Si la democracia quedó atrás, ¿entonces…? Comentarios a las hipótesis sobre la «posdemocracia» // Federico Manzone

La revista Crisis sacó unas hipótesis interesantes sobre la situación política actual, en las que se ensaya una caracterización del ciclo político que atravesamos, se postula y se critica –o autocritica– la vigencia de un “obstáculo ideológico” que impediría la comprensión clara de lo que está pasando y, al mismo tiempo, se insinúa el problema del vínculo entre esa caracterización con la acción y el qué hacer en el presente.

Sintéticamente, las hipótesis sostienen que la característica más importante de este momento político es la puesta en cuestión de la democracia como horizonte de época. Hacia dónde se va concretamente, hacia qué tipo de régimen o de desenlace político, es algo que no está del todo claro. Descartan que el destino sea una dictadura clásica, tanto como pensar que el gobierno actual de Milei sea una dictadura. Lo que sí ven es que éste vino a cuestionar “el fundamento mismo del pacto democrático” y que no hay que esperar a que el orden constitucional quiebre. El gobierno ya nos ve como “enemigos”, por lo que habría que empezar a actuar en consecuencia frente a eso. Pero existiría un obstáculo “ideológico” que bloquea la posibilidad de desatar ese cambio. Superarlo implicaría aceptar “una verdad tan obvia como difícil de encarnar”: que la llegada de Milei no implica simplemente el fin del ciclo progresista, sino del ciclo democrático mismo. La tendencia de acá en más sería a que la lógica de la guerra gane cada vez más lugar frente a la lógica de la política, la cual ya mismo habría que empezar a ver como un velo que sólo barniza de legitimidad jurídica e institucional a posteriori a un orden local y mundial regido desnudamente por la fuerza.

Las hipótesis le montan una emboscada lógica al progresismo: cualquier fuerza política democrática que se precie de seguir siéndolo y tome como ciertas sus premisas debería replantearse integralmente su estrategia política y su relación con las instituciones representativas del Estado. De las hipótesis propuestas por Crisis no puede deducirse otra cosa que la necesidad de un replanteo general de la política y la estrategia sostenidas hasta ahora por todo el arco democrático. Y eso es algo positivo, ya que ese replanteo es una necesidad real.

Pero también habría que remarcar que, en las hipótesis, la necesidad de ese replanteo político y estratégico se extrae más de forzar la caracterización de la situación política hacia una deriva autoritaria cuasi-fatal, que de donde, a mi entender, debería extraerse: del examen de las causas de la crisis de una estrategia política y de una forma de relación entre las organizaciones populares y el Estado. Me refiero a la estrategia con la que un sector de la militancia popular intentó, durante el ciclo pasado, confluir con los gobiernos progresistas y forzar desde adentro de las instituciones una “mayor democratización”, el proyecto de “radicalizar la democracia”. Lo que definitivamente quedó atrás es esa estrategia, o más bien, la confianza en la posibilidad de que, al menos durante el próximo período, algún gobierno se abra al influjo de las demandas populares y ponga al aparato del Estado en función de garantizarlas y canalizarlas. Pero el problema es que el cierre de esa posibilidad no implica el fin de la democracia: la democracia capitalista es perfectamente compatible con que las mayorías populares vivan empobrecidas y se resignen a gozar pasivamente de los derechos formales que la ley y el mercado sean capaces de garantizar. Las hipótesis dan a entender que sí, que si no se puede pelear por “más democracia” adentro de la democracia, la democracia muere. Por eso la posdemocracia, porque esa democracia que habría sido algo más que una mera formalidad quedó atrás. De la democracia quedaría solo esta superestructura vacía que es hoy y hacia adelante habría que prepararse para su clausura definitiva.

¿En dónde se fuerza la caracterización? Al menos en dos puntos. Primero, una cosa es decir que la democracia en el mundo atraviesa un momento de crisis y otra es decir que, en nuestro país hoy “el status quo cívico en el que crecieron las últimas generaciones ha quedado definitivamente atrás”. En Argentina hoy, diciembre de 2025, incluso con Milei y todos sus atropellos, sigue en pie el Estado de derecho. El gobierno llegó al poder electoralmente y después ganó las elecciones de medio término. Quiso armar una corte suprema más afín a su proyecto y no pudo. Quiso meter una reforma laboral por decreto con el DNU70 y no pudo. Después quiso que el parlamento le delegue un paquetazo de facultades extra por dos años y le apruebe casi como si fuera un trámite un conjunto de reformas enorme, pero la discusión se terminó trabando durante meses y al final las facultades solicitadas quedaron reducidas a sólo cuatro y por un año. El gobierno sí pudo hacer aprobar a través del parlamento el grueso de su política de seguridad, con el consenso de la oposición y sectores del peronismo. De la salida del “cepo” en adelante la situación cambiaria, monetaria y financiera se empezó a descontrolar, aparecieron los escándalos de corrupción, la opinión pública se dio vuelta y de ahí en adelante el oficialismo quedó empantanado en el parlamento, donde empezó a perder todas las votaciones. Al parecer las elecciones de octubre habían dado un vuelco favorable al gobierno, que lo hizo soñar con la posibilidad de meter el presupuesto y la reforma laboral consensuadamente desde el parlamento antes de que termine el año, pero al día de hoy los límites volvieron a aparecer.

No hay dudas de que todo este proceso muestra una tendencia hacia una mayor unidad de la clase dominante en la reanudación de su ofensiva histórica de la última década (la triple reforma laboral, impositiva y previsional), expresada en el realineamiento más favorable al oficialismo en las cámaras y en su giro hacia posiciones más negociadoras, después de la revalidación electoral que tuvo en octubre su precario intento de estabilización. Incluso podría decirse que en los primeros meses del gobierno de Milei hubo una tendencia hacia la autonomización del poder ejecutivo en clave “bonapartista”, pretendiendo gobernar de espaldas y hasta en contra del parlamento y de los gobernadores, aunque ésta encontró sus límites rápidamente y el oficialismo tuvo que aprender a negociar con “la casta”. Pero difícilmente pueda decirse que Milei se llevó puestas a las instituciones, o que ya no rige el Estado de derecho, o que en un futuro posible y cercano al éxito de Milei el Estado de derecho ya no existe, porque lo más probable es que un posible éxito de Milei esté más cerca de meter la triple reforma “por adentro” de las instituciones, con márgenes tolerables de resistencia y negociación, que de Milei emperator. El mileísmo dictatorial que temen muchos, si bien es una deriva que no se puede descartar, habría que pensarlo más como el resultado de la imposibilidad de imponer su plan que como la realización de su objetivo ideal. Y si hay algo que puede imposibilitar el avance del gobierno en su plan reestructurador –y activar así sus potencias más autoritarias– es el choque contra una maciza resistencia social y callejera que, al día de hoy, brilla por su ausencia.

Pero en las hipótesis aparece un argumento que parecería invalidar todo lo anterior: la intervención norteamericana en el contexto electoral, que habría “extorsionado” y “distorsionado” la “voluntad popular”. Esto conduce al segundo forzamiento de la caracterización. Sí, Trump se metió a terciar en la contienda electoral a favor de Milei; sí, el Tesoro norteamericano puso unos tres mil millones de u$d para que el gobierno no pierda el control de la situación cambiaria justo antes de las elecciones. Ambos hechos representan, indiscutiblemente, actos intervencionistas de una potencia imperialista en cuestiones de política interna de un país dependiente como la Argentina. ¿Pero el resultado de las elecciones de medio término puede explicarse a partir de ese factor? En mi opinión no. En los meses previos a las elecciones hubo una corrida al dólar de magnitudes históricas que fue in crescendo y que llegando a la previa electoral había alcanzado su punto más alto. La posibilidad de una derrota del oficialismo planteaba la amenaza real de que un salto devaluatorio desemboque en un nuevo descontrol inflacionario. La “voluntad popular”, votando al gobierno, se expresó a favor del mantenimiento de la estabilidad. Trump no introdujo desde afuera el peligro del caos económico, ese peligro late internamente en las contradicciones que atraviesan a la acumulación del capital local y que erosionan las funciones de nuestra moneda. Es la crisis del capital local la que impone de forma impersonal un chantaje sobre la “voluntad popular” y tiende a cerrar un consenso negativo alrededor del único plan de estabilización que existe: el del gobierno. Además, una cosa son los misilazos a las lanchas venezolanas en el mar Caribe y otra cosa son los comentarios de Trump y los dólares del Tesoro. No hay que pasar por alto los medios de la intervención yanqui, porque hacen al carácter de su injerencia: a los venezolanos los está atacando un poder externo a la vieja usanza del imperialismo clásico, mientras que en Argentina es el propio gobierno electo el que internamente acude al imperialismo para que lo salve de su potencial hundimiento. Hacer depender el resultado electoral de la intervención externa yanqui borra el vínculo entre el electorado nacional, la crisis interna y el proyecto de Milei.

De todas maneras, se comprende la reflexión que están queriendo provocar. Las hipótesis le dicen al lector: ojo que si mirás sólo lo “formal” del régimen actual (que sigue habiendo elecciones, que rige el orden constitucional, etc.) no vas a ver que esto ya es otra cosa en el contenido (represión violenta de la protesta, negación de la justicia social, designación de un milico en Defensa, etc.), no importa que cambie tanto o no su forma superficial. Comparto esa crítica del carácter formal de la democracia capitalista, pero es una crítica que se queda corta y no llega a dar con la raíz que explica su formalidad. La democracia no es una formalidad porque gobiernen Trump o Milei. La democracia es necesariamente formal porque es un sistema de reglas que rige el acceso de los gobiernos al Estado; la justicia social o el bienestar económico de las mayorías trabajadoras no son constitutivos de la democracia1, son contingentes a ella, pueden estar (como bajo el peronismo histórico) tanto como no estar (como bajo el menemismo), sin que eso implique beneficio o perjuicio alguno para la vigencia de la democracia. Asociar derechos económicos y sociales a democracia es propio de la ideología democrática, pero en los hechos la democracia no puede hacer nada para garantizarlos ni para abolirlos; que existan o no depende de la lucha de clases, no del sistema de reglas que enmarca la política dentro de los límites del derecho burgués. En este punto puede decirse que las hipótesis sobre la «posdemocracia» ensayan una crítica de la democracia que no supera el punto de vista democrático. Para superar el punto de vista democrático –y no me refiero al punto de vista como una forma de ver de tal o cual grupo, sino como una ideología materializada en la práctica social– hay que superar en los hechos a la producción de mercancías como forma de articular la vida en común, la cual representa la base sobre la que se eleva el sistema de relaciones jurídicas que transforma a las personas en ciudadanos y cuyos principios –libertad, igualdad, competencia, racionalidad individual– la democracia extiende al sistema de representación.

Después, algunos de los argumentos que ofrecen las hipótesis para decir que ya no estamos en democracia, como por ejemplo el carácter formal del derecho internacional (con EE.UU. o Israel actuando de forma abiertamente criminal), o la reducción del campo de lo posible (con la sustracción a la determinación colectiva de todo un conjunto de decisiones económicas y políticas), son hechos que también pueden señalarse históricamente dentro de un marco temporal en el que la vigencia de la democracia capitalista era total e incuestionada. Pensemos, por ejemplo, en lo que hace al carácter formal del derecho internacional, en los bombardeos de la OTAN sobre Yugoslavia a fines de los 90’s o en la invasión de Irak y el derrocamiento del régimen de Saddam Hussein en 2003, ambos sucedidos en épocas de plena globalización y fortaleza de la hegemonía norteamericana. Por otro lado, la reducción del campo de lo posible es constitutiva de la democracia capitalista en un sentido muy concreto: el régimen democrático moderno se funda sobre la separación entre economía y política, mercado y Estado, y permite discutir y deliberar sobre cualquier cosa menos sobre los principios que constituyen a esa separación como natural. Oculto por los tres poderes del Estado y por debajo de las reglas que rigen el acceso al poder y su ejercicio limitado, yace un cuarto poder mudo: el poder estructural del sistema de mercado, la esfera del trabajo privado, la circulación mercantil y la realización de la plusvalía, que la democracia es incapaz de modificar. Los postulados democráticos de la “soberanía popular” y la “voluntad general” no son extensibles al cuarto poder naturalizado, que existe como una estructura objetiva con una legalidad fáctica ciega y en apariencia extra-social, cuyos axiomas básicos la democracia es capaz de regular jurídicamente desde el exterior (la esfera política) pero nunca cuestionar de raíz. La crítica radical de los axiomas de la socialización capitalista es imposible desde el punto de vista democrático, ya que este reduce la política a la discusión de todo aquello que empieza más allá de la economía de mercado como esfera separada, cuya inviolabilidad es incuestionable y cuyo crecimiento perpetuo es equiparado por el debate “democrático” cada vez más al interés general de la nación.

Finalmente, como dije al principio, las hipótesis insinúan el problema del vínculo entre teoría y práctica, entre la caracterización de este presente en apariencia «posdemocrático» y las tareas que deberían desprenderse de esa caracterización. Y resalto insinúan porque cuando uno busca cuáles serían esas tareas lo único que encuentra son imágenes vagas. Se habla de unas “verdades políticas” que “no deberíamos sacrificar nunca más en pos de ganar” pero no se aclara cuáles serían. Y se habla también de la necesidad de volver a empezar “desde el otro lado de las sombras”, lo cual me hace pensar en la clandestinidad, pero esto es sólo una interpretación mía de lo no dicho más que de lo dicho. Si bien yo no comparto la caracterización de «posdemocracia», podría darla por buena para intentar extraer algunas conclusiones prácticas que las hipótesis no brindan, pero que bien podrían ir en línea con su lógica implícita. Una, inmediata: si el gobierno de Milei viene a dar por tierra con los fundamentos del “pacto democrático”, el deber de todas las fuerzas democráticas debería ser luchar por su exclusión de la esfera política; no es concebible la tolerancia democrática de fuerzas desleales al propio régimen democrático2. Esta conclusión, que yo creo que puede derivarse legítimamente del contenido de las hipótesis, está claro que no es, al menos al día de hoy, viable políticamente. O si lo es, lo es a costa de enajenarse –para quien la sostenga– la posibilidad disputar políticamente las bases populares del propio mileísmo. Otra, de largo plazo: si la vigencia del régimen democrático es cosa del pasado, la tarea de cualquier grupo que se considere democrático debería ser pelear por su reapertura con todos los medios disponibles, legales e ilegales, y abstenerse de participar de acá en más de cualquier acto electoral, político o cultural que tienda a legitimar este estado de cosas. Esta conclusión, extrema, tampoco parece políticamente viable para un grupo como el colectivo de Crisis, dedicado a intervenir desde la investigación política en la esfera de la opinión pública. Encarnarla implicaría la asunción en solitario de una posición revolucionaria, en medio de un mar de desmovilización y desmoralización.

Si saco estas conclusiones que las hipótesis omiten es porque me interesa subrayar no sólo lo que considero que son debilidades del análisis de la situación, sino principalmente las contradicciones a las que conducen cuando uno las extiende hacia el terreno práctico de la política. Pero para liberarlos de toda culpa diría: el problema los (nos) excede compañeros. Ustedes rescataron el apotegma famoso de Lenin: sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario. Y es cierto, pero también es cierta su inversión: sin movimiento revolucionario no hay teoría revolucionaria. Tal vez sea esa situación, en la que se inscriben sus reflexiones, la que explica tanto los forzamientos, como las contradicciones y las omisiones.









1 Constitutivos de la democracia son otros derechos, como por ejemplo, que el electorado esté compuesto por la mayoría de la población adulta, que las elecciones sean limpias o que rijan las libertades mínimas de expresión, reunión y organización que permiten que se celebren las elecciones sin restricciones.

2 Acá planteo como problema lo siguiente: ¿hasta qué punto un proyecto revolucionario, que se proponga superar el capitalismo, puede ser leal al régimen democrático?

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