A propósito de La Ofensiva Sensible. Neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político de Diego Sztulwark.
De la experimentación al bloqueo
Cierta vez nos topamos con una conferencia de Gilles Deleuze, ofrecida para cineastas, en la que se preguntaba sobre qué es un acto de creación; qué es una idea en cine. Allí, si no recuerdo mal, entre muchas otras cuestiones relevantes, mencionaba la película Los Siete Samuráis de Kurosawa. Aludía a ella para describir el proceso en el que surge una idea; en medio de una aparente urgencia en la que están atrapados los personajes (la lucha de unos samuráis en defensa de su pueblo), emerge una pregunta más urgente y más profunda: ¿qué es un samurái? ¿Quiénes somos? ¿Quién es ese pueblo al que defendemos?
Mucho tiempo antes de descubrir esta hermosa conferencia tuvimos sensaciones parecidas trabajando con distintas experiencias de un renovado protagonismo social. Lo que en su momento llamamos investigación militante, lejos de toda pretensión antropológica o periodística que busca sujetos hechos de antemano para describirlos, corroborar hipótesis previas o construir una analítica de especialistas, se propuso, sin saberlo demasiado, situarse en el lugar de esa otra pregunta que aflora cuando se produce una hendidura entre lo que hacemos y lo que sentimos. Cuando ya no soportamos el lugar atribuido por las distintas máquinas de clasificación y sostenemos, aunque sea entre las penumbras de una clandestinidad, una práctica que nos aproxima al deseo y la libertad.
Los piqueteros, al inventar una forma de lucha, abrieron su mundo a una problematización capaz de salirse tanto del lugar asignado por la estructura social como del sistema de expectativas con el que las distintas militancias diagraman sus estrategias abstractas. Formularon una pregunta sobre el trabajo, la vida y el territorio que interpeló a todo el conjunto social que no salió indemne de esas proposiciones. También vimos cómo ciertas prácticas educativas no se conformaron con suscribir modelos pedagógicos enlatados, por más seductores que estos fueran, ni con obedecer una lógica sindical que piensa siempre que el problema está afuera e imagina condiciones laborales idílicas como reaseguro frente a cualquier dilema concreto. Estos ensayos educativos interrogaron su ser atravesando los roles establecidos y fabularon unas contrapedagogías concebidas en el horizonte de la igualdad de las inteligencias. El desafío era poner a la escuela como laboratorio mismo de la crisis y espacio institucional para la recreación de una imaginación educativa que se rehaga en la experiencia comunitaria. Los Hijos de desaparecidos, partiendo de su condición de víctimas directas del terrorismo de estado, pusieron su cuerpo como territorio abierto a conjuntos más amplios para transitar el agujero negro de nuestra generación, la impunidad genocida, inventando los escraches como procedimientos concretos de justicia popular. Esta voluntad de repensarlo todo también abarcó a los colectivos de arte que se preguntaron por cómo simbolizar las luchas y denunciar las injusticias expresándolas por fuera de las coordenadas de todo marco representativo- institucional y a los campesinos que, en medio de su supuesta extinción por obra de la expansión de la frontera agropecuaria, alzaron su voz defendiendo la vida campesina como lo Otro de un capitalismo global extractivo. Las fábricas recuperadas se reapropiaron de los espacios de producción abandonados por el capital y problematizaron el criterio de explotación, el tiempo colectivo y la cooperación mientras los clubes de trueque intentaron ir más allá de la distinción entre producción y consumo a través de la figura del prosumidor. Todas estas interrogaciones dialogaron en una extensa conversación asamblearia con la pregunta acerca de qué es pensar y qué es la política cuando los modelos entraron en crisis. Qué es un territorio y cómo se autogobierna, cómo nos alimentamos y nos organizamos, qué es la igualdad y con qué categorías somos capaces de pensarnos autónomamente y producir conocimiento colectivo.
Cuando los movimientos sociales y las distintas experiencias de ese contrapoder entraron en una fase de impasse –que fue a la vez nuestro propio impasse– como producto de un agotamiento de la imaginación y la iniciativa, y de una dinámica en la relación con las instituciones (que durante el período kirchnerista osciló entre el reconocimiento y la subordinación) que había agotado sus rasgos más innovadores, quienes integramos el Colectivo Situaciones nos dispersamos en múltiples sentidos: entre los feminismos y la investigación, entre colectivos editoriales y prácticas territoriales, entre la escritura y la abstención. Supimos de perplejidades y tristezas pero cada quien ha afirmado nuevos caminos y encuentros en los que se rehízo. Siguiendo los derroteros de aquellas preguntas, intentando prolongar sus efectos frente a los mecanismos de incorporación, juicio y desposesión contemporáneos, hay una perseverancia que se manifestó de distintas formas. Intervenciones que muchas veces sentí más próximas y otras recibí con un sentimiento de mayor extrañeza o sorpresa. Pero en cada texto reconocí gestos propios y diferenciados que se relacionaban con aquella historia común. Ese magma compartido se ve otra vez puesto en juego, como si se tratara de una nueva tirada de dados en la que se vuelve a desplegar de otro modo esa historia, por la salida del libro –La ofensiva sensible. Neoliberalismo, populismo y el reverso de la política– escrito por Diego Sztulwark, que retoma ciertos hilos y los enriquece con nuevas elaboraciones.
Los argumentos
El libro presenta un conjunto de problemas que se proponen reconstruir la historicidad de la crisis de 2001 como punto de partida, grado cero de la política y epistemología, cuyo potencial cognitivo es capaz de remontarse al diagrama mismo en el que se ligan las “palabras y las cosas” produciendo un orden (fundado en el terror de la post-dictadura) que liga lo visible, lo decible y lo pensable. Mirar debajo del agua, sustrayéndose no solo de los discursos dominantes sino también de los procedimientos de visibilización pública, fue condición de la crítica radical cuya fuerza disolvente socavó la norma a partir de la generalización de la excepción. Por esta vía, la crisis adopta una dimensión positiva, constituyente, que dista mucho del modo en que los partidarios del ordenamiento democrático vigente –protagonistas de la “democracia castrada”, al decir de León Rozitchner– la conciben y utilizan para descargarla sobre las espaldas populares como amenaza y estigma.
El capitalismo aprendió de la crisis y se reconfiguró partiendo de sus supuestos, aunque su operación consistió en negativizar su fuerza productiva y libertaria: todo lo existente, a partir de entonces, adoptaría la forma empresa o a sería codificado en términos de emprendedurismo. El éxito del neoliberalismo, que no se reduce a un partido o programa político determinado sino a un régimen de gobierno de los afectos y las pasiones, se erige sobre la derrota de una “política de los cuerpos” –tramada al calor de la crisis– y sobre un combate decisivo contra todo síntoma que exprese un malestar, una existencia incompatible con el régimen financiero de las vidas y el consumo como su horizonte último. Entre el estímulo a una creatividad controlada y la represión del síntoma; entre la amenaza de muerte y la promesa de felicidad; entre las terapias compensatorias y las fórmulas del éxito insufladas por el coaching; entre la estabilización existencial y el gobierno de las emociones se cifra la verdad del capitalismo contemporáneo. Su propósito: moldear las expectativas y deseos colectivos para incluirlos dentro del régimen de la economía política.
La “voluntad de inclusión”, expresada durante el ciclo kirchnerista, es un punto fuerte que el libro propone discutir y que cobra especial relevancia de cara a la coyuntura política que se abre a partir del recambio gubernamental. Su tendencia a negativizar la crisis para conjurar sus efectos en favor de una “normalidad inclusiva”, sin extraer de ella su potencial transformador; su gusto por lo convencional; su lógica reparatoria, tan justa como victimizante y la reposición de escenas simbólicas y afectivas del pasado, como si las mutaciones del capitalismo fueran tan sólo un paréntesis (el regreso del setentismo), no ha sido el modo más eficaz de enfrentar al neoliberalismo. Porque a partir del reconocimiento y la inclusión por medio de la ampliación de los márgenes de distribución monetaria, no se propuso un campo de problematización acerca del mundo al que se nos ofrecía incluirnos. Porque el horizonte de la igualdad no pudo desarrollarse más allá del consumo de los modos de vida disponibles en el mercado y más allá de la normalidad laboral (siempre precarizada) e institucional (siempre frágil y con vocación representativa). Porque la reapropiación de los bienes comunes y colectivos dejó de estar en la agenda de las transformaciones como también la democratización de los modos de decisión, y porque los movimientos populares, bajo la tutela del populismo como teoría política, dejaron de estar en el centro de la escena y quedaron subsumidos al mando del capital y guionados por el estado.
Neoliberalismo y populismo polarizaron la escena y se disputaron el mando. Pero el deseo de orden y un odio larvado fue extendiéndose en el reverso de la política institucional y mediática. Una oscura pasión por las jerarquías, un racismo virulento y un ademán buchón compusieron la partitura del miedo y el conservadurismo gestado durante los últimos
años.
El método
Dice Diego que Ignacio Lewkowicz le decía que su método era piojoso. La “piojosidad sztulwarkiana” consistía en ceder la palabra al otro para decir las propias intuiciones. Deleuze describía un procedimiento parecido del siguiente modo: tomar un autor por la espalda y hacerle un hijo, una criatura conceptual híbrida en la que el autor es un medio para que una verdad se afirme sin ser enteramente suya. Sin embargo, pienso que no se trata de una simple astucia táctica. Hay algo de pudor en esta forma del pensar y un reconocimiento de una verdad mayor: ningún pensamiento es auténticamente propio. Si nuestras vidas están hechas de encuentros, nuestros pensamientos también lo están. La urdimbre de las ideas está tejida por lecturas, conversaciones, reuniones, asambleas, discusiones y gestos que rodean la escena en la que algo puede vislumbrarse. Nada de pretensión cartesiana: el pensamiento remite a situaciones muy concretas, a una experiencia tejida de sensaciones corporales en la que conquistamos esa extraña, acaso irrepetible, felicidad de haber podido pensar algo que necesitábamos para adoptar otro punto de vista, para poder expandir nuestras vidas en otros sentidos o para destrabar aquello que tanto daño nos está haciendo. Ese decir pudoroso está rodeado por las dudas acerca de quiénes somos, quién habla y qué legitimidad tenemos para afirmar algo (finalmente son las preguntas de Kurosawa), aquellos que no confiamos en los dispositivos universitarios de conocimiento y validación, en las tradiciones intelectuales heredadas o en cualquier soporte de estabilización de un yo que habla y piensa, seguro de sí mismo, a la caza de públicos como si fueran nichos de mercado. El pudor es lo propio de aquel que se pone en juego en lo que escribe y piensa, el que busca su propio ser plebeyo y se desarma en ese devenir.
El pensamiento nace de una fragilidad, de una vacilación y de un trabajo perseverante. Los nombres de los otros son los registros de ciertos momentos de la la conversación y la toma de la palabra. Si nos escondemos detrás suyo, o hablamos junto a ellos, es por una mezcla de vergüenza, gratitud, amistad, y sobre todo, por la necesidad de dotarnos de una fuerza colectiva mayor para enfrentar nuestra soledad, nuestros miedos y los desafíos que aún no sabemos cómo asumir.
Partículas elementales
La investigación militante nunca fue oficio sino propensión, nunca pulcritud conceptual sino suciedad del movimiento. Como una vez nos dijo Silvia Rivera: “hay que arrojar el bebé y quedarse con el agua sucia”. Allí están los microbios, las pequeñas existencias microscópicas que componen la fuerza de la vida.
Pensar es un acto contra el poder y sus categorías. Cuando los mecanismos de incorporación y captura del capitalismo se han perfeccionado tanto, cuando el sistema parece reservar para cada sujeto un sitio en el ordenamiento social y para cada discurso un lugar en los engranajes del régimen de enunciación, se vuelve urgente e imprescindible hacer un movimiento capaz de forzar la realidad. Siguiendo la pista de Santiago López Petit, Diego hace hincapié en el malestar, en las vidas que no encajan y que no pueden adaptarse a la imagen exitosa y productiva del presente. Partir de los síntomas y escuchar las partículas anómalas que una y otra vez son compelidas a una vida sofocante, al imperativo de ser activos y felices. Vitalismo turbio contra vitalismo neoliberal. Producción de otras formas de vida contra los modos de ser envasados que oferta la publicística.
Siguiendo la tradición del materialismo crítico, el síntoma es pensado como el tejido vivo que es reabsorbido y explotado cuando sus potencias vitales son subsumidas a la Ley del valor. La lucha de clases se da en torno a la sensibilidad: obediencia, estabilidad y éxito o insubordinación, fragilidad, patologización y culpabilidad. El síntoma es la nervadura del presente. Su radicalidad está dada por el hecho de ser portadora de la verdad epocal, el reverso de lo visible, y por una potencia desobediente y abstencionista que desarma el juego de la interpelación y el reconocimiento. En esas existencias menores, que no tienen cobijo en los grandes movimientos sociales, en sus consignas y demandas, ni en los sujetos visibles y verbalizables, se gesta la fuerza de la insurrección. Ni víctimas a incluir ni emprendedores a integrar. Entre la “vida mula” y la “vida runfla” se cocina a fuego lento una política plebeya. Flotante, desacatada y profanadora, salvaje e incorrecta, sutil, frágil e inaudible. Surgen allí otras formas de la potencia: el gorgogeo de una voz que no alcanza a ser fonema, que no es consigna ni demanda; una intensidad que no alcanza a expresarse en los grandes conjuntos sociológicos; el enfrentamiento con el poder en el propio cuerpo y en el campo de la propia sensibilidad. En ese territorio es donde se libra una lucha por el sentido. El libro de Diego trae sinfín de imágenes en las que se esboza una política posible, resistente y capaz de resensibilzar el campo social. Para ello, es imprescindible el trabajo de escucha y las alianzas entre docentes, terapeutas, investigadores, artistas, militantes y todos los que trabajan en el magma de la formación de estas subjetividades dislocadas. Son los habitantes de una tierra que cruje, y que en este libro se ven envueltos por el tenue aliento de un soplido, la escritura de Diego, que reaviva los rescoldos de las rebeliones pasadas y llama con obstinada urgencia a las que vendrán.
* Sebastián Scolnik (1971) ha formado parte del Colectivo Situaciones, de la editorial Tinta Limón y de otras experiencias autónomas. Trabaja en la editorial de Biblioteca Nacional.