Fue en la oscuridad del tiempo entre guerras del siglo pasado cuando el movimiento psicoanalítico conquistó el mundo. Un momento triunfal para el freudismo, el cual comenzaba a ser considerado “higiene de vida” o “moral civilizada” no sólo por los díscolos psiquiatras dinámicos sino también por toda clase de vanguardias, sobre todo escritores. Doble moral victoriana, la Belle Époque; luego los años mortíferos, que incluyeron también una pandemia, y esa “bella década del veinte” que, al tiempo de insinuar suntuosamente toda clase de revoluciones, producía su más allá [del principio de placer]. Una década ganada.
Los surrealistas habían sido interpelados y valoraron lo que los “científicos” no vieron ni de casualidad. Pero a Freud le interesaban los segundos, y por ello no les dio ninguna importancia a los primeros. Idealizaba a estos, que lo detestaban, al tiempo de degradar a esos que lo admiraban. Soldadura entre rechazo, obstinación y la más llana falta de entendimiento por las vanguardias. Me interesa enfatizar lo último, pero sin reducirlo al hecho artístico de vanguardia, ni tampoco a lo que usualmente se entiende por vanguardia. Me refiero a la dificultad freudiana de ir más allá de sí, de la dificultad estética para ceñir, pensar y eventualmente utilizar los efectos en la cultura que éste producía y produce. Sin rodeos, una dificultad en torno a lo popular ─que no es sinónimo de “masa” ─. Allí donde Freud se popularizaba, se reforzó la “extraterritorialidad” del psicoanálisis. Ante la (im)popularidad, una respuesta elitista. Ante la divulgación, la burrocracia universitaria. Ante la política, el nihilismo. Tecnicismos en vez de modestia artística.
Un genuino síntoma, que torna al psicoanálisis vanguardista y conservador al mismo tiempo, subversivo y demodé.
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Masotta escribió una célebre ponencia sobre la estética freudiana[i] en la cual trabajaba ese curioso intento de Freud por disolver la relación con la obra de arte en su propia obra. ¡Disolver una obra dentro de otra obra! Pues bien, había igualmente allí un esbozo de prudencia, ya que no hay un saber a ofrecer desde el psicoanálisis en torno al arte; mejor dicho, no hay un saber en psicoanálisis en relación con prácticamente nada. Ni el arte ni el psicoanálisis comportan saberes terminados. ¿Serán arte y psicoanálisis elogios a lo sin término, lo inconcluso, fragmentario, transitorio?
Así en el arte como en la histeria[ii], interesa la relación con el deseo. Histeria como cuadro pictórico sincrético. Ello incrustado en el soma, una articulación, un jirón del discurso que llama a su reconstrucción, su restauración, su intervención (¡artística!). Para Freud un deseo se realiza en la fantasía del artista, esto es, en su obra[iii]. En el sueño, en la obra de arte, el deseo no se presenta como objeto en sí, sino articulado, mediado, diferido, indirecto. El deseo sería el más allá de la obra. ¡Qué loco! Entonces el problema, el síntoma, del psicoanálisis en torno a su presente, su porvenir, sería en torno a su deseo.
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Con todo, no habría según Masotta una perspectiva unívoca en Freud frente a la obra de arte. Uno podría decir que el psicoanálisis le hace frente al arte, y no mucho más ─ni mucho menos─. Esto es lo que nos advierte y convoca a la abstinencia de cualquier clase de aplicacionismo psicoanalítico del arte, que sería lo propio del más burdo, aunque rococó, psicoanálisis silvestre. Malos ejemplos freudianos al respecto: el Poe de M. Bonaparte, las giladas sobre Da Vinci, la degradación de la castración en el cuento de E. T. A. Hoffmann dentro de Lo ominoso y, en menor medida, el delirio freudiano sobre la Gradiva de Jensen. Con Hamlet o Schreber, es un matiz, lo que sucede es más bien el intento de Freud por valerse, auxiliarse, del arte para probar sus propias tesis metapsicológicas. Todos contraejemplos, o ejemplos contrafreudianos: allí Freud sí hizo consistir un saber, propio del psicoanálisis y del arte, en sí.
Asocio: se trata de ir más allá del psicoanálisis, a condición de servirnos de su arte. Cuando las personas psicoanalistas intervenimos y lo que acontece no parece psicoanálisis, aun cuando sería exagerado decir que estamos haciendo arte, al menos vamos por muy buen camino. Lo tautológico y la autorreferencia, en psicoanálisis o en las artes, es de mal gusto.
Asocio, recuerdo: dijo Federico Klemm en su nunca bien ponderado programa “El Banquete Telemático» ─millennials googleen─: “el primero que dijo ‘tus labios son como una flor’ es un genio; el último, un estúpido”. Klemm intuía que se trata devolverle al neurótico su capacidad artística, cura de la estupidez.
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Así las cosas, desde un Freud standard, tomado en su literalidad, se deduce: (1) paralelismo entre arte y neurosis en torno a las tendencias en la realización del deseo; (2) paralelismo entre goce estético y funciones sexuales infantiles; (3) arte como mediador entre realidad y fantasía. Esta última sería, siempre, la ilusión freudiana en torno al domeño de las pulsiones, entre lo “individual” y “colectivo”: la neurosis del propio Freud. Pero Masotta no toma a Freud en su literalidad ni al pie de la letra. No omite ni reniega de su confesada profanidad en torno al arte, o de su incapacidad para algo más allá del contenido racionalista, pero recuerda que Freud, aun con sus numerosas limitaciones, era un maestro de la retórica. Lo propio de un registro que no es ni el de la verdad ni el de la mentira. La verdad como un lugar plausible de ser ocupado por casi cualquier cosa. El Freud de Masotta es uno interesado en la exposición, la instalación artística, la performance, el happening.
Ficción freudiana: una retórica de lo bizarro.
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El deseo del analista, tematizado en su discurso, es lo propio del artista. Retornando a Freud, Masotta ciñe, y yo modestamente acuerdo, una retórica del convencimiento. A Freud le interesa siempre convencer, persuadir. En ese sentido Freud es muy peronista, me refiero a la retórica propia de Conducción política. Su estrategia, literaria antes que científica, comienza por conceder, no sin asumir su ignorancia, para luego inmediatamente imponer amablemente una pizca de verdad propia de su demostración. ¡¿Acaso no es así como obramos en un análisis?! En la retórica freudiana se asume la ignorancia y desde allí se enuncia un saber. Poner en suspenso, incluir el enigma por el locus en torno al saber, por su localización o lugar de pertenencia. “¿De dónde habla el genio?”: he aquí la estrategia, la pregunta freudiana.
Psicoanálisis y estética: más allá del saber. Lugares que no están constituidos al nivel del saber. El que “sabe” psicoanálisis no debería tentarse a decir “claro” lo que la obra “oscurece”. No aclaramos, oscurecemos. Freud utiliza al arte allí donde sus especulaciones metapsicológicas eclosionaron con lo enigmático; por ejemplo, utiliza el arte de la retórica para esas maravillosas conferencias de introducción al psicoanálisis. El arte sería el subterfugio freudiano para soportar y sostener el enigma. Y un enigma es justamente algo que exige una respuesta: “una pregunta sobre el deseo”, según Masotta.
Hablamos de estética, histeria y Freud: hablemos de una histética.
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Concluyendo, en esos gloriosos años veinte “Freud seguía aferrado al mundo de ayer y más aún a la manera como había concebido ese mundo al aportarle una revolución cuyo alcance, es indudable, no apreciaba. Extraña contradicción, soberbiamente freudiana”[iv]. Y si es muy freudiana, la misma no culmina en la persona de Freud quien, aunque hable, ha muerto. El problema está vivo, y justamente la dificultad, el escollo, está en matarlo. O peor: en enterrarlo vivo. Si recogemos la vitalidad del problema tendremos un interesante síntoma. ¿Para qué? Aunque no sea la mejor pregunta en relación a un síntoma, diremos que para contribuir a lo genuinamente revolucionario, esto es, una revolución que incluye el conflicto, lo fragmentario, lo que resta y divide. Una revolución provista de una estética de lo bizarro, histética. Y si antes no me refería a la vanguardia en sentido clásico, tampoco lo haré con revolución. Diré entonces que la estética freudiana puede aportar a una revolución centrada a la vida cotidiana. Y no me refiero a esa idea despolitizada de “cada uno aportando su granito de arena desde su lugar”, idea masiva más no por ello popular. Ni romantizar ni psicopatologizar la vida cotidiana: politizarla.
Estuvimos hablando de contradicciones soberbiamente freudianas. Llegó la hora de un psicoanálisis más contradictorio y menos soberbio.
*autor de #PsicoanálisisEnVillacrespo y otros ensayos (La Docta Ignorancia, 2020).
Imagen: fotografía del happening “El helicóptero” de Oscar Masotta.
[i] Se trata de Freud y la estética, leído en la Fundación Miró, Barcelona, en noviembre de 1976, e incluido en Papeles de la Escuela Freudiana de la Argentina, N°1, Buenos Aires: Ediciones Paradiso.
[ii] Siguiendo la ponencia de Masotta: Freud crea una “Estética de la disolución de la obra de arte en un discurso donde nada engloba nada y donde la estética entera es arrastrada a una rara analogía con la histeria. El destino de la desaparición del saber para que haya incrustaciones, sujeto del inconciente, por donde el objeto, causa del deseo, se articula con el soma. Nada más”.
[iii] Freud, S. (1908 [1907]). “El creador literario y el fantaseo”. En: Obras Completas, tomo IX. Buenos Aires: Amorrortu.
[iv] Roudinesco, E. (2015). “La guerra de las naciones”. En: Freud en su tiempo y en el nuestro. Buenos Aires: Debate (p. 224).