“Calibán: Me enseñaste el lenguaje y mi provecho
es que sé maldecir. La peste roja te lleve
por enseñarme tu lengua”
Shakespeare: La tempestad
Colonialismo histórico: extractivismo de los recursos físicos
La historia del colonialismo es una historia de depredación sistemática del territorio. El objeto de la colonización son los lugares físicos ricos en recursos que el Occidente colonialista necesitaba para su acumulación. El otro objeto de la colonización son las vidas de millones de hombres y mujeres explotados en condiciones de esclavitud en el territorio sometido al dominio colonial, o deportados al territorio de la potencia colonizadora.
No es posible describir la formación del sistema capitalista industrial en Europa sin tener en cuenta el hecho de que este proceso fue precedido y acompañado por la subyugación violenta de territorios no europeos y la explotación en condiciones de esclavitud de la mano de obra doblegada en los países colonizados o deportada a los países dominantes. El modo de producción capitalista nunca habría podido establecerse sin exterminio, deportación y esclavitud.
No habría habido desarrollo capitalista en la Inglaterra de la era industrial si la Compañía de las Indias Orientales no hubiera explotado los recursos y la mano de obra de los pueblos del continente indio y del sur de Asia, como relata William Dalrymple en The Anarchy, The relentless rise of the East India Company (2019).
No habría habido desarrollo industrial en Francia sin la explotación violenta del África Occidental y del Magreb, por no hablar de los demás territorios sometidos al colonialismo francés entre los siglos XIX y XX. No habría habido desarrollo industrial del capitalismo estadounidense sin el genocidio de los pueblos nativos y sin la explotación esclava de diez millones de africanos deportados entre los siglos XVII y XIX.
También Bélgica construyó su desarrollo sobre la colonización del territorio congoleño, acompañada de un genocidio de una brutalidad inimaginable. Martin Meredit escribe a este respecto:
“La fortuna de Leopoldo procedía del caucho en bruto. Con la invención de los neumáticos, para las bicicletas y luego para los automóviles, alrededor de 1890, la demanda de caucho creció enormemente. Utilizando un sistema de mano de obra esclava, las compañías que tenían concesiones y compartían sus beneficios con Leopoldo saquearon los bosques ecuatoriales del Congo de todo el caucho que pudieron encontrar, imponiendo cuotas de producción a los aldeanos y tomando rehenes cuando era necesario. Los que no cumplían sus cuotas eran azotados, encarcelados e incluso mutilados cortándoles las manos. Miles de personas murieron por resistirse al régimen del caucho de Leopold. Muchos más tuvieron que abandonar sus pueblos….” (Martin Meredit: The State of Africa, Simon & Schuster, 2005, p. 96).
Muchos autores contemporáneos insisten en esta prioridad lógica y cronológica del colonialismo sobre el capitalismo.
“La era de las conquistas militares precedió en siglos a la aparición del capitalismo. Fueron precisamente estas conquistas y los sistemas imperiales que se derivaron de ellas los que promovieron el ascenso imparable del capitalismo” (Amitav Gosh: La maldición de la nuez moscada, p. 129).
Y según Cedric Robinson: “La relación entre el trabajo esclavo, la trata de esclavos y la formación de las primeras economías capitalistas es evidente” (Marxismo negro).
Pocos, sin embargo, han observado cómo las técnicas utilizadas por los países liberales para subyugar a los pueblos del Sur global son exactamente las mismas que las utilizadas por el nazismo de Hitler en las décadas de 1930 y 1940, con la única diferencia de que Hitler practicó las técnicas de exterminio contra la población europea, y contra los judíos que eran parte integrante de la población europea.
Uno de estos pocos es, sorprendentemente, Zbigniew Brzeziński quien, en un artículo de 2016 titulado Hacia un realineamiento global, tuvo la honestidad intelectual de escribir: “Las masacres periódicas han dado lugar en los últimos siglos a exterminios comparables a los de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial”. El artículo de Brzezinski concluye con estas palabras: “Tan impresionante como la escala de estas atrocidades es la rapidez con la que Occidente se olvida de ellas”.
De hecho, la memoria histórica es muy selectiva cuando se trata de los crímenes de la civilización blanca. En particular, el recuerdo del exterminio de las poblaciones no europeas no recibe una atención especial y no forma parte de la memoria colectiva, mientras que a la Shoah se le dedica un culto obligatorio en todos los países occidentales.
La civilización blanca considera a Hitler como el Mal Absoluto, mientras que los británicos Warren Hastings y Cecil Rhodes, el alemán Lothar von Trotha, exterminador del pueblo Herrero, o Leopoldo II de Bélgica son olvidados, cuando no perdonados por la memoria blanca.
Como el general Rodolfo Graziani, torturador de Libia y Etiopía, que fue gravemente herido en un atentado en Addis Abeba, pero desgraciadamente salvó la vida, y que después de la guerra fue indultado por el gobierno italiano para que pudiera convertirse en presidente honorario del Movimiento Social Italiano, el partido de los asesinos que ahora gobierna de nuevo en Roma.
Exterminaron a poblaciones enteras para imponer el dominio económico de Gran Bretaña, Bélgica, Alemania o Francia, por no hablar de Italia. Sin embargo, no se les recuerda, porque sólo Hitler merece ser execrado para siempre, ya que sus víctimas no tenían la piel negra.
En cuanto a los exterminadores de los pueblos de las praderas norteamericanas, son incluso objeto de un culto heroico que Hollywood decide celebrar.
La colonización ha actuado de forma irreversible no sólo a nivel material, sino también social y psicológico. Sin embargo, el principal legado del colonialismo es la pobreza endémica de zonas geográficas que han sido saqueadas y devastadas hasta tal punto que son incapaces de salir de su condición de dependencia. La devastación ecológica de muchas zonas africanas o asiáticas empuja hoy a millones de personas a buscar refugio mediante la emigración, entonces se encuentran con la nueva cara del racismo blanco: el rechazo, o una nueva esclavitud, como ocurre en la producción agrícola o en el sector de la construcción y la logística en los países europeos.
Dado que el proceso de descolonización no consiguió transformar la soberanía política en autonomía económica, cultural y militar, el colonialismo se presenta en el nuevo siglo con nuevas técnicas y modalidades, esencialmente desterritorializadas, aunque las formas territoriales del colonialismo no quedan anuladas por la soberanía formal de la que gozan (por así decirlo) los países del Sur global.
Con el término hipercolonialismo me refiero precisamente a estas nuevas técnicas, que no suprimen las viejas basadas en el extractivismo y el robo (de petróleo o de materiales indispensables para la industria electrónica, como el coltán), sino que dan lugar a una nueva forma de extractivismo que tiene como medio la red digital y como objeto tanto los recursos laborales físicos de la mano de obra captada digitalmente como los recursos mentales de los trabajadores que permanecen en el Sur global pero producen valor de forma desterritorializada, fragmentada y técnicamente coordinada.
Hipercolonialismo: extractivismo de los recursos mentales
Desde que el capitalismo global se ha desterritorializado a través de las redes digitales y la financiarización, la relación entre el norte y el sur globales ha entrado en una fase de hipercolonización.
La extracción de valor del Sur global tiene lugar en parte en la esfera semiótica: captura digital de mano de obra muy barata, esclavitud digital y creación de un circuito de mano de obra esclava en sectores como la logística y la agricultura. Estos son algunos de los modos de explotación hipercolonial integrados en el circuito del Semiocapital.
La esclavitud –que durante mucho tiempo hemos considerado un fenómeno precapitalista, y que era una función indispensable de la acumulación originaria de capital– reaparece hoy de forma extendida y omnipresente gracias a la penetración del mando digital y a la coordinación desterritorializada. La cadena de montaje del trabajo se ha reestructurado en una forma geográficamente deslocalizada: los trabajadores que dirigen la red mundial viven en lugares situados a miles de kilómetros de distancia, por lo que son incapaces de poner en marcha un proceso de organización y autonomía.
La formación de plataformas digitales ha puesto en marcha sujetos productivos que no existían antes de la década de 1980: una mano de obra digital que no puede reconocerse a sí misma como sujeto social debido a su composición interna.
Este capitalismo de plataforma funciona a dos niveles: una minoría de la mano de obra se dedica al diseño y comercialización de productos inmateriales. Cobran salarios elevados y se identifican con la empresa y los valores liberales. Por otro lado, un gran número de trabajadores dispersos geográficamente se dedican a tareas de mantenimiento, control, etiquetado, limpieza, etcétera. Trabajan en línea por salarios muy bajos y no tienen ningún tipo de representación sindical o política. Como mínimo, ni siquiera pueden considerarse trabajadores, porque esas modalidades de explotación no están reconocidas de ninguna manera y sus escasos salarios se pagan de forma invisible, a través de la red celular. Sin embargo, las condiciones de trabajo son, por lo general, brutales, sin horarios ni derechos de ningún tipo.
La película The Cleaners (2018), de Hans Block y Moritz Riesewick, relata las condiciones de explotación y desgaste físico y psicológico a las que se somete a esta masa de semitrabajadores precarios, reclutados en línea según el principio de Mechanical Turk, creado y gestionado por Amazon.
Entre los años noventa y la primera década del nuevo siglo se formó esta nueva mano de obra digital, que opera en condiciones que hacen casi imposible la autonomía y la solidaridad.
Ha habido intentos aislados de trabajadores digitales de organizarse en sindicatos o de desafiar las decisiones de sus empresas: pienso, por ejemplo, en la revuelta de ocho mil trabajadores de Google contra la subordinación al sistema militar.
Estas primeras manifestaciones de solidaridad se produjeron, sin embargo, allí donde la mano de obra digital está unida en gran número y percibe salarios elevados. Pero, en general, el trabajo en red se antoja irregulable, por ser precario, descentralizado y porque, en gran medida, se desarrolla en condiciones de esclavitud.
En el libro Los ahogados y los salvados, Primo Levi escribe que cuando estuvo internado en el campo de exterminio “había esperado al menos la solidaridad entre compañeros de infortunio”, pero luego tuvo que reconocer que los internados eran “mil mónadas selladas, entre las que hay una lucha desesperada, oculta y continua”. Esta es la “zona gris” donde la red de relaciones humanas no se reduce a víctimas y perseguidores, porque el enemigo estaba alrededor, pero también dentro.
En condiciones de extrema violencia y terror permanente, cada individuo se ve obligado a pensar constantemente en su propia supervivencia, y es incapaz de crear lazos de solidaridad con otros explotados. Como en los campos de exterminio, como en las plantaciones de algodón de los estados esclavistas del País de la Libertad, también en el circuito esclavista inmaterial y material que la globalización digital ha contribuido a crear, las condiciones para la solidaridad parecen estar vedadas.
Es lo que yo llamaría Hipercolonialismo, una función dependiente del Semiocapitalismo: extracción violenta de recursos mentales y tiempo de atención en condiciones de desterritorialización.
Hipercolonialismo y migración. El genocidio que viene
Pero el Hipercolonialismo no es sólo extracción de tiempo mental, sino también control violento de los flujos migratorios resultantes de la circulación ilimitada de los flujos de información.
Puesto que el Semiocapitalismo ha creado las condiciones para la circulación mundial de la información, en territorios alejados de las metrópolis se puede recibir toda la información necesaria para sentirse parte del ciclo de consumo y del propio ciclo de producción.
Primero se recibe la publicidad, luego un cúmulo ingente de imágenes y palabras que pretenden convencer a todo ser humano de la superioridad de la civilización blanca, de la extraordinaria experiencia que representa la libertad de consumo y de la facilidad con que todo ser humano puede acceder al universo de bienes y oportunidades.
Por supuesto, todo esto es falso, pero miles de millones de jóvenes que no tienen acceso al paraíso publicitario aspiran a alcanzar sus frutos. Al mismo tiempo, las condiciones de vida en los territorios del Sur global se han vuelto cada vez más intolerables, porque efectivamente empeoran con el cambio climático, pero también porque se enfrentan inevitablemente a las oportunidades ilusorias que el ciclo imaginario proyecta en la mente colectiva.
De ahí que, por necesidad y por deseo, una masa creciente de personas, sobre todo jóvenes, se desplace físicamente hacia Occidente, que reacciona a este asedio con miedo, agresiones y racismo. Por un lado, la infomáquina envía mensajes seductores, y llama hacia el centro, del que emanan flujos de atracción. Por otro lado, sin embargo, quienes creen en ella y se acercan a la fuente de la ilusión acaban en un proceso masacrante.
La población del Norte global, cada vez más vieja, poco prolífica, económicamente en declive y culturalmente deprimida, ve en las masas migrantes un peligro. Temen que los pobres de la tierra lleven su miseria a las metrópolis ricas. Se les presenta como la causa de las desgracias que sufre la minoría privilegiada: una clase de políticos especializados en sembrar el odio racial ilusiona a los viejos blancos haciéndoles creer que si alguien pudiera acabar con esa inquietante masa de jóvenes que presiona a las puertas de la fortaleza, si alguien pudiera eliminarlos, destruirlos, aniquilarlos, entonces volverían los buenos tiempos, Estados Unidos volvería a ser grande y la moribunda patria blanca recuperaría su juventud.
En la última década, la línea que divide el Norte del Sur, la línea que va desde la frontera entre México y Texas hasta el mar Mediterráneo y los bosques de Europa central y oriental, se ha convertido en una zona donde se libra una guerra infame: el corazón negro de la guerra civil mundial. Una guerra contra personas desarmadas, agotadas por el hambre y la fatiga, atacadas por policías armados, perros rastreadores, fascistas sádicos y, sobre todo, por las fuerzas de la naturaleza.
A pesar de los brillantes anuncios de mercancías que animan a los idiotas consumistas, y a pesar de la propaganda de los cerdos neoliberales, la lógica del Semiocapital funciona de una única manera: el Norte global se infiltra en el sur a través de los innumerables tentáculos de la red: una herramienta para captar fragmentos del trabajo desterritorializado
Pero la penetración física del Sur, que presiona para acceder a territorios donde el clima aún es tolerable, donde hay agua, donde la guerra aún no ha llegado con toda su fuerza destructiva, es repelida por la fuerza y el genocidio. Una parte significativa, si no mayoritaria, de la población blanca ha decidido atrincherarse en la fortaleza y utilizar cualquier medio para repeler la oleada migratoria. Los colonialistas de ayer –los que en siglos pasados llegaron a través de los mares para invadir los territorios-presa– claman ahora por la invasión porque millones de personas están presionando las fronteras de la fortaleza.
Este es el principal frente de guerra que se desarrolla desde principios de siglo, y que se amplía, adoptando por doquier los contornos del exterminio. No es el único frente de guerra: otro frente de la caótica guerra mundial es el inter-blanco que enfrenta a la democracia liberal imperialista con el soberanismo autoritario fascista.
La desintegración de Occidente, y en particular de la Unión Europea, como resultado de la guerra inter-blanca, corre paralela a la guerra genocida en la frontera: dos procesos distintos entrelazados en la escena de los años veinte.
¿Cómo salir vivo? Esta es la pregunta que se hacen todos los desertores.
Hay que organizarse para desertar juntos.
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Traducción de Ángela Molina Climent
Fuente CTXT