¿Hubo una guerra en la Argentina? (*) // Luis Mattini

La palabra guerra viene del antiguo germánico wërra y significaba «querella». Con el tiempo fue adquiriendo diversos matices pero, en todo caso, se admite como un conflicto no posible de resolver pacíficamente. Esto sea dicho no para alardear de sapiensa lingüística sino para empezar señalando las dificultades de todo intento de empezar la discusión por la vía de las definiciones. Por lo demás, si nos dirigiéramos a las explicaciones específicamente militares nos encontraríamos con idénticas dificultades. Para un mariscal como Montgomery, por ejemplo, las luchas independentistas americanas dirigidas por generales como Washington, Bolívar o San Martín, no fueron «propiamente guerras».

Desde luego para nosotros no es una cuestión semántica, ni académica, ni de curiosidad histórica. Es importante analizar por qué el estado de la Argentina de los setenta se volvió terrorista a punto tal que inauguró en la historia moderna un método represivo inédito con una nueva categoría jurídico-política internacional: el desaparecido, palabra ésta que hoy se usa en español y en muchas lenguas. Pero el análisis y el debate deben tratar de evitar que las consecuencias de las conclusiones condicionen a las hipótesis o, dicho de otro modo, que las respuestas se antepongan a las preguntas. Precisamente, por anteponer amañadamente la respuesta a la pregunta, cierto abogado, alimentando la teoría de los dos demonios, explica que el estado «había perdido la razón». El estado se habría «vuelto loco» en manos de unos locos militares.

Por su parte, los militares, que no tienen nada de locos, ni de irracionales, han sido claros y en la definición bélica basan toda la justificación del terrorismo de estado. Para ellos no sólo hubo una guerra sino que la misma formaba parte de la «tercera guerra mundial»; la forma que el comunismo se iba imponiendo en el mundo. En las condiciones sociopolíticas de la Argentina de los años sesenta habría surgido el «demonio» subversivo y en la represión al mismo se habrían cometido «excesos».

Ahora bien, desde el campo popular se niega la existencia de esa hipotética «guerra», pero no como conclusión sino a priori, con el objetivo de quitar argumento a los militares. Considero esto un serio error y una lamentable demostración de derrota ideológica, al menos una respuesta a la defensiva. De hecho, con esta actitud se está admitiendo que en caso de que hubiere habido guerra, dicha situación habría justificado los secuestros, las desapariciones, las torturas, el rapto de niños, etcétera. Con el mismo criterio se podrían admitir los crímenes de guerra de los nazis (estaban en guerra), de los norteamericanos en Hiroshima o Vietnam y la larga lista de genocidios de este siglo y los anteriores sin olvidar los recientes bombardeos de la OTAN a Yugoslavia. Pero llevado a su expresión más concreta y cotidiana, ello admite que una persona por ser subversiva al sistema dominante pierde los derechos humanos.

Porque si bien es cierto que la definición de guerra o no guerra es discutible, lo que no puede negarse es que había una activa actitud subversiva en gran parte de la población que rechazaba el tipo de país que se estaba imponiendo. Miles de personas éramos subversivos y afortunadamente muchos lo seguimos siendo, es decir rechazamos este modelo de país y de civilización y sin embargo hoy no emprendemos acciones bélicas.

El estado tiene la función inmanente de su propia naturaleza de reprimir toda intención de alterar el orden constituido, la acción subversiva y, como suele decirse grandilocuentemente, «con todo el peso de la ley». Esa fue la guillotina, inventada por el racionalismo francés. Instrumento para que «se cumpla la ley». Todos los estados son, entonces, por definición, represivos. La represión va desde la coerción económica o burocrático-cultural pasando por las «fuerzas de seguridad interna» hasta el propio ejército nacional según lo exija la correlación de fuerzas. En tal sentido, si no fuera una gazmoñería típicamente argentina, es ridículo pensar que con leyes se puede «garantizar» que fuerzas armadas que no pertenecen al ministerio del interior participen en determinadas condiciones de la represión.

Sin embargo es preciso diferenciar, por así decir, el «derecho natural» del estado en donde la represión contiene incluso un alto grado de brutalidad y crueldad del terrorismo de estado. Esta diferenciación no se propone establecer calificativos de mayor o menor dolor sino examinar los efectos sobre la población y sus resultantes. Porque lo que define al terrorismo de estado no es el grado de crueldad. Si se me permite un parafraseo diría que la represión tradicional del estado a la insubordinación de sus súbditos se corresponde a aquello de: «la guerra es la prolongación de la política por otros medios», mientras que el terrorismo de estado sería algo así como la prolongación de la guerra por medio de la política. El terrorismo de estado es una política con un conjunto planificado de contenidos, sociales, económicos y culturales, llevada a cabo por medios terroristas a veces encubiertos en acciones bélicas «regulares». Podría aventurarse que es una nueva forma de guerra. 

Y mas aun; proyectando la idea podríamos afirmar que así como se ha establecido esa categoría terrorismo de estado como novísimo método represivo, los bombardeos «quirúrgicos» de la OTAN a Yugoslavia podrían ser calificados de terrorismo de potencia.

Pero esto nos saca del temario, volvamos. Las protestas sociales como expresión primarla de la lucha de clases se desarrollan por un terreno que generalmente empieza a ser aquel que va de los estrictamente legal hacia zonas fronterizas con la legalidad y con mucha frecuencia hasta forzar o entrar directamente en la ilegalidad. Mediante esa puja, legítima dentro de la lucha política, precisamente se pueden modificar las leyes. Algo que era ilegal pasará a ser legal. Que se modifiquen las leyes o que se «aplique todo el peso de la la ley» no es cuestión jurídica sino de tensión de fuerzas. Es la política.

Cuando los conflictos entran en determinado nivel de desarrollo sin solución pacífica aparece la opción armada, la cual asumirá formas organizadas siempre que existan sujetos políticos dispuestos a llevarla a cabo. Esto es una constante histórica. «La guerra como continuidad de la política». Pero es poco pensable una expansión de la lucha armada sin la existencia de la base histórico-cultural y de la coyuntura económico-política. La violencia estructural de los años sesenta exacerbada por la crisis política crónica, si bien creaba condiciones favorables para el surgimiento de la lucha armada, no fue su iniciadora ni mucho menos. Este es el debate fundamental y la explicación que debemos a las nuevas generaciones los protagonistas sobrevivientes. Explicar que aquella violencia política, en donde la lucha armada propiamente dicha era una de sus formas, no fue la expresión espontánea de masas desesperadas por la miseria y la marginacion, sino una opción política en el sentido clausewitziano, conscientemente adoptada por una parte de la juventud, trabajadores y estudiantes que gozaban de una, quizá modesta, pero aceptable situación económica y que, por eso mismo, empezaron a sentir como propia la bofetada en el rostro de los demás. Un proyecto de cambio que incluía, en aquella coyuntura (dictaduras militares o «estado policial» mediante) el uso de la fuerza para imponer un rumbo distinto al que los poderes dominantes imprimían al país.

Porque hay que recordar que el recurso de la violencia como manera de resolver el conflicto político, fue lógica común a lo largo de dos décadas, tanto en las Fuerzas Armadas y los centros del poder que la sustentaban bajo la Doctrina de la seguridad nacional, como en las organizaciones guerrilleras y en una considerable parte de la población bajo la consigna de «responder con violencia revolucionaria a la violencia reaccionaria.»

Ahora bien, efectivamente existían en el país «grupos subversivos», particularmente los de formación marxista, quienes, como tales, es decir como marxistas consecuentes, sostenían una visión internacional del proceso histórico concibiendo la revolución «nacional por su forma, internacional por su contenido» y, en cierta forma, se inscribían en la llamada «tercera guerra mundial». Supuesta «guerra» en la cual, por cierto, el principal hipotético temido agresor, la Unión Soviética, no tenía las más mínimas ganas de participar y no sólo no apoyaba a los subversivos, sino que hasta en muchos casos colaboró para su dispersión, por acción u omisión. Pero ni la situación social, ni la crisis política, ni la proscripción al peronismo hubieran sido suficientes para posibilitar el surgimiento de las organizaciones armadas de no haber mediado el golpe de estado de 1966.

El golpe de estado de 1966 tiene poco que ver con los anteriores golpes de estado. Este se inspira en la Doctrina de la seguridad nacional. Y a su vez, esta doctrina —cuyas raíces datan de 1957, antes que existiera la revolución cubana— es, en el caso de los argentinos, de una precocidad únicamente explicable por ese rasgo nacional que nos hace ser frecuentemente más papistas que el Papa. Pero el trazo distintivo fue su carácter preventivo del cual se desprenden políticas que luego actuaron como profecías cumplidas. En efecto: como consecuencia de las acciones represivas preventivas de la dictadura del General Onganía, irrumpen los grupos subversivos con lo cual se cumplen las prevenciones de la Doctrina de la seguridad nacional. El enemigo estaba encubierto y ante la acción de las fuerzas del bien se ve obligado a desenmascararse. Sin embargo, persisten las dificultades porque ese enemigo sabe mimetizarse con la sociedad, especialmente entre los políticos y los “idiotas útiles», entre los comunistas disfrazados de cristianos y de peronistas.

Es decir, para la lógica de la Doctrina de la seguridad nacional, la acción represiva no engendra reacción de las masas postergadas como «caldo de cultivo» del comunismo inter- nacional, sino que desnuda, pone al descubierto aquellos sectores que son la punta de Ianza, las avanzadas del «enemigo». Por eso la aplicación de la Doctrina de la seguridad nacional, por lo menos en el caso de Argentina, fue preventiva y como parte de una cruzada mundial contra el comunismo. Es asaz probable que nunca imaginaron que aquel sistema socialista mundial se derrumbaría mucho después pero por una vía inesperada.

Mientras tanto, la resultante fue a la inversa: la guerra como prolongación de la política iniciada con la «Noche de los bastones largos» engendró esos estallidos sociales que la elocuencia popular calificaría con los sufijos «azos»: El Correntinazo, el Rosariazo, etc., para llegar a su apogeo en el Cordobazo. Y de estos estallidos sociales emergieron los grupos armados, los cuales si bien estaban en la mente y en los intentos de ligas de avanzada, sólo pudieron concretarse y cobrar desarrollo después de los azos.

Y ahora podemos intentar una pregunta: ¿Si esto no es guerra, qué es?

Es posible pensar que el «Comunicado N° 1 de Campo de Mayo» (según dicen redactado por el pastor de la democracia Mariano Grondona) fue una declaración de guerra de hecho, por parte del bien llamado «Partido Militar» al adoptar y aplicar en forma precoz y fundamentalista la Doctrina de la seguridad nacional. Doctrina que implicaba no sólo un cambio cualitativo en las concepciones estratégicas de las fuerzas armadas, es decir la redefinición de las llamadas hipótesis de conflicto haciendo girar la direccionalidad hipotética de un eventual enemigo externo hacia adentro, hacia la propia población, sino que también contenía un cambio radical en el reglamento de combate a punto tal de invertirlo.

Expliquemos un poco esto: Tradicionalmente un ejército posee diversas armas. Algunas son específicamente de combate, pertrechadas, uniformadas e instruidas para el contacto directo con el enemigo. Otras son de apoyo, servicios u operaciones tácticas de diversionismo, espionajes y cosas por el estilo. Pero la fuerza principal que enfrenta al enemigo en primera línea es la infantería, a la que se denominaba con orgullo la «reina de las batallas». La infantería, al son de la música de Wagner, libraba batallas y ocupaba el terreno, clave para toda victoria militar. Eso era la guerra convencional, civil, nacional o internacional. Y si esa es la definición de guerra, pues aquí no hubo una guerra y cuando la hubo (en las Malvinas) no había infantería capaz de ocupar el terreno.

Pero, como dijimos, la Doctrina de seguridad nacional incorporaba otra concepción bélica en la cual el arma de combate tradicional pasaba a ser sólo decorativa, mejor dicho de apoyo y las que antes funcionaban como apoyo pasaban a ser las fuerzas de combate. Esto recién se lleva a cabo en 1974 a partir del Operativo Independencia en Tucumán y en todo el país cuando el general Videla asumió el monopolio del poder represivo a mediados del año siguiente, en pleno gobierno peronista, antes del golpe de 1976. Las unidades uniformadas sólo amedrentaban, ni siquiera presentaron combate a las magras fuerzas guerrilleras. Ocupaban escuelas, fábricas, edificios públicos, etc. Ocupación que no se lograba a costa de duros combates para desalojar un supuesto enemigo, simplemente porque la resultante principal de la aplicación de la Doctrina de la seguridad nacional fue la figura de países ocupados por sus propios ejércitos. Ni siquiera puede decirse que la ocupación era especialmente brutal. Por supuesto, era molesta, arbitraria, prepotente pero, en términos relativos, menos brutal que en otras oportunidades.

Porque la brutalidad estaba ejercida en las sombras por unidades que antes eran de apoyo y ahora pasaban a ser las verdaderas unidades de combate: en particular la inteligencia en sus diversas ramas. Digamos que el cambio se puede expresar por el hecho de que el Jefe de Inteligencia del Estado Mayor, cuya función tradicional era de servicio auxiliar, pasó a funcionar como Jefe de Operaciones y el Jefe de Operaciones a tareas auxiliares.

La infantería, aquella orgullosa «reina de las batallas», fue reemplazada por los grupos de tareas. Comandos bien entrenados, con funciones estrictamente compartimentadas, que actuaban sobre el «enemigo» aplicando la táctica del secuestro y la desaparición forzada en donde el saqueo, más allá de «excesos» puntuales en provechos personales, formaba parte de la doctrina bajo la figura de botín de guerra. El estado represor, cruel o sanguinario, pasó a estado del terror y de allí al terrorismo de estado, como lógica consecuencia de la aplicación precoz de la Doctrina de la seguridad nacional.

Si esto no es guerra, busquemos la palabra adecuada, pero no es simple represión por cruel que haya sido, ni simples excesos represivos. Es una categoría de dominación propia de este siglo y que se corresponde a determinado tipo de civilización; a la variante extrema de la dominación burocrático-anónima.

Intentemos algunas comparaciones para ayudarnos en la idea. El estado francés, modelo de crueldad cuando se trata de cumplir las funciones que le corresponden, es decir, defender el orden constituido, hijo directo del terror de la Revolución Francesa: Los comuneros de París fueron fusilados sin piedad y, como si eso fuera poco, sobre las cenizas del barrio insurrecto se construyó la Catedral de Montmartre como símbolo del triunfo eterno del poder. Aun así no puede considerarse terrorismo de estado. En la reciente guerra de El Salvador las cabezas de los guerrilleros en picas, los cuerpos fueron mutilados en magnitudes espantosas, pero aun así, eran conmensurables, visibles y hasta podríamos decir medibles. Uno podía aterrorizarse pero sabía lo que le podía pasar. La represión a los obreros de la Patagonia en 1922, bárbara y despiadada, con cientos de fusilamientos, tampoco era terrorismo de estado. Podemos incluso remitirnos a uno de los más terribles ejemplos históricos: el nazismo. Huelgan las palabras para calificar, no alcanzan los adjetivos de todos los idiomas, pero aun así no era terrorismo de estado. Era, sí, la dictadura terrorista. El partido a cara descubierta se asumía como Nación en el estado y aplicaba el terror visible, obvio, imaginable. Y a su modo, con la ley en la mano. Un rasgo característico, particularmente en el nazismo, era que cada sujeto, desde Hitler hasta el más mísero guardiacárcel sentía que obraba en nombre del estado, y en tanto hombre de estado ponía la cara, actuaba como tal. Otra característica del régimen nazi consistía en la identificación del terror con el hombre. Con sólo ver o pensar en Hitler bastaba para ponerse a temblar. Por su parte el Generalísimo Franco, tras la derrota militar de la República española dijo: «el peor error sería el perdón» y mandó a fusilar a miles de prisioneros.

Ése no era exactamente el efecto que causaba Videla con el agregado que las Juntas rotaban en el poder. La población podía entender «racionalmente» que el peligro venía del estado, concretamente de los militares, pero el carácter oculto producía un sentimiento de perplejidad, de miedos irracionales, el peor de los terrores  que la humanidad pueda soportar, el terror a lo desconocido. Porque la acción anónima y clandestina de los grupos de tareas, la ausencia de campos de concentración visibles, la ausencia de columnas de prisioneros, la acción principalmente nocturna, el anonimato, la compartimentación tanto por seguridad como por espíritu burocrático y sobre todo la desaparición sin rastros (o, peor aún, con rastros dirigidos) en total impunidad, creaban la sensación de un mal demoníaco, irracional, incomprensible, invisible, difícil de determinar de qué lado venía. Si a esto le agregamos los pusilánimes de izquierda que hablaban de «corrientes democráticas» o de apoyo a Videla para «cortarle el paso al pinochetismo«, el silencio de los demócratas, la complicidad de la prensa, el consenso de los pancistas al golpe de estado, tenemos un cuadro nuevo en la tradición represiva. Era terrorismo de estado, no por la dureza represiva, ni por la supuesta indiscriminación, sino porque era la aplicación sistemática de una política destinada a combatir a un enemigo imaginado (pero perfectamente determinado a la luz de los proyectos económicos) y cuyo contenido ponía especial atención al anonimato operativo y al destino desconocido de la víctimas lo cual es, como dijimos, una de las formas más siniestras del terror. Y es terrorismo de estado porque se basó en una doctrina apriorística que tenía que confirmarse como «profecía realizada», demostrando que el mal venía de afuera pero estaba inserto infectando la sociedad argentina ante el cual había que «cortar por tejido sano», como en un cáncer, eliminando millones de células sanas para extirpar el foco infeccioso.

Resulta evidente, pero de todos modos conviene aclarar, que esta comparación de los métodos represivos no pretende determinar mayor o menor sufrimiento por parte de las víctimas, no quiere decir que Videla era peor que Hitler, no entra en consideración sobre mayor o menor maldad. Sólo se hace a los efectos de comprobar mayor o menor eficacia en determinadas condiciones socio-políticas y las consecuencias posteriores.

Por eso no es adecuado discutir si hubo o no una guerra utilizando las categorías clásicas o precisando la semántica. En todo caso, si no hubo guerra en el sentido hasta el momento conocido: guerra mundial, nacional, civil, revolucionaria, etc., no fue por la falta de fuerzas beligerantes desde el lado revolucionario sino porque las Fuerzas Armadas del estado sorprendieron a los guerrilleros trocando el combate abierto por la acción terrorista.

En cambio es posible aventurar que entre 1956 y 1976 hubo una especie de guerra civil larvada. Un estado de confrontación política cargado de violencia, que en algunos períodos adquirió formas insurreccionales y acciones bélicas con la organización de contingentes de hombres y mujeres dispuestos a llevar adelante un proceso de lucha armada por un país distinto. Lo cierto es que en esa práctica violenta de la política y en las propias acciones armadas por momentos estuvo involucrada una gran parte de la población. Hecho éste que fue cardinal para la legitimación y el desarrollo de las organizaciones armadas. Y cierto es también que en determinado momento del desgaste de la lucha de clases, la lucha armada fue perdiendo consenso en la población hasta el punto en que las organizaciones armadas quedaron aisladas. Ése fue precisamente el momento del golpe de estado de 1976 con lo cual se derrumba el argumento principal del terrorismo de estado. Cuando el General Videla asumió el Poder Ejecutivo, las organizaciones armadas estaban técnicamente fuera de combate principalmente por razones de aislamiento político. La acción de los grupos de tareas operó primordialmente sobre el activo militante de las organizaciones populares de las cuales los grupos revolucionarios armados fueron parte.

Es evidente que la respuesta a la pregunta que titula este trabajo no es sencilla, por lo menos no es lineal. Como decía al principio me preocupa más la motivación de la argumentación que niega el carácter de guerra que saber si fue o no una guerra.

La guerra no justifica los crímenes y sin embargo la guerra legaliza el homicidio siempre y cuando se respeten normas acuñadas por la civilización burguesa establecidas en la Convención de Ginebra. Por eso en el caso que se considere que en la Argentina de los setenta hubo una guerra, los militares deberían ser juzgados bajo la acusación de «crimen de guerra». Y desde luego, para un juicio de ese tipo es «incompetente» la justicia ordinaria. Es un juicio eminentemente político.

Por otra parte, es un lugar común afirmar desde el propio campo popular que las organizaciones armadas al menos dieron «argumento» a los militares para justificar la acción represiva. Esa afirmación expresa una posición defensiva frente a los militares y los poderes constituidos y tiene un desagradable regusto a culpa, Porque es necesario insistir en el hecho de que la gran conflictividad social de los años sesenta no necesariamente se hubiera desencadenado en lucha armada (como si todo proceso fuera una especie de escalera ascendente que se autoalimenta sin intervención de los factores subjetivos: es decir sin la intervención del sujeto). Sobre dicha conflictividad social, en donde la lucha de clases sin definiciones creaba una crónica crisis política, los militares se constituyeron de hecho en Partido Militar y en 1966 dieron el golpe de estado preventivo aplicando prematura y en forma fundamentalista la Doctrina de la seguridad nacional. Para los revolucionarios la interrupción del orden constitucional presentaba una chance para establecer una línea de acción que buscara una ruptura revolucionaria. Dicho de otra manera, los grupos armados no se alzaron contra la dictadura militar para restaurar la democracia sino para transformar la «guerra» declarada por los militares al pueblo argentino, en revolución social. La chance o, para hablar en términos marxistas clásicos, el inicio de una situación prerrevolucionaria estaba dada y hubiera sido imperdonable no haber intentado transformarla en situación revolucionaria hacia la crisis revolucionaria que sacara de la indefinición seme jante momento en la lucha de clases. Para los revolucionarios ni la victoria ni la derrota por sí mismas son criterios de verdad. Visualizada la chance, la acción sobre la misma no está dictada por un cálculo especulativo de seguridad en el triunfo sino por una cuestión de ser o no ser. Por otro parte, como bien lo señalaba Jóse Saramago, la victoria y la derrota tienen una cosa en común: son transitorias.

Esto hay que decirlo sin tapujos ni eufemismos por respeto a la verdad histórica, por memoria de nuestros muertos y sobre todo porque es la explicación racional de los hechos. De lo contrarío parecería que unos chicos que salieron a protestar por un boleto de colectivo fueron secuestrados y desaparecidos por unos dementes salidos quién sabe de dónde, y por lo tanto todo intento de protesta traerá como consecuencia la masacre.

Porque haciendo abstracción de complejas consideraciones políticas, y deslizándonos sólo por el terreno militar, una de las grandes lecciones de esta tragedia, lección fundamental para el presente y el futuro inmediato, no pasa por considerar un error el haber intentado actuar frente a la chance sino por examinar las consecuencias de la cristalización de las doctrinas y los gravísimos peligros de las copias.

En efecto: si puede hablarse de una tradición militar revolucionaria clasista en la época del capitalismo industrial, aquello que en la década del sesenta se denominaba «ciencia militar proletaria» o «doctrina militar socialista», la generalización de la misma registra dos grandes períodos que se correspondieron a épocas y situaciones determinadas. La táctica insurreccional y la táctica de guerra popular o luchas guerrilleras. En las décadas del sesenta y el setenta ambas tácticas eran poco menos que antagónicas dentro de los paradigmas militantes.

La táctica insurreccional que se aplicó desde la Comuna de París en 1871 hasta la segunda guerra mundial, produjo nada menos que la revolución rusa, sacudió al capitalismo en gran parte de sus centros por las insurrecciones europeas y asiáticas, y llegó incluso a El Salvador en 1932.

La táctica de guerra popular prolongada se generaliza a partir de las luchas anticoloniales, las victorias en China, Corea y Vietnam y en nuestro continente adquiere total ciudadanía con la revolución cubana. Desde luego, desde el poder no se fueron a llorar por los rincones y se dedicaron a estudiar y aplicar tácticas contrainsurgentes durante todas esas luchas. La Escuela de las Américas regenteada por los norteamericanos en Panamá, sintetizaba y generalizaba las experiencias. La preparación por parte de los norteamericanos de las tácticas contrainsurgentes, digámoslo con una pizca de sorna, no resultó demasiado eficaz si nos atenemos a los resultados en China, Corea y Vietnam. Como, dicho sea de paso, tampoco les resultó a los soviéticos en Afganistán, ni a los rusos de hoy en Chechenia. Hay que decir, asimismo, que tampoco fueron demasiado eficaces en Nicaragua y El Salvador.

Sin embargo, cuando se desarrolla la lucha armada en nuestro país los revolucionarios siguen en mayor o menor medida las tácticas generalizadas por la experiencia de otros países y tienen muy en cuenta las tácticas contrainsurgentes propiciadas por los norteamericanos. Las mismas podrían sintetizarse en represión abierta y desarrollo económico-social, columna vertebral de la Doctrina de ¡a seguridad nacional. Pero en cuanto represión abierta no se diferenciaba mucho de la brutalidad de los nazis. Era el estado terrorista pero no el terrorismo de estado. Los revolucionarios argentinos aplicaron una doctrina apta para enfrentar al estado terrorista. Pero los militares argentinos le habían dado varias vueltas de tuerca a las doctrinas contrainsurgentes, combinando lo aprendido en la Escuela de las Américas con otras experiencias internacionales, particularmente las francesas y con esos bagajes establecieron criterios propios aplicables a esta realidad.

En síntesis, los revolucionarios tuvieron la lucidez y la decisión de intentar transformar la «guerra» declarada al pueblo, en revolución; pero aplicando una táctica que había quedado retrasada. Y los militares, aplicando en forma prematura una doctrina sin ningún tipo de limitación moral o ética, lograron la iniciativa que fue clave en la victoria.

Aspecto clave en esa táctica represiva fue la inversión de roles en las fuerzas operativas. El empleo figurativo de la infantería y el uso mortífero de los grupos de tareas centrando sus acciones no tanto al choque directo contra los guerrilleros como buscando «quitar el agua al pez». Si los miembros de una institución fuertemente tradicionalista como las Fuerzas Armadas fueron capaces de dejar de lado las fanfarrias, los orgullos, la gallardía y, por qué no decirlo, la dignidad, para actuar de civil, llenándose no ya de sangre sino también de oprobio… ¿Sería un disparate pensar que en el futuro la represión del poder podría no venir de la infantería de las FF.AA. sino muy probablemente de los «ejércitos privados»? Ya vemos los primeros alarmantes síntomas de patovicas golpeando a estudiantes. ¿Llamaremos a eso «guerra»?

(*) Publicado en la revista La escena contemporánea N° 3, “Guerra, violencia y política”, octubre de 1999

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