Los que quieren arrestar a Hebe de Bonafini apuestan fuerte al valor de una imagen y pretenden cerrar una etapa: ¿la de los años setentas? ¿la de la lucha por la memoria de los ‘80 y ’90? ¿la del 2001? ¿la del kirchnerismo? ¿la de la naciente resistencia al macrismo? Tal vez todas ellas.
Lo cierto es que con sus idas y venidas, Hebe –nunca sola, aunque siempre muy difícil de acompañar de cerca– ha impedido que se aíslen entre sí estas diferentes etapas históricas. Su modo de transitar el tiempo es excepcional. De allí sus palabras: «Yo nunca mido las consecuencias. Para mí lo más importante es la vida y el honor de mis hijos y de los 30 mil”.
El estado que perpetró un genocidio no tiene autoridad sobre las Madres. Ellas, en cambio, sí se han ganado una conmovedora y dolorosa legitimidad: siguen siendo el máximo testimonio de la excepción justa, aquella que pone la legitimidad por encima de lo legal. Esto enloquece a las diferentes derechas, que quieren ver en este mas allá de la ley a un Dios Patriarcal o a un Gurú de las finanzas, pero jamás a una madre luchando por lo que hicieron con sus hijos combativos. Porque es precisamente la materialidad de esa lucha de madres lo que quieren derrotar. Porque en su fuerza de justicia, esa lucha puede mover lo que no puede mover el kirchnerismo, ni las izquierdas.
Las Madres de la Plaza de Mayo pusieron en juego, del año ‘77 para acá, el más radical principio de soberanía: aquel que parte de los cuerpos vivos, capaces de luchar contra el terror y la explotación que una y otra vez los niega. Sin esa materialidad viva, principio político tan elemental como exigente, la palabra democracia carece de sentido.