por Verónica Gago y Diego Sztulwark
Ensayista exquisito, los textos de Christian Ferrer reunidos en el libro Los destructores de máquinas y otros ensayos sobre técnica y nación, (colección Ademanes, Biblioteca Nacional 2015) son de una esplendorosa actualidad al hablar de los ludditas destructores de maquinaria textil del siglo XIX. En un método que ya tiene su marca estilística, Ferrer encuentra escenas que son como joyas de condensación: personajes, problemas, consignas, sublevaciones, vidas insurrectas y también olvidos que labran imágenes poderosísimas de una escena siempre esquiva, como es la de la resistencia que no se adapta a los modos mayoritarios o aceptados de resistir. Cada uno de estos textos-gemas, traten de lo que traten, hablan de maneras más o menos laterales sobre las invariantes argentinas, de esa inflexión una y otra vez revisada llamada nación. Que lo haga Ferrer, cuya propia máquina de pensamiento es de un anarquismo lúdico e implacable, deja ver un brillo siempre oscuro, sin dudas estremecedor pero capaz de reirse a carcajadas de cualquier iluminismo.
En “Los destructores de máquinas” afirmas que los “ludditas” atacaban las máquinas y plantas industriales de su tiempo porque intuían que la novedosa “Revolución Industrial” iba a desbaratar su poder de regulación comunitaria. ¿Es posible trazar un paralelo entre esa desposesión y fenómenos actuales con relación a las tecnologías productivistas? Además, recuperas los nombres de militantes “ludditas”. Y junto a ellos escribís: “Ningún nombre debe perderse”.
La de los ludditas, famosa por la destrucción de máquinas textiles a golpes de maza, es una de esas sublevaciones que pasan incomprendidas. Lo primero a dejar en claro es que los ludditas destruían las máquinas ensambladas en las nuevas fábricas, no las suyas propias. No rechazaban la tecnología por sí misma, sino aquella que ocasionaba un daño al común, en este caso la producción artesanal de tejidos en pequeños pueblos. El abaratamiento de costos, y también el de salarios, los dejó fuera de juego. Eso siguió ocurriendo, y también hoy, cuando ya estamos habituados al desembarco de novedades técnicas en todo lugar. Por ejemplo, se dice que las computadoras “ahorran tiempo”. Pero que yo sepa, a nadie se le permite salir antes de oficinas o fábricas, por más que haya “ahorrado tiempo”. ¿Quién “ahorra” ese tiempo entonces? El dueño de la empresa, que así ve multiplicada la productividad de los trabajadores, casi nunca compensada por subas de salarios. Inevitablemente, el afán por la novedad ofusca los ojos de los desventurados que padecerán las consecuencias, para no hablar de aquellos que hoy sienten dicha ante la velocidad de las interconexiones informáticas y que a su vez son minuciosamente inspeccionados por sistemas de vigilancia. Pero está claro que el ciudadano prefiere que su narcisismo sea recompensado más allá de los peligros eventuales a ser arrostrados. Si mencioné los nombres de muchos ludditas olvidados es porque me importa la dignidad de su rebelión, que jamás podría haber triunfado. Pero prefirieron batallar a resignarse. Y la lucha es vida y cada uno de esos nombres es contraseña y compromiso, sin dejar de ser extrañeza y signo de tabú. Por otra parte sigue en pie lo que intuyeron: que ninguna técnica debe ser aceptada sin primero ponderar qué daños recaerán sobre una comunidad.
A lo largo de los artículos del libro, con sus dos grandes temas, la nación y la técnica, se sobreimprime el problema del maquinismo, al que definís como un modo de vivir. ¿Podrías explicar mejor esto?
El “maquinismo”, desde la Revolución Industrial en adelante, es una consigna enarbolada por todos los bandos a la vez y asimismo principio rector de orden social, pero no deja de ser una declaración de hostilidad a la vida. De otro modo: es la historia de la destrucción de cada cuerpo que nace y muere en esta Tierra. Ninguna máquina es inerte ni neutra, siempre está inserta en una red institucional de poderes, finanzas, y controles. La cuestión es que las ansias vitales terminan escurriéndose en espacios laborales mayormente, y además son compelidas a ciclos de formación permanente y a tributar admiración y consumo a cualquier innovación “superadora”, cuya posesión se vuelve casi obligatoria. Somos como hamsters apremiados por deudas incomprensibles y por una continua expropiación del tiempo personal. Ya las redes sociales han logrado colonizar lo que antes se llamaba “tiempo de ocio”, en tanto el futuro amenazante es solazado con zanahorias o gigantografías publicitarias, sin contar pasatiempos, “amenities”, o la gestión de la imagen de sí en diversos soportes tecnológicos. Es agotador. Desde ya que muchos sucumben en esta cinta sin fin, pero las instituciones disponen de especialistas en tasar el grado de dolor a partir del cual los damnificados pueden ser declarados “necesitados”, sea de fármacos, subsidios, recompensas simbólicas y otros contrapuntos por el estilo. Cada pájaro en su celda y la celda bien decorada, ese es el modo de vida. No es una postal agradable, la vida debería ser un banquete, no un transcurrir acelerado al interior de una máquina impávida. Todos arriesgamos devenir en minicomponentes orgánicos, hasta que al fin somos declarados inservibles.
Para referirte a la Argentina pensás un tiempo cíclico, en que nuestro desdén por asumir a fondo los problemas son relevados por nuevas y afortunadas oportunidades de reenganche al mercado mundial. ¿Qué podría detener este ciclo?
Si me remito a mi propia experiencia, cada etapa política que vi iniciar, haya sido la dictadura, la “recuperación” de la democracia, la economía de un peso igual a un dólar, o bien los gobiernos kirchneristas, todo terminó mal, casi siempre abruptamente, y no veo por qué la actualidad quedaría exenta de morder el polvo en un horizonte no tan lejano. Ezequiel Martínez Estrada decía que los argentinos reparaban un mal viejo con un mal nuevo, y barrunto que tenía razón. Esto no tiene sentido. Nuestros dilemas no son de índole económica –por Dios, este es un país rico, no el desierto de Kalahari–. No, nuestros problemas conciernen a la pésima distribución de la riqueza y a la conducta incivil, son problemas morales. Codicia, encono, desconfianza, ambiciones de poder sin fundamento, y mucho temor, tal parecen ser las constantes de nuestro destino. Sería preciso un inmenso examen de conciencia colectivo tanto como amenguar el frenesí de la productividad como único ideal de construir un país, pero eso está fuera de nuestras posibilidades.
Decís que las políticas progresistas o populistas suponen una transacción con las tendencias ineluctables de la historia y así descalifican la posibilidad de una imaginación diferente. Ninguna tradición política logró desarmar esta dinámica, ni el socialismo, ni el radicalismo ni el peronismo. ¿Por qué persiste el peronismo, si es que pensamos que aún persiste?
Quién sabe, quizás la cohesión social de los argentinos sea bastante más ficticia de lo que se cree, y por eso el Estado funciona aquí a modo de imán, un aparato de contención que por un tiempo mantiene una precaria realidad de orden y contento. En todo caso, el peronismo persiste porque su diseño es el del mandala, al cual se puede ingresar y salir por todos los lados, y de ese modo reorganiza las energías políticas inorgánicas siempre prestas a desbocarse. Por otra parte, el signo del peronismo es la metamorfosis, es cambiante, improvisa, se cristaliza, disgrega y vuelve a reinventarse. Puede hacerlo porque supera en fantasía a cualquier otra imaginación política existente en el país, al menos hasta el momento.
En tus textos anuncias que esos objetos que hacen cómoda a la vida cotidiana son inseparables de una apología de la muerte. Haces un inventario del correlato entre invento técnico y masacres, esclavización de poblaciones y desmadre ecológico. ¿Cómo es esto?
A nadie le gusta admitir la íntima simbiosis entre invención técnica, guerra y control. Pero siempre ha ocurrido. Un tren transporta pasajeros o bien cañones al frente de batalla, el cable submarino mensajes de salutación u órdenes de batalla, el teleobjetivo apunta al enemigo o fotografía el paisaje, los rasgos de una selfie permiten el acceso a un cajero automático tanto como le advierten a un dron que ya es hora de bombardear. Para conquistar el África se necesitó la quinina tanto como el fusil ametralladora, eran inescindibles. Cabe recordar que la invención de la goma de caucho para las bicicletas produjo el exterminio de tres o cuatro millones de personas en el Congo belga, así como la de miles y miles en la frontera entre Perú y Colombia, y eso mismo está sucediendo en el Congo actual con la explotación de ese mineral “estratégico”, el coltan, sin el cual la telefonía celular no existiría. Vale la pena releer el libro de José Eustaquio Rivera, La vorágine, un clásico de la literatura americana, para enterarse. O bien el de Conrad, El corazón de las tinieblas. Estas cosas no salen en los noticieros. Tampoco entonces.
(Publicado en Revista Ñ / Sábado 21/05/2016)