foco, fue a través del proceso de diferenciarnos del deseo de nuestros ma-padres sobre nosotres, y buscando otro. Es una suerte que tengamos una historia a las espaldas, que tengamos raíces y no nos construyamos en el vacío. Es precisamente esta condición enraizada la que nos dio la posibilidad de seguir el deseo.
Para el psicoanálisis, una de las causas de la psicosis de un hijo o hija es una madre incapaz de pensar la criatura que va a nacer, de imaginarla. Menos dramáticamente, diría que la pretensión de cancelar estas raíces, hacer como si no hubieran existido, significa impedirse elaborar los aspectos de sufrimiento que implicaron (además de habernos dado seguridad y confianza). Significa no comprender que nuestro cuerpo es un cuerpo hecho de signos de palabras afectivas, antes que nada de una madre.
Avanzando ya hacia el final de mi intervención, quiero polemizar con dos posiciones que están presentes en el feminismo, y después con una tercera, que le atañe al movimiento LGBTQI.
La primera es la siguiente: estoy completamente en contra de considerar el cuerpo como algo reductible solamente al sexo biológico, natural, Precisamente por el hecho de que nacemos al mundo y a la palabra al mismo tiempo, encuentro equivocado reducir ser mujer al sexo biológico. El cuerpo no es algo objetivo que está afuera de nosotres y posee un sexo determinado, como si nosotres estuviéramos en otra parte diferente y lo observáramos. Somos cuerpo viviente, abierto y en relación con las otras personas. Nacemos en relación. No somos un cuerpo desnudo, objetivo, con un sexo, cerrado sobre sí mismo. A partir del cuerpo viviente relacional, la sexualidad no se puede reducir a un órgano, la sexualidad no se puede reducir al sexo, sino que es placer de todo el cuerpo en una relación constitutiva. La sensualidad excede al cuerpo sexuado.
Paso a la segunda crítica: el feminismo que lleva la política al nivel de la normativa lingüística, y reduce el sexo a las definiciones discursivas, es tan reductor como el que acabo de criticar. Es un feminismo que considera que el conflicto más importante está en el plano de las definiciones y que se trata de ampliarlas y multiplicar así las posibilidades de inclusión. Yo hablo -y no solo yo-, en cambio, de porosidad entre naturaleza y cultura, a partir de un cuerpo viviente que es relacional desde su nacimiento, está inscripto con palabras afectivas ya antes de que tengamos consciencia de eso. La sexualidad es solamente uno de los aspectos de la sensualidad y del placer, que es mucho más y que vuelve porosos los límites entre los cuerpos. El modelo heterosexual tradicional sacrifica, precisamente, este infinito gozar sensual del cuerpo viviente en toda su complejidad, porque se concentra solo sobre una parte del cuerpo, a la que además objetiva.
No critico solamente estas dos posiciones feministas, radicalmente diferentes pero en los hechos complementarias, sino que critico también una posición teórico-política de fondo en el movimiento LGBTQI: la que parte de la crítica a la heterosexualidad normativa, encarnada por el hombre blanco adulto occidental. El hecho es que incluso si critica ese modelo -crítica que comparto-, el error de esta visión LGTBQI es tomarlo como centro para definir, a partir de él, las diferencias. En otras palabras: a partir del hombre blanco adulto heterosexual se definen, por diferencia: la mujer blanca heterosexual, la lesbiana, el hombre gay, la/el trans en transformación de hombre a mujer o de mujer a hombre, la persona queer, intersexual, etc. Estas serían todas diferencias respecto del hombre heterosexual blanco occidental, estarían todas en el mismo plano. Y no solo esto, además todas estas diferencias se presentan como minorías respecto de este hombre blanco, adulto, heterosexual. Y sobre la base del hecho de que son minorías, se juntaron en una práctica política centrada en el reclamo de una protección, un reclamo dirigido a las instituciones públicas y que se expresa en una serie de derechos: los derechos que exigen estas minorías para poder protegerse a sí mismas en su “minoridad”.
El feminismo de la diferencia, pero también otra gran parte del feminismo, rechaza el hecho de que las mujeres sean una minoría, y rechaza el concepto de protección o tutela. Un slogan feminista muy conocido fue: “De las mujeres, la fuerza de las mujeres”. Y por cierto, nuestra fuerza no proviene de la institución pública.
Es justamente el concepto de minoría y la autopercepción de sí como minoría lo que se vuelve invalidante, lo que está equivocado. Más bien se trata, creo, de llevar la riqueza de las propias experiencias a la visibilidad y al intercambio en el mundo de todes, y confrontarla con las experiencias de las otras personas. Es decir, realizar la apuesta política de crear una forma de vivir desde el compartir las experiencias diferentes. Y desde esta postura, sí, claro, hacer pedidos a las instituciones, pero sobre la base de esta riqueza simbólica que sabemos que estamos llevando como novedad al mundo general que compartimos. Un mundo que se vuelve más rico, precisamente, por la presencia y la cultura que expresan las mujeres en sus relaciones entre sí.
Del mismo modo, pienso en un mundo posible más rico por la presencia de sujetos LGBTQI. Pero es a estos sujetos LGBTQI a quienes les toca mostrar su riqueza, indicando ese plus para el bien común que pueden traernos. Este es un consejo que siento que puedo darles.
Es lo que aprendí del pensamiento de la diferencia, me parece que el movimiento LGBTQI lo podría retomar. Se trata de crear un estilo de habitar el mundo, de transformarlo con fuerza creadora. Este paso político, puesto en acto por las mujeres del feminismo de la diferencia y de la mayor parte del feminismo, puede ser retomado incluso con ventaja por otros movimientos.
En cambio, me parece una forma de mutilación definirse como minoría y pedir protección, en lugar de aportar su propria y rica experiencia, hacerla circular y desde allí sacar la fuerza que luego sea reconocida en forma de derecho.
Traducción: Elsa Drucaroff
1 Los corchetes son agregados míos (N.d.T).
2 Scott, Joan. “El género, una categoría útil para el análisis histórico” (1986). Revista Del Centro De Investigaciones Históricas, (14), 9–45. Recuperado a partir de https://revistas.upr.edu/index.php/opcit/article/view/16994
3 Pueden leerse fragmentos de este famoso trabajo acá: Fox Keller, E. (1). Reflexiones sobre género y ciencia (fragmento). Asparkía. Investigació Feminista, (12), 149-153. Recuperado a partir de
https://www.e-revistes.uji.es/index.php/asparkia/article/view/891
4 Copié la traducción de este fragmento de Lonzi de la edición de Escupamos sobre Hegel publicada por Tinta Limón Ediciones (Bs. As., 2017. p.60), con prólogo de Verónica Gago y Raquel Gutiérrez Aguilar. Pero esta cita que transcribe Zamboni no se comprende sin reponer su contexto, aunque sea en un resumen necesariamente breve e imperfecto: Carla Lonzi la escribe luego de mostrar, con diferentes ejemplos, cómo el pensamiento masculino desprecia que las mujeres estén en una posición diferente de lo que se considera “lógica”, “realismo”, “objetividad”; es decir, diferente de los valores que son esenciales en una sociedad masculina que ensalza el dominio sobre la naturaleza, celebra la posesión y la guerra. Las mujeres, por estar mayoritariamente excluidas del protagonismo público, tienen potencialmente la capacidad de inventar, poner en juego, perspectivas alternativas. Esta capacidad, en el caso de que se exprese, sufre la desacreditación masculina porque es molesta, ya que clarificar cuáles son las exigencias viriles. Por esto Lonzi -leyendo cuidadosamente el lugar que da Hegel a las mujeres- sostiene que nosotras no tenemos una posición simétrica respecto del hombre, no somos la antítesis de esa tesis que serían ellos, nos movemos en otro plano. (N.d.T.)
5 Vale la pena completar el párrafo de Lonzi, acá interrumpido: “El hombre se halla vuelto sobre sí mismo, sobre su pasado, sobre su finalidad, sobre su cultura. La realidad le parece agotada, buena prueba de ello son los viajes espaciales. Pero la mujer afirma que la vida, para ella, sobre este planeta, aun está por iniciarse. Ella es capaz de ver allí donde el hombre ya no ve nada.” (Ibidem, p. 63)
6 Delle donne la forza delle donne fue un slogan feminista muy conocido en Italia durante la segunda ola.