Homeopatía del frenado // Sol Prado y Franco Castignani

(Homeopathy of slowness)

Todas las razones

los textos

las discusiones

las críticas

los argumentos.

El bliblibli de los filósofos de moda, el blablablá de lxs tecnócratas izquierdistas al uso, retumban a diario en nuestras pantallas y en nuestros oídos. Nos ofrecen información y teorías que presumen una sofisticación difícil de constatar y sin ninguna relación con lo que nos pasa. Y es justamente lo que nos falta: relaciones, conjunciones, vectores y superficies que puedan traducir(nos) desde lo que nos sucede, desde los instantes que dan forma a nuestro vivir.

A fuerza de marcajes, golpes, distancias, nos vamos dando cuenta que el mundo, nuestras vidas, no se cambian (sólo) con buenos argumentos. Hay que frenar los argumentos. Argumentar, cuando se agota en sí mismo, se parece más al gesto del moribundo que no puede ver más allá de lo que le muestran sus ojos, prefiriendo agonizar a tomar el riesgo de sentir, pensar y vivir algo inesperado. Nosotras sospechamos que la mejor manera de estabilizar el curso del mundo, y de transformarlo en un cadáver incombustible, es ponerse a argumentar sobre él. Este mundo cada vez más reactivo para con cualquier deseo de vida no fue construido con argumentos. Tampoco nos desharemos de él apostando unilateralmente a esta vía. Habitar una modificación que se lleve puesta una vida y le obligue a rectificar sus rumbos, creemos, requiere un esfuerzo más, menos condescendiente con nuestros miedos y nuestras agrias comodidades, más abierto y receptivo a lo que puede venir.

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A partir de estos fragmentos, bastante intuitivos: intentamos escribir. Abrir algunas puertas, pinchar burbujas, quemar naves, salvar la poesía que así y todo permanece e insiste en esta tierra. Mirar más allá de los muros que nos inventamos a diario. Destruirlos. Inventarnos, con lo que tenemos, una disciplina alegre y expansiva de la destrucción.

Probamos comenzar nuestros textos, pensamientos, largas caminatas y paseos, con algunas preguntas.

De a ratos percibimos que preguntar parece ser, en tiempos de exitismo e imperativo de adaptación general, un arte de alojar incomodidades, de abrir brechas en el tiempo, de habitarlo en su lúdica gratuidad y de suspender su inmediatez.

En definitiva, de un aprender a demorarnos.

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Demorarse: dejar de trabajar, retrasarse, rechazar. Ser una retrasada, una disfuncional. Ser es retrasarse, interrumpir cualquier función.

Paso seguido, ir a buscar a lxs amigxs que siempre nos esperan para hacer otras cosas más interesantes. Para saltar las cercas que nuestra época impone, por ejemplo, y construir un estar-juntas más amable y gentil. Un pensamiento de la amistad política no es posible sin algo de odio por esta vida. La gentileza, las derivas y encuentros sutiles[1] también son parte del entramado de querer pensar y vivir-juntas.

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Y bien, en esa pausa aparentemente plástica, que lidia entre la incomodidad y la ansiedad punzante, nos hacemos algunas preguntas que interpelan nuestras prácticas: ¿qué nos moviliza hoy?, ¿por qué nos deseamos un contínuo movimiento -a saltos de proyectos, residencias, becas, ayudas- como si esta fuera la verdadera liberación de nuestro tiempo de vida?, ¿corremos hacia algún tipo de “más allá de la vida” mientras denegamos la pregunta con una maquinaria de notificaciones constantes & suscribing to follow anything apparently new?

¿Siervas al servicio de una nueva notificación?

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Trague saliva mientras una nueva notificación de whatsapp enciende la pantalla de su móvil (o de su ordenador) y sus nervios, como hienas hambrientas, comienzan a chillar y a demandar atención.

 

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Movilizadas y preguntantes ¿por qué? ¿qué hay de nuevo en todo eso?

Nos movilizamos porque hay algo de nuestro deseo puesto en ese movimiento. No nos es posible, a riesgo de ser demasiado ingenuas, pensar ni sentir esta invitación constante a movernos, a cambiar, a diferenciarnos, a expresar nuestras emociones en un muro personalizado, a hacer un uso extractivista del hashtag, sin pensar ni sentir a la vez que se nos estaría jugando algo realmente importante allí: ¿Una decisión? ¿Es esto decidir?

Un futuro, efimero, en definitiva.

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Pareciera que se nos ofrece futuro, aunque sepamos, desde aquel lejano alarido de Johnny Rotten que no ha dejado de retornar, que no lo hay. Sabemos que el futuro en principio ha dejado de ser una dimensión necesaria para actuar. El futuro, como este mundo, es una tierra arrasada por la culpa, la deuda, la esperanza y demás afectos tristes. Hay que abandonarlo, y ahora mismo.

Fuck you Google!

Future is an Error!

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Nos queda observar, perplejas, sin contemplaciones, como Alicia ante su espejo, la envenenada ilusión de la que somos parte. Pero la perplejidad también puede ser un arma para agujerear esta ilusión, para corroerla y correrla definitivamente de nuestra escena.

Cuestión de ritmos, velocidades, deserciones.

Así, quizás, poder atravesar, juntas, no tan solas, el impasse en el que nos movemos para construir otras escenas, otros modos de pensar y de vivir. Solas-Juntas, en esa alegre e indecidible conjunción.

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En un breve ensayo publicado hace algunos años, Santiago López Petit nos alertaba sobre la necesidad de construir situaciones sin futuro. Un modo de dejar-ser las situaciones (políticas, artísticas, amorosas) en su ambigüedad. Situaciones colectivas, anónimas, inapropiables. Tal vez otro modo de soportarlas, sostenerlas y cuidarlas, de soltarlas con delicadeza cuando ya no nos sean útiles y no dejen espacio al querer-vivir. Desde hace más de 30 años, escuchamos los altavoces estridentes del capitalismo global en los cuales se nos repite, con voz segura, clara y convencida –otras veces esa voz es seductora, ligera y algo rebelde, dependiendo del segmento de mercado objetivo y perfil del consumidor- que no hay alternativa ni afuera ni, mucho menos, futuro a dicho modo de producción y subjetivación.

Pues bien, habrá que tomar muy en serio el relato, más no para obedecerlo sino para ironizarlo. Trazarle diagonales, escapar de los diagramas y de los casilleros asignados a los cuerpos, voces y trayectorias. Pedagogías de la huida,  prácticas del encuentro sutil.

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Nosotras queremos ironizar este juego, apropiarnos de sus estrategias e infiltrarnos con máscaras de gas hasta su raíz, hasta desocuparlo. Desocupar el juego.

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Promover distancias y en esas distancias cultivar brechas, intervalos –responsabilidad que requiere lentitud y un paciente ejercicio de lo gentil. Nosotras queremos utilizar nuestra risa como una auténtica máquina desmitificadora, diseminar el error para hacer estallar el sentido común, fulminar el significante como un bomba molotov incendia la pantomima de un parlamento pseudodemocrático. Para devolver los sentidos que se nos aparecen comunes e indiscutibles a su arbitrariedad y a su contingencia radical.

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Hacer estallar, a fuerza de ironías, parodias y fabulosas máscaras el sentido común.

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Parlamento Griego, 19/05/2017

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Perder -el sentido- nos expone al más temido de los desastres. Nos expone al afuera de la norma. Nos expone al contacto directo, epidérmico, con la locura y el desbande. A la etiqueta de la melancolía o de la depresión eterna, o la hiperactividad no productivista. En este punto de no retorno el dispositivo terapéutico-gubernamental acude en nuestra ayuda. A cambio de dejar secar la imaginación en un bello deshidratador de raw-food, se nos ofrece la utopía de una vida acelerada pero con la apariencia de salud, para el rendimiento infinito. Un paraíso de emociones controladas, en pequeñas dosis autoingeribles. Pastillas para cojer, jarabes para llorar, antidepresivos para bailar, analgésicos para no morir. Ingredientes para una vida dedicada al trabajo y a la mera reproducción de lo que hay.

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El nosotros, nosotras, nosotres, reducidas a la competencia ramplona, la autoexplotación y a la domesticación de nuestro querer-vivir.

El peor negocio en milenios.

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Un ejército todo terreno de CEOs, coachs, artistas, managers, gurús, personal trainers, youtubers, pastores, neurocientíficos, altamente entrenados en bloquear los agujeros, cercar las salidas, ordenar los flujos y adecuar los deseos, se encargará de todo el resto. Pero resulta que nuestros deseos, ¡vaya insistencia!, resultan, a pesar de esta guerra relámpago desatada en su contra, de estas dosis de felicidad encapsulada que consumimos a diario, ser una bestia porfiada, indestructible Fuga, metaboliza y  desplaza las identificaciones, deslocaliza, suelta y absuelve. Las revueltas acaecidas en Buenos Aires, San Pablo, Paris, Tahrir, Madrid, Barcelona, son sólo algunos mojones, caminos heterogéneos, situados y abiertos a la invención política y existencial. A la invención, efímera (¿y cuál es el problema?) de lo que deseamos con lo que tenemos ahora, como escribió alguna vez Adrienne Rich.

Fernand Deligny, S/D

 

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Es cierto, siempre podremos profundizar y sofisticar nuestras servidumbres, devenir lobas encerradas, sedentarias y rapaces. Es quizás por esta sorprendente insistencia que la pregunta por una nueva apertura de sentidos, en tiempos de desensibilización normopática[2], resulta de una urgencia política y vital que aún –al menos nosotras- no terminamos de calibrar. Frente al irresistible imperativo de aceptación de lo que hay, que nos invita a un adormecimiento de la sensiblidad general, que inscribe y viraliza en el cuerpo colectivo el repudio de cualquier intento de creación autónoma, se nos hace necesario buscar nuevas armas, imaginar otros bestiarios menos crueles.

Lobas sueltas, que hacen de su soltura, del cuidado y el cultivo de las proximidades y distancias, del acoger y amar a las extrañas, en exposición y sin condiciones, una cartografía intensamente acogedora y habitable.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] Según Juan Carlos De Brasi,  lo sutil acontece y se presenta más allá de todo adjetivo,  propiedad, artificio o sentido común. Materia esencialmente blanda y porosa. Tarea difícil para un pensamiento habituado a la búsqueda de similitudes y soluciones inmediatas, de tipo algorítimico, frente a las preguntas con las que se encuentra, dado que lo sutil evita las clausuras, ama los paisajes inacabados, extiende los pasajes allí donde todos los caminos parecen cerrarse sobre sí.

[2] Enrique Guinsberg, en La salud mental en el neoliberalismo (México, 2001), define como normópata a “aquel que acepta pasivamente por principio todo lo que su cultura le señala como bueno, justo y correcto no animándose a cuestionar nada y muchas veces ni siquiera a pensar algo diferente, pero eso sí a juzgar críticamente a quienes lo hacen e incluso condenarlos o a aceptar que los condenen (algo muy similar a lo que política y socialmente se conoce como mayoría silenciosa).” 

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