VII-
Desde Marx, el proletariado deviene monstruo político del mundo capitalista y desde que Sarmiento publicó su Facundo (1845), el fantasma de la barbarie recorre la Argentina.
En su ensayo titulado “El monstruo político. Vida desnuda y potencia”, el pensador italiano Antonio Negri destaca que, en un cierto momento de la historia de la ideología occidental, el cuadro se transforma notablemente. “La lucha de clases se generaliza y ocupa toda la escena, también la teórica”, escribe. Así, el monstruo –que permanecía fuera de la economía del ser desde que la ontología griega lo conjurara– deviene sujeto político. “Marx pinta íntegramente el desarrollo capitalista con los colores de la monstruosidad. Él mismo es un monstruo irónico, un exceso de inteligencias que en el momento en que describe, también critica y destruye”. De estas reflexiones puede derivarse la construcción de toda una epistemología proletaria: les trabajadores no sólo se reconocen abstractamente como mercancías, sino –también– concretamente como partícipes de esa experiencia monstruosa, que es la de padecer el trabajo, pero además –precisamente– comprender que lo pueden enfrentar, y que los modos en que se organizará la explotación dependerán de su capacidad de resistencia (es interesante, en este sentido, prestar atención a toda la descripción que Marx realiza en El capital en torno a “La jornada laboral”, como titula el capítulo VIII del Volúmen I del Tomo I).
Contra la política que ejercen los filósofos del poder (no olvidar que la lucha de clases también se libra al interior de la teoría), comprometidos con la obra de aprisionar y enjaular al monstruo, Marx inaugura una filosofía (de la praxis) a partir de la cual el movimiento de conocer es inescindible del de transformar.
Por más externo a la razón occidental que se lo quiera presentar, no hay mayor interioridad que la del monstruo. Por eso, entendido como proletariado, el precariado no puede ser nunca lo excluido por el capital. Y es esa interioridad, precisamente, la que hace del monstruo algo tan peligroso, tanto que aterroriza al poder.
En Argentina, el policlasista movimiento peronista tuvo a su interior también al monstruo. Así supieron verlo las derechas, incluso con mayor precisión y lucidez que las izquierdas, ellas mismas monstruosas en el ciclo de luchas previo al peronismo (pongamos por caso: durante el último cuarto del siglo XIX y el primer cuarto del siglo XX). Entendido más allá de la clásica noción de “identidad” o de “estructura”, en tanto “experiencia” de una importante porción de la clase obrera argentina (cómo lúcidamente lo conceptualizó Carlos Olmedo a inicios de los años setenta), el peronismo supo ser ese monstruo que durante años estuvo de fiesta, clausurada luego por masacres que devinieron insumos de nuevos ciclos de luchas, cada vez más populares (menos policlasistas) y más radicales (con métodos más propiamente obreros).
Con el jocoso pseudónimo de Bustos Domeq, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares publicaron a fines de 1955, en la revista uruguaya Marcha, un relato escrito en 1947, titulado “La fiesta del monstruo”, en el que un “cabecita negra”, seguidor del “Gran Monstruo Nacional”, relata una historia en primera persona. Desde el título mismo (donde las palabras “fiesta” y “monstruo” aparecen juntas), Borges y Bioy dan cuenta de su posición estético-política, que es a la vez una posición de clase y generacional. El texto remite todo el tiempo, de manera casi directa, a la barbarie. El narrador, que es un militante peronista, le cuenta a su novia los avatares de una jornada en la que irán a la plaza a escuchar un discurso del Monstruo, nombre que se le da a Perón en el cuento. Un poco en la línea de la Breve historia de la Argentina, de José Luis Romero, Bustos Domeq presenta esta jornada de un 17 de octubre como un “espectáculo inusitado”, emblema de la mansedumbre de las masas ante el llamado demagógico de su líder. En este sentido el cuento es claro: desde el primer párrafo (“pesceuzo corto y panza hipopótama”) el personaje va padeciendo un proceso de animalización y una creciente pérdida de su subjetividad. En otras palabras, los peronistas son presentados como unos feos, sucios y malos que no asisten por voluntad propia a un determinado lugar, sino que son “recolectados” –como la basura–, y en el camino –como seres peligrosos que son- roban y prenden fuego lo que tienen a mano, sin ningún tipo de explicación lógica-racional. Situados como violentos y fuera de la ley, estos muchachotes se reconocen entre sí como por instinto. Son, juntos, no una suma de individuos –como le gustaba a Borges– sino una masa uniforme, una patota que canta la marchita hasta más no poder, una barra que se ríe, hace chistes y se reparten “amistosos rodillazos”. Tan iguales que son como hermanos gemelos (“todos del sur, idénticos”). Tan animalizados, estos personajes, que son presentados como objetos manipulados por cosas. En fin, quienes asisten a “la fiesta” (que no es de ellos, sino de Él), son unas bestias que ni siquiera saben hablar bien. De allí que aparezcan lunfardismos y términos populares típicos de la época. Con esta escenificación negativa de la nueva realidad de las masas populares en Argentina, los autores no sólo se ríen de las formas de hablar de estas masas populares, sino también de sus costumbres, y hasta de los lugares en que habitan. A diferencia del unitario protagonista de El matadero (de Esteban Echeverría), aquí son ellos –la barbarie– quienes van a Buenos Aires, invadiendo –desde la periferia– el culto y letrado territorio central de la ciudad-capital.
Si setenta años después volvemos a referirnos a estas escenas de la literatura argentina, es porque en ellas podemos encontrar una cifra no sólo del pasado sino del presente nacional. Es que tal como enseñó Frantz Fanon en Los condenados de la tierra, el mejor modo de describir y encontrar la palabra justa para referirse al enemigo político es el concepto de bestiario. Él lo pensó a partir de lo que escuchaba decir a los colonos franceses sobre los nativos argelinos. Nosotros podríamos pensarlo en relación a ese odio que “nuestras bellas almas racistas” (para usar un término de Jean Paul Sartre), sentían por los descamisados y hoy siguen sintiendo por todo lo que huele, se escucha y puede verse como plebeyo. En ese sentido es que Fermín Rodríguez, en su libro Un desierto para la Nación, escribe –respecto de los indios– que su animalización ha sido “el mecanismo de deshumanización por la cual la matanza se desrealiza”. E insiste en señalar: “No hay allí violencia contra una forma de vida, porque esa vida ya estaba negada desde el momento en que el enemigo se presenta como una fiera sedienta de sangre, fuera del límite de lo humano”. Algo similar podría pensarse de los cabecitas negras y la construcción del enemigo temible que de él hicieron los sectores poderosos de la Nación. Y si bien en Argentina desde hace casi cuatro décadas vivimos en “democracia”, cabe recapitular el modo en que las clases dominantes han reaccionado cada vez que lo plebeyo apareció para recordarles que los sueños de la razón, también, generan monstruos: allí están los más de treinta asesinados en las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, y los rostros de las y los luchadores populares que, en confrontaciones puntuales, han caído bajo las balas homicidas de las fuerzas de seguridad del Estado o de las bandas parapoliciales, desde Teresa Rodríguez a Mariano Ferreyra, pasando por Kosteki y Santillán o Cristian Ferreyra, por nombrar a los conocidos.
En sus caras podemos ver cifrado el modo en que las clases dominantes en Argentina entienden que hay que tratar a las y los de abajo que no permanecen insumisos, que se rebelan, que promueven desobediencias; se llamen negros, indios, gauchos o descamisados (piqueteras, vagos o planeras). Les cabecitas negras serán siempre, para estos estos sectores, lo monstruoso, la barbarie impúdica de la razón liberal.
Que 2019 finalice con el lanzamiento de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP), un sindicato en el que se busca agremiar al precariado, no hace más que poner sobre la mesa de las discusiones contemporáneas algo que en las calles no se ha dejado de expresar. A saber: que si no hay patria para todes, no habrá patria para nadie. Sepan entonces gorilas: acá, acá no se rindió nadie. Y vamos por más, vamos por todo.