Hacer del descalabro la base de transformación de la vida // Toni Negri

Para celebrar el lanzamiento de «Historia de un comunista» de Toni Negri Tinta Limón comparte algunos fragmentos significativos del libro. La autobiogafía del pensador y militante italiano, protagonista del largo ciclo de luchas abierto a fines de los 60, oscila entre la memoria y el ensayo. Negri reconstruye su historia en tres momentos: su infancia y primeros años de formación en una Europa devastada por la guerra y el fascismo; los años de explosión del protagonismo político de los obreros y la gran redada del 7 de abril de 1979 que interrumpe violentamente este proceso y sienta las bases del orden neoliberal.

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Aún siento el paso veloz de mi madre, el ritmo de la caminata en el silencio absoluto de la ciudad a esas horas de la mañana. Cuando me digo a mí mismo que durante mucho tiempo sufrí patologías autistas, tal vez me equivoque –pero desde luego mi madre estaba entonces como loca y apretaba mi mano no solo para tirar de mí–. Nunca se me habría ocurrido escaparme de ella: ¿por qué me tenía prisionero? Se lo pregunté varias veces a amigos psiquiatras, a Félix Guattari, a David Cooper: se reían, decían que los comportamientos de Aldina eran completamente normales, que lo que habría debido de preocuparme hubiera sido que no los hubiera tenido. Nunca he sido capaz de discutir con los psiquiatras sobre su ciencia: les prefiero como filósofos, charlando de política o yendo de parranda. ¿Por qué no saben explicar el sufrimiento de aquel niño que era yo?

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La montaña me gusta mucho, pero amo más el esfuerzo que el resultado, el deporte más que la emoción de la cumbre. En mis reflexiones y en mis comportamientos se torna central el descubrimiento de la fatiga de la vida. Atravesar la naturaleza con fatiga es el signo de la salida de la miseria que veo a mi alrededor y de la pobreza de mis posibles: el esfuerzo representa una especie de lucha para salir felizmente del estado de naturaleza. ¿Lo consigo? Es pronto para decirlo. Sin embargo, en aquel momento este espacio es también el terreno en el que he de derrotar a la enfermedad: cuando hago deporte no me ataca el asma. Me olvido de los síntomas cuando marcho a ritmo atlético y mi sudor cobra el gusto de la tierra roja de la pista.

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Unos días después, mi amigo de Bisacquino será asesinado: de nuevo la muerte se cruza en mi camino. No era un muchacho como yo, era un jornalero que había aprendido a escribir, padre de tres niños, un hombre honrado, un comunista: ¡es la muerte de un hermano y hay que vengarla! Explico y discuto lo que ha sucedido con los compañeros en Padua; planteo duras críticas a la línea política de Danilo Dolci, en particular sobre la no violencia: ¿qué sentido puede tener ese marchamo de pura propaganda moral, en un mundo donde el ejercicio de la violencia del más fuerte es inmediato, donde representa el orden mismo de la sociedad y ni siquiera está mistificado por el poder del derecho?

Algo cómica nuestra presunción: empezábamos a hacer política y ya nos hacíamos la ilusión de haber construido un partido, nos esforzábamos por salir del individualismo y ya nos sentíamos universales. Era interesante la propuesta de trabajar sobre los lenguajes, de construir la comunicabilidad de las hipótesis operativas que queríamos producir: ¿pero cómo caracterizar nuestra condición cultural? Un nuevo curso y una política válida de alternativa democrática, promovida por los partidos obreros, nos parece posible si en los distintos ámbitos de la organización social, desde la vida sindical a la universitaria, se desarrolla un discurso cultural y técnico autónomo, capaz de desvincular a los partidos obreros de la crisis en la que han terminado encontrándose frente a la especialización burguesa, en la que entonces se llamaba «política de las cosas». Lo cierto es que el lenguaje de los partidos obreros nunca se ha liberado de la subordinación a la cultura burguesa: de ahí la crisis derivada de una posición incoherente y ambigua –oportunismos tácticos y reformistas, o maximalismo subversivo–. Por eso nos parece urgente un trabajo de programación cultural autónoma, en un nivel especializado, en referencia a la lucha política de los partidos obreros.

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Tras una década de vida común, el grupo termina aquí. Vuelvo a hacer dedo por unos días, completamente solo. En Lerici me detengo para pensar en soledad y tomar algo de sol. Miro mar adentro, por una vez me inquietan las ausencias. Luego voy a Lucca a perderme en discursos utópicos y razonamientos abstrusos con un par de amigos napolitanos ahora rebotados del Partido Comunista Italiano: ¿qué es la felicidad, qué es la liberación de la miseria capitalista de la vida, qué es ir más allá de la alienación y la reificación? Ninguna respuesta. ¿A quién puede sorprenderle? La solución de todos los problemas planteados solo podía ser hacer política, empezar la militancia: era lo único razonable; la ética consiste en construir nuevos objetivos comunes y en realizarlos. Había aprendido a sufrir por el fracaso de mis propósitos, pero también a reconocer que se trataba de superar ese fracaso, para construir condiciones de vida nuevas y siempre plurales. Del grupo quedará en mí una increíble nostalgia: ahora había que hacer de su descalabro la base de la transformación de mi vida.

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Lo digo con ironía: siempre me ha impresionado el esfuerzo de los sindicalistas y los patrones en poner un precio al trabajo. Los imaginaba haciendo esfuerzos de medición, los patrones con el multiplicador de millones, los sindicalistas con los porcentajes y los decimales. Una reivindicación salarial nacía siempre de estas operaciones: los sindicalistas se presentaban ante los obreros más como matemáticos que como delegados para representarles. A su juicio, el objetivo sindical debía tener una apariencia «científica» (sic): por eso sólo se podía modificar si se encontraba un error de cálculo (es decir, de medición). En el sindicalista debía brillar alguna perla transcendental, ya fuera científica o mágica. Esto provocaba la risa de los hombres más inteligentes, que se habían adaptado a la función sindical: Bruno Trentin y Pierre Carniti me contaron numerosos contratiempos en el intento de medición.

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Durante aquellos meses el movimiento se había convertido en un enjambre, en una verdadera multitud de chicos y chicas, obreros inmigrantes y proletarios metropolitanos, que vivían juntos, formaban círculos y preparaban las luchas mientras se preparaban para la vida. Como quería el presidente Mao, la lucha de clase había que vivirla sobre todo en la experiencia del/en el pueblo, en la clase –¡vivir como revolucionarios, «disparar» sobre el cuartel general!– Nos reíamos de ello y nos provocaba asombro: a un filósofo que hubiera querido definir la categoría «acontecimiento», le habría bastado vivir esa situación. ¡En cambio, el lenguaje político y la escritura de los compañeros eran tan mecánicos y retóricos! El lenguaje del operaismo trontiano, elegante y fuerte, traducido a la experiencia juvenil y generalizado en las luchas, resultaba estirado, frígido.

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Había terminado el ‘68, había llegado a su fin el efecto de superficie de aquel acontecimiento extraordinario, empezaba a salir a la luz la naturaleza del proceso subversivo, su trama ontológica. Y, sabiendo lo difícil que era adecuar a esa ruptura de época las estructuras de la organización política, aprendíamos a nadar en las aguas profundas. Pero no era suficiente: había que construir barcas, veleros, acorazados, portaaviones –el futuro que se había abierto era distinto del pasado. No se trataba sólo de gestionar el presente, sino de inventar un camino «más allá», de extender un puente ante nosotros–.

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Habíamos dado en el blanco: habíamos intuido no sólo que la explotación se había extendido de la fábrica a la sociedad, sino también que todos los trabajadores sometidos a esa explotación tomaban conciencia de ello, resistían, mientras esperaban una reacción. La organización no es un mecano ni un lego, es la combinación de un dispositivo teórico-práctico gestionado por minorías activas con un deseo colectivo, de resistencia. La iniciativa no tarda en organizarse por campañas, empezando por la denuncia y la destrucción de las «guaridas del trabajo en negro»: se trataba de combatir la redistribución del trabajo de las grandes fábricas a los pequeños obradores y talleres, que permitía despedir en la fábrica para producir de manera esclavista en el territorio.

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En esos años estalla un feminismo inteligente y duro. Con los grupos del «salario para el trabajo doméstico», las mujeres habían sido las primeras en extender la temática del salario a la sociedad: habían empezado a hablar de salario, con una concepción más rica del trabajo de reproducción –era más bien trabajo de cuidados–. Había aquí una enorme ampliación del concepto de fuerza de trabajo: tenía como ejemplo el trabajo de las mujeres, era fuerza de trabajo que constituía el trasfondo de la sociedad productiva. El feminismo que reivindicaba el salario para las mujeres por el trabajo doméstico era la punta de un iceberg que revelaba no sólo la importancia del trabajo femenino, sino la socialización del trabajo en general.

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Hablamos mucho de la cárcel. Luchamos junto a los reclusos cuando se rebelaron –y las rebeliones fueron muchas en esos años–: los presos en los techos de las prisiones, las manifestaciones alrededor de la cárcel, los contactos con los reclusos y los intentos de evasión organizados desde fuera. Yo mismo fui condenado por haber organizado una evasión –algo de lo que no me avergüenzo, pero no era cierto–. En ese momento, entre finales de 1978 y comienzos de 1979, se trata de comprender desde dentro la relación con esa cárcel contra la que hemos luchado desde fuera.

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