Lo obvio a veces merece ser dicho: ¡qué gusto la gira por España, el mes pasado, de las feministas e investigadoras comprometidas Raquel Gutiérrez y Rita Segato! Su paso por estas latitudes –sin duda cuidadosamente planeado así– coincidió con las preparaciones y la posterioridad de la movilización del día 8 de marzo. La fecha histórica, para muchas institucionalizada en su sentido peyorativo, este año “iba a ser otra cosa”. Eso nos decíamos acá y allá gracias a la convocatoria global del Paro Internacional de las Mujeres. Y me atrevo a decir que nuestro deseo devino realidad, cumpliendo la intuición compartida también por Rita y Raquel, de estar al borde de un punto de inflexión que revela la maraña mundial de la opresión del sistema hombre–mujer, el pensamiento colonial que sigue bien vivo en la actualidad, la explotación capitalista de la vida, y la violencia de una guerra continua y cotidiana cada vez más constante.
Tras estas jornadas pasadas, el hecho de que ellas cruzaran el océano y dieran a conocer algunas de las realidades de aquel otro lado, a la vez diferentes y tan semejantes, ha sido para mí como un regalo de hilo rojo. El hilo que nos trajeron puede ser el de Ariadna, si queréis, pero ahora –en vez de ofrecérselo a Teseo, el amado que se va y vive sus aventuras– se lo queda ella para salir de su propio laberinto, el que todavía muchas veces encierra al deseo libre femenino. Es un regalo que insta a parar. Y eso hicimos, tal y como pudimos. Las dos semanas en torno a la movilización se han inundado de encuentros entre mujeres, oportunidades de mojarnos en aprendizajes acumulados durante años, horas de prestarnos unas a las otras, esfuerzos que permitieran que más y más de nosotras participaran en el paro, choques con el mundo que parecía quererlo impedir a cada dos pasos, y al llegar el día, la ambigüedad de una rara rabialegría. No tuve más remedio que dotarla de sentido con el fuego cruzado de los muchos pesares que convocaban el paro junto a la potencia de compartir el momento.
Sé que aún no hemos ganado la posibilidad de que todas puedan parar, y tampoco la de pensar –entre prisas, pero deliciosamente– en el estado del feminismo durante las semanas de esta precoz primavera madrileña. Pero tal vez hemos ganado cosas que lo superan muy por encima. Por eso, al pensar en las que faltaban en las calles, pensé en la potencia combinada de las cosas que hacían en ese mismo momento las que no estaban. Pensé en qué estarían las que no estaban, y qué estaban ganando. “El hecho de mantener la sociedad con vida exige un trabajo inmenso” se dijo en uno de los encuentros de la gira, y por eso la lucha también se da a través de las “vidas enteras de mujeres dedicadas a mantener con vida aquello que podría morir en solo un momento”.[1] Solo bajo una lectura sencilla y dogmática de la convocatoria de aquel día, esas cosas –da igual si se trata de trabajo remunerado o de cuidados, si del único momento posible de descanso esa semana– podían ser vistas como contrarias a la lucha. En el fondo, la decisión (y la imposición) de las que se quedaron cumpliendo con sus tareas de trabajo nos enseña por lo menos dos cosas: la contradicción que reside en parar si lo que haces es sostener la vida, y –como nos cuentan varios minirrelatos de los “paros diferentes” que llenaron las redes– nuestra madurez colectiva para pensar la diferencia como parte, y la lucha como la vida misma. Ganar tu paro puede ser ducharte tranquilamente mientras alguien cuida de tu bebé o sentir en el cuerpo la certeza de haber acabado con una relación dañina.
De este modo, se volvieron urgentes las preguntas que nos hizo Raquel en la reunión celebrada entre mujeres en la Casa de Mujeres Eskalera Karakola: ¿qué cosas nos han salido bien? y, ¿qué cosas mal? En otras palabras –que tal vez convienen para contrastar e irrumpir desde la autonomía en las lógicas de la pérdida y la ganancia que nacen con la ola de las nuevas políticas institucionales– ¿qué hemos ganado? y ¿qué queremos ganar? Y es que ganar que la vida pueda ser vivida en su plenitud a través del deseo femenino libre es una apuesta compleja. Fue solo fruto de mucha práctica de autoconciencia que las feministas italianas siquiera llegaran a la conclusión, en los años 70, de que una parte importante de lo que padecían era precisamente eso: ganas de ganar. Las entendían como ganas de “vencer en el mundo todo lo que nos vuelve inseguras, inestables, dependientes, imitadoras, pero sin traicionar nada de lo que somos, ni siquiera lo que por ahora solo habla fallidamente”, decían.[2]
¿Qué les podríamos responder a día de hoy? ¿Qué decir, sabiendo que a veces las ganas de ganar “nos paralizan en vez de hacernos avanzar, porque no encuentran verificación en las posibilidades que esta sociedad ofrece”? ¿Qué celebraciones de victoria podríamos contar y qué retos consultar a su mundo, pasado pero a la vez tan presente?
Hemos ganado, de manera completamente relativa, cierta igualdad formal en los entornos jurídicos, laborales y, en menor medida, los de cuidado. Ahora cabe preguntarnos si este pequeño pasito está en vías de convertirse en aquello que va a frustrar la lucha futura, porque conlleva asumir el universal masculino y confiarnos en el Estado como garante último de nuestras vidas. Consideremos que vivimos momentos en los que todo paso dado hacia una mayor libertad está en peligro y tiene que defenderse para no ser empujado para atrás. Consideremos también, aunque resulte más difícil, que la igualdad está siendo convertida en un arma para atacarnos en ese sentido.
Hemos ganado en ser capaces de traer al mundo la diferencia como nuestra arma mejor e inagotable, cuya multiplicación es la prueba de su potencia. Es imprescindible, pues, resistir en las múltiples diferencias y en su transformación continua para evitar que sean mercantilizadas o convertidas de nuevo en armas represivas en contra de nosotras. Lo que también es cierto es que, sobre esas diferencias y transformaciones, a muchas nos quedan mundos enteros por aprender. Queda callar, escuchar y respetar experiencias de cada experiencia singular diferente a la de una misma, para tejer con los hilos de nuestras luchas un tejido amplio y vivo: nos enfrentamos, al fin y al cabo, a una proliferación sumamente contrarrevolucionaria de feminismo blanco, mercantilizado, o como diría Rosi Braidotti, “feminismo sin mujeres” o una buena parte de ellas[3].
Y aunque suene contradictorio, en esta situación nace también el reto histórico del devenir lento de la identidad de mujer en otra cosa. Pues se puede, a la vez, luchar para entender cómo se construye una misma como mujer sujetada, buscar convertir aquella diferencia en una fuerza, y desear hacer explotar la cáscara para que se multiplique la expresión de la feminidad más allá del sujeto mujer tal y como se construye en la sociedad patriarcal. Se puede hacer, estoy segura, sin esencialismo de género alguno. Y poquito a poco, ya no quedan tampoco contrapartes para la masculinidad única: se rompe el binomio que forma la relación de opresión, y se abre la posibilidad de multiplicación de expresiones de género también para los hombres, siempre cuando no sucumban bajo las convulsiones que hacen agarrar a los privilegios que les han sido regalados.
Mientras todo esto pasa en los tejidos de la subjetividad y la organización social, la feminización de la política se ha puesto de moda. ¡Cuestionable victoria! diréis algunas, y tal vez sea cierto que la conversión en marca-bandera de aquello que no puede serlo nos daña más que ofrece. Sin embargo es una prueba de la inmensa potencia de las luchas que se dan en estos momentos y que se han dado durante las últimas décadas. Si me atrevo a imaginar un devenir-femenino de las instituciones, la única certeza que tengo es que no pasará por la toma del poder en las instituciones actuales, ni por construcción de unas nuevas para ser habitadas por algunas mujeres en representación de todas. Pasará, si es posible que pase, por un cambio radical en cómo entendemos las instituciones y la relación que mantienen con la vida.
Hemos ganado en entender cada vez con mayor profundidad que la violencia de género no es algo que sufran algunas y otras no: son los mil pilares, de sustancia y apariencia variadísima, que sostienen la supremacía masculina: social, económica, política y simbólica. Hemos ganado leyes del Estado que nombran algunas de las violencias a las que nos enfrentamos, pero las violencias se multiplican al ritmo de nuestras maravillosas diferencias y el Estado, tal y como resalta Segato, reproduce el orden del padre sobre nuestros cuerpos a la hora de que éstos griten auxilio. Lo que se niega a reconocer desde aquel aparato es que la violencia de género está fundamentalmente vinculada a la explotación capitalista de la vida. Sobran pruebas de que el Estado cómplice de este sistema cruel no resolverá lo que causa. Se impone la necesidad de desconfiar del feminismo del Estado a la par que la necesidad de conquistar la noción misma de la economía en femenino, o si queréis, de la economía feminista: para cambiar la lógica del valor de cambio por la del valor de uso, la de la competición por la de la cooperación, la de la deuda por la del don.
Las italianas, en su momento, terminaron percibiendo frente a estos retos una debilidad del deseo femenino libre: una vuelta a la impotencia, vivida como tremenda depresión de quien había visto que le era arrebatada la palabra, pero no pudo avanzar más, no pudo cambiar el mundo con su habla recién encontrado. No pudo, digámoslo, volver de la experiencia entre mujeres al plano de las prisas agotadoras y las inmensas complejidades que supone relacionarnos, un plano en el que se debilita el deseo. Pues es imprescindible una política del vínculo para que el deseo no se vea condenado a manifestarse como si en soledad: necesitamos aprender a “cultivar las cercanías y gestionar las distancias” (R.G.). Se sigue situando en la propia vida íntima y psíquica una parte importante de la lucha. Todavía “los hombres aplauden la lucha representativa de las mujeres pero no la material, subjetiva, porque no aguantan que se les quite privilegios” (R.S.).
Así que diría: aunque hemos ganado estar, pese a todo, en todos los círculos de la vida social, tal vez lo que no hemos ganado siempre es hacerlo a nuestra manera. Quizás hemos antepuesto llegar a tal o cual sitio a salir del laberinto que llevamos dentro. Quizás la proliferación, de nuevo, de espacios de mujeres –y más aún, de no hombres– nos habla de una necesidad colectiva de volver a algunas prácticas de espacios y conocimientos propios de quienes no concuerdan con el universal masculino, para así hilar fino, hilar en nuestro interior, pero sin olvidar que lo hacemos para salir a desafiar al mundo. Quizás podemos (y debemos) mantener estas ambigüedades abiertas.
Entre estas incertezas ricas y necesarias, tengo cada vez más claro una cosa que la visita de Rita y Raquel me ha vuelto a recordar. Desde hace algún tiempo veo a otras mujeres como maestras. Maestras ingeniosas, brillantes y precisas, pero también y no con menor importancia maestras malas, maestras agotadas, maestras coléricas: maestras de la condición de mujer en la sociedad, siempre a la vez maestras de la realidad y maestras del revés. Maestras del femenino libre que un día, superada la dictadura del binomio, dejarán de ser mujeres para ser todo lo que desean y enseñar todo lo que saben.
[1] Lo dijo Montserrat Galcerán en el Foro del Instituto para la Democracia y el Municipalismo “¿Qué es la feminización de la política?”, donde participó, entre otras, Raquel Gutiérrez.
[2] Librería Mujeres de Milán: “La cultura patas arriba: Selección de la revista Sottosopra con el final del patriarcado 1973–1996”, p. 109–110.
[3] “Indebted citizenship. An interview with Rosi Braidotti”, disponible en inglés en https://vimeo.com/87547955