En 1983 Jean Laplanche, con ánimo provocador, se preguntaba si no había que “quemar a Melanie Klein”.[1] Casi cuarenta años después, con menos vocación inquisitorial, nos conformamos con preguntar si no hay que “profanar” a Jacques Lacan. Según el filósofo Giorgio Agamben, profanar significa devolver lo sagrado al uso común, hacerlo profano, restituyendo lo que permanece aislado, separado en la esfera de lo divino.[2] En ese sentido, podríamos decir que profanar implica desacralizar, desdivinizar, rehumanizar. A su vez, esa profanación permite nuevos usos terrenales, como el juego, el pensamiento y la creación. Es que un saber sagrado, como un evangelio, sólo se interpreta o se difunde, pero no se cuestiona. No se lo usa de manera crítica ni lúdica.
Cuando el psicoanálisis se concibe a sí mismo como una práctica extraterritorial, como un saber soberano y sin contexto, se convierte en una cosmovisión totalizadora que, desde su propio púlpito, se autoriza a medir o juzgar otros saberes y prácticas.[3] Por esa vía, el psicoanálisis tiende a sacralizarse, apartándose de la esfera de lo terrenal. A veces se vuelve tan doctrinario que resulta imposible entenderlo a partir de categorías que no sean, ellas mismas, sagradas. Sin embargo, cuando el psicoanálisis renuncia a ese carácter divino, admite nuevos usos y permite la invención. Recupera su poder cuestionador. Se abre incluso a nuevas relaciones con otros saberes y prácticas que lo interpelan.[4] Se deja seducir por problemas que no lo contaminan, sino que lo fecundan. Y lo mismo ocurre, podría pensarse, con aquéllos que lo adoptan, lo practican y le dan una vida renovada.
En la Argentina, además de conocer una formidable expansión, el psicoanálisis sufrió la sacralización casi desde un principio, cuando en los años ’50 y ’60 las teorías kleinianas, en algunos espacios, llegaron a transformarse en una suerte de culto ritualizado. Sin embargo, al mismo tiempo, en sus “formas profanas” (que algunos consideran desviadas, impuras o bastardas), el psicoanálisis fue el motor de pensamientos y acciones originales, desde Pichon-Rivière, Bleger y Baranger hasta Masotta, sin olvidar “la experiencia del Lanús”.[5] Posteriormente –sobre todo en la universidad–, las ideas lacanianas tomaron para muchos el relevo del lugar sagrado que antes había ocupado el kleinismo, haciendo del analista francés un ícono casi incuestionable (o en todo caso un demonio, que no es más que el reverso de lo mismo). Así, desde los ’80, en nuestro país, el lacanismo dejó de ser un saber contracultural para convertirse en un discurso hegemónico muy arraigado y altamente institucionalizado. No sería errado aventurar que, hoy en día, Lacan está más vivo en Buenos Aires, La Plata, Córdoba o Rosario que en París. ¿Pero a qué precio?
Por eso, retomando la pregunta inicial, casi como un anhelo, respondemos que sí, que hay que “profanar” a Jacques Lacan. Hay que perderle el respeto en el mejor de los sentidos. Hay que franquear esa distancia que lo canoniza para posibilitar sus usos terrenales, para reinventar a diario un psicoanálisis “no todo”, entreverado con los desafíos de su tiempo, que es el nuestro. En el pasado y en el presente, son muchos los que lo han usado (y lo usan) de manera imaginativa, sin convertirlo en credo, sin transformarse en feligreses. Es que el mejor modo de asumir una herencia es aceptar que la fidelidad absoluta es un ideal imposible, que sólo nos lleva a convertirnos en guardianes del templo en el que se conservan los restos de un legado.[6] Ante esa perspectiva, más vale explorar las diversas formas de la “traición”, que no congelan el pasado, sino que, de manera irreverente y cotidiana, lo ponen a trabajar, convirtiéndolo en promesa, forjándole un porvenir.
* Este texto fue escrito como presentación de un taller que tendrá lugar el 27 de noviembre a las 14 hs., en el marco del XII Congreso Internacional de la Facultad de Psicología de la UBA. Junto con Alexandra Kohan, Jorge Reitter y Julián Ferreyra, invitaremos al público a adoptar una actitud “irreverente” para reflexionar sobre los problemas que la historia, las identidades de género, las disidencias sexuales y el campo de la salud mental plantean hoy al psicoanálisis.
**(UBA, CONICET, Biblioteca Nacional)
[1] Laplanche, J. (1983). Faut-il brûler Melanie Klein? Psychanalyse à l’Université, 32 (8), 559-570.
[2] Agamben, G. (2005). Profanaciones. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
[3] Castel, R. (2014). El psicoanalismo. El orden psicoanalítico y el poder. Buenos Aires: Nueva Visión.
[4] Derrida, J. (2000). États d’âme de la psychanalyse: l’impossible au-delà d’une souveraine cruauté. París: Galilée.
[5] Dagfal, A. (2009). Entre París y Buenos Aires. La invención del psicólogo. Buenos Aires: Paidós.
[6] Derrida, J. (1999). Sur parole. París: Éditions de l’Aube.
Acá les paso el link para unirse al debate virtual este viernes 27 a las 14 hs: https://zoom.us/j/2402575675?pwd=QWd5a28zemlvdHpIUm51SVBKWnRHUT09
Si, si. Profanar desde el lugar menos sagrado que hay en la cultura argentina: la universidad. Es como profanar algo desde la santa sede del Vaticano. Vamos bien. Términos pomposos para no decir nada.
Lamento, Fer, que el artículo no te diga nada. En todo caso, me parece, «la universidad» es una idealización. Ahí adentro hay gente de todo tipo. Me parece que el lugar en el que uno trabaja no necesariamente coincide con el lugar de la enunciación. Respecto del psicoanálisis, he visto posiciones muy sacras fuera de las universidades. Y he visto discursos muy cuestionadores dentro de ella. Más allá de todo eso, ¿no te parece que, en Argentina, los discursos psicoanalíticos necesitan un buen sacudón, venga de donde venga?
Excelentes líneas de Alejandro, muy claras y sentidas. Bravo!!!
¡Gracias, Carla! Es toda una expresión de deseos…
No concuerdo con la tesis de base. Porque supone que el psicoanálisis es un discurso estabilizado y que por ello vendrá desde otro lado, desde otro lugar, su impacto. En cambio partir que el psicoanalisis es la piedra en el zapato de las instituciones y discursos instituidos es el punto sísmico de la cuestión. Igual creo que hay cada personaje que no tiene ese apoyo y está en lugares de poder en institutos o instituciones que dice que hace psicoanalisis y lo único que ejerce es el discurso de la bota a diestra y siniestra. Pero si los sacudones son necesarios el tema es de dónde. Porque por ahí uno cree que está sacudiendo y termina siendo un discurso totalizador inverso. O será puro verso. No me interesa el sacudon al psicoanálisis me interesa que sacude el psicoanálisis a los otros. Porque el psicoanalisis es como la anguila humeda que la intentas agarrar con la mano, se te escapa por dónde sea.
Me gusta que pongas el énfasis en eso: «qué sacude el psicoanálisis en los otros». En el año 2000, en los «Estados Generales del Psicoanálisis», ante psicoanalistas venidos de todo el mundo, Derrida lo planteó muy claramente. Resumiendo, dijo algo así como: «Si el psicoanálisis pretende recuperar su poder de cuestionar a otros discursos, primero, debería volver a aceptar ser cuestionado por ellos (por la filosofía, la literatura, la historia, la política…)». États d’âme de la psychanalyse (París, Galilée, 2000). Acuerdo totalmente con esa idea de Derrida. El que pretende sacudir, no puede ser inmune a los sacudones…