Biopolítica
por Ana Paula Tumas
La peste, el éxodo. De la muerte de 83.
No aprender guitarra, sino la vida. El cuerpo: Atahualpa, Lacan.
Me vi de dieciocho en la madrugada de Venecia, en mi walkman escuché la voz del terror.
En medio de la muerte, es donde volvió la vida. Iba a la desaparición, al caos y
volvió la belleza.
Ese joven acompaña a la mujer del poeta en el viaje final del maestro, su casa fue
la callejuela sin salida: la cárcel, donde reinventa.
El tiempo del silencio.
Quiebra su sistema político pero no el económico. Exilio interno. Está la belleza, el
texto final: murió sereno, de vejez. Relean la historia: es todo lo que en ella se
lee de verdadero. Los que creen hacer causa
en su trajín son, sin dudas también, los
desplazados por un destierro que han
preparado; pero se han hecho ceguera bella los ciegos.
Pequeño rejunte de intercambios
por Carlos G. Picco
Cuando era chico, quizás seis o siete años, pasábamos mucho tiempo junto a mi hermano menor -el tercero no había nacido- en la pequeña casa de mis nonos, un departamento con terraza propia al fondo de un pasillito de baldosas amarillas. Ambos estaban vivos pero mi abuelo todavía laburaba, por lo que las estadías eran principalmente bajo la tutela de aquella vieja de costumbres plenamente piamontesas.
Con mi hermano pasábamos las tardes jugando y peleando, en la terraza a las espadas, en el pasillito con juguetes o a los disparos, en el living sobre los sillones o incluso en la escalera blanca del patiecito ínfimo que daba paso al todavía más pequeño lavadero.
Colgábamos entre las barandas una o dos colchas sostenidas con broches de madera, ambas de color marrón y con un olor a naftalina que volteaba. La idea era con esos velos de lana clausurar la entrada de luz y aislarnos del mundo. Cuando lo conseguíamos, incluso perturbados por la imposible comodidad de una escalera de hierro sumamente angosta, éramos felices. Dentro, algunos juguetes, charlar -es decir pelear- o ver fotos viejas de mis abuelos con el resplandor mínimo que de a momentos dejábamos entrar… perdíamos la memoria, suspendíamos el tiempo y se nos iba así la tarde entera. El juego podía ser interrumpido solo si mi nona tenía que utilizar la escalera para subir a la terraza, llovía o para ir a merendar. Si se trataba de lo primero o lo último, volvíamos seguro luego hasta que nos buscaban mis viejos al salir de laburar, a veces entrada la noche.
Un pequeño cuento infantil. Vaya a saber usted si no le miento. No importa. ¿Le gustó? Realmente dice muy poco y no enseña nada. Para mi es apenas una historia cálida sin más valor que el personal. Eso, si es que no la estoy inventando. Aunque así y todo, el invento digo, puede llegar a tomar el valor de verdad y gratificarme un rato. Como lo hace también un fuerte construido entre las barandas de la escalera más incómoda de barrio Alberdi, una tarde cualquiera de verano a finales de los ‘80.
¿Quién puede entonces venir a decirme, o a decirle a usted, que entre usted y su mundo, o entre el mío y yo, las condiciones son plenamente autoritarias, impuestas? Vamos, no se engañe ni me mienta. Yo no lo hice. Apenas si le estoy contando un cuento.
Predicciones
por Melina Di Francisco
Sala de parto. Reminiscencias de sala de parto. Chorrear agua, romper bolsa.
Se inicia un proceso que no se va a detener hasta el nacimiento. No se detiene y se siente cada vez menos humano. A pesar de la música, de los gurúes asignados, de los colores pasteles, todo va saliendo bien, de la anestesia oportuna, contracciones, los afectos que esperan, las indicaciones amorosas. Cada vez menos humano.
¿Qué es la naturaleza? La naturaleza es parir. Invade, con la certeza de lo inevitable. Imparable. Inasimilable. Inigualable. Irrepresentable. Sale un cuerpo de tu cuerpo. Impensable. Imposible.
Tengo reminiscencias de una naturaleza que se escapa a cualquier intento de dominio. La ciencia puede con ella. Mentira. La ciencia puede hacer creer que hace nacer y salvarte la vida si se complica.
Soñé que estaba en casa y en cuclillas me nacía a mí misma y me nombraba. Mito. Tengo reminiscencias de dominio absoluto del cuerpo animal por sobre todo intento humano.
Tengo reminiscencias de antepasados sacrificando vidas a los dioses en la peste. Tengo un virus metido en el mundo y temo los sacrificios que haremos para sacarlo.
Si tan sólo tuviera…
por don José B. Romanutti
Un avión de papel sobre el que lanzarme,
algunas cucharadas de harina para espolvorear la mesada,
preciosos libros de tapas duras y letras doradas en su lomo,
pequeñas esquelas recibidas por mis abuelos.
La voz de Calamaro para desearte suerte sin importarme,
la habilidad y el movimiento de la penúltima esperanza, en el último minuto…
Si tan sólo tuviera un cuento que contar,
o si en el camino olvidase que soy escrito al ser leído,
todo esto del tener se apaciguaría y entendería, finalmente,
que casi nada tengo y muy poco soy,
…no más que esta amena tranquilidad que se parece a la muerte,
este instante precioso en el que la vida más vivible hace al fin su entrada.