La idea es sencilla: ir desagregando el título y las referencias, como la Cazona de Flores, siempre de atrás para adelante.
Antes, una aclaración: la primera persona del plural que lleva adelante el texto admite el engaño tras el nombre propio: todo lo acá dicho en cierto modo ya fue dicho y puede ser encontrado en los libros de Tinta Limón, o en las entradas de Lobo Suelto!, o en las intervenciones del Instituto de Investigación y Experimentación Política, o en los artículos de la revista Crisis, o en muchos de los textos que algunos de ustedes escribieron a lo largo de estos últimos años.
De atrás para adelante, entonces.
Las pertenencias
Detengámonos primero en la Cazona de Flores, no porque nos interesen las “identidades”, y menos aún contar “proyectos”. Más bien nos resulta necesario explicitar desde dónde hablamos, que apuestas alimentan nuestras palabras.
La Cazona de Flores tiene infinitos modos de contarse. Uno de los más usuales se detiene en el encanto que produce, en su desmesura, la casona misma. Sobreviviente de cuando Flores era zona de quintas de las familias ricas de la ciudad, los misterios de su pasado y de su presente se traman en sus dos decenas de habitaciones, en sus tres patios, en su sótano, aún inexplorado. Pero más que nada en las vidas, muchas y distintas, que con tensiones la habitan.
Otro modo de presentar la Cazona, en clave política, es entenderla como una red de alianzas que se activan y desactivan en función de actividades y proyectos; una red que va cobrando formas distintas, que se intensifica cuando los conflictos la interpelan; y que cuando no, se vuelve débil hasta la desidia. O hasta la clausura legal y el bloqueo político. Por eso la Cazona es un lugar incómodo desde el que hablar. Carece, sobre todo, de lenguaje común. Más preciso es, en cambio, hablar desde Tinta Limón, que en todo caso es un modo específico de formar parte de la Cazona.
Tinta Limón, tal como se presenta, es una editorial “colectiva y autogestionada” que a lo largo de diez años fue nutriendo un catálogo en el que pueden rastrearse una serie de búsquedas, de discusiones, de problemas, de experiencias de construcción política a contrapelo de las narrativas dominantes.
Nacida como experiencia de investigación militante al calor de Diciembre de 2001, siempre fue pensada como un modo de alimentar las luchas sociales. De ahí que, en diálogo con los autores que lee y edita, organice sus propias líneas de investigación, invente sus redes y complicidades, sus modos específicos de indagar los puntos sensibles de nuestra contemporaneidad. A tal fin, apela a la investigación política, que es –tal como definía un texto en Lobo Suelto hace unos años– la “puesta en juego de esa capacidad de los no especialistas de problematizar la existencia colectiva, de elaborar preguntas y saberes que agujereen la normalización, las formas de subjetivación dominate”. Algo nada sencillo dado la fortaleza del sistema de opinión mediático y la docilidad de los cuerpos hiperconectados.
Podría considerarse una tercera adscripción que también funciona como condición de enunciación y que es, a la vez, otro punto clave en esta red difusa: el Centro de Formación Profesional Nº24.
El CFP24 es una escuela pública de artes y oficios situada a pocos metros de la Cazona. Así como Tinta Limón es más que los libros que edita; el CFP es más que los cursos que dicta. Y como en aquella, muchos de sus rasgos remiten a su origen en 2001. Entre otros, la tendencia a priorizar la palabra colectiva a la autoconstrucción del nombre propio; la problematización a los consensos fáciles y las dinámicas cooperativas y autogestivas al sálvese quien pueda. También es posible rastrear este origen en su relación con el territorio, en su vínculo activo y vital con la calle y con organizaciones afines, y en particular del barrio de Flores. Llegados a este punto, pasemos a los términos del título, siempre de atrás para adelante.
El barrio de Flores
Fue el azar el que nos depositó en Flores. Desconfiados de la física abstracta, las imágenes de la política que nos movilizan no se reducen a espacios geográficos determinados ni a un barrio específico. En todo caso, la interpelación es a la ciudad toda, o al mundo. O a nadie.
Dicho esto, admitamos que Flores tiene su encanto como lado B de la ciudad. Carente de glamour, está tan alejado de las luces del centro como de la previsible vida barrial de clase media. O para ser más precisos: esa anhelada, imaginaria, normalidad se ve constantemente interpelada por una economía popular en expansión (como bien supo leer Vero Gago en otro de los libros publicados por Tinta Limón, La razón neoliberal); por formas de trabajo y de vidas “sumergidas”, al borde de lo legal y fuera de los umbrales de visibilidad del régimen de la opinión.
Este entramado hace de Flores un territorio con zonas oscuras y, abigarradas, pero vitales y en conflicto constante. Un conflicto que tiene como base evidente la desigual distribución del valor de la vida y los bienes al interior de la ciudad. Esta desigualdad, para nada ajena múltiples formas del racismo y de hiper-explotación, activa una guerra por la existencia y la seguridad entre modos de vida diferentes.
Y es un guerra exige ser mapeada. Sobre todo, porque “andar sin mapas es andar débil“, como se dice Manual de Mapeo colectivo, coproducido con los Iconoclasitas.
Mapa de la guerra en curso
Una vez asumido el territorio –menos como territorio físico que como escenario de una guerra de modos de vida– ya no es posible pensar Flores por fuera esas zonas oscuras y de esos conflictos que le van dando forma. Y ahí el mapeo colectivo se vuelve una tarea central: mapear es una actividad que permite reconstruir el entramado de cada situación, relevar la complejidad del propio territorio –tan existencial o micropolítico como físico–, de sus potencias y conflictos.
Crear un mapa de conflictos de la guerra en curso, identificar las zonas sensibles de una ciudad, es un trabajo que a su vez construye una red que incide en un territorio, en un campo de modos de vida. Precisamente, la capacidad de incidir políticamente, para nosotros, está en la capacidad de crear conceptos operativos, prácticos, para leer y construir red: hacer comprensible una situación mediante una mirada que moviliza.
En síntesis, si hay un territorio de la Cazona, de Tinta Limón, del CFP y demás segmentos de la red aludida, es el de esta guerra civil de modos de vida. Es sobre ese territorio que se vive, se piensa, se interviene, se lucha.
Estallan los territorios
Tomemos, a modo de ejemplo, dos conflictos territoriales que, por su carácter opaco, interpelaron fuertemente a la Cazona, a Tinta Limón y al CFP (así como a Simbiosis y a otros nodos de estas red) y que permiten ver a qué le estamos intentando llamar guerra civil de modos de vida.
La toma del indoamericano
El primer conflicto remite a la toma de un predio en el Parque Indoamericano, en diciembre de 2010, que luego se extendió a otros espacios de la zona sur de la capital, y en particular al Bajo Flores.
Es sabido que tanto el problema de la vivienda como las tomas de tierras tienen una larga tradición política en la Argentina. Pero en este caso el motor de la toma no fue una iniciativa política o militante, sino un impulso bastante más oscuro: en la madrugada del 8 de diciembre de 2010 un grupo de hombres armados entró a los a tiros a un obrador donde las Madres de Plaza de Mayo estaban construyendo cerca de 500 viviendas. Una vez ocupado “militarmente“ el predio, estimularon la toma por parte de familias de la zona, en su gran mayoría migrantes. El estado de abandono general de la zona sur de la ciudad y la ausencia de políticas de vivienda (en un marco en el que las dinámicas de valorización y especulación inmobiliaria funcionan de modo expulsivo) hicieron el resto. Las Madres y los referentes barriales denunciaron por la operación a un puntero macrista, que contó con la complicidad de la policía Metropolitana, que custodiaba el terreno y permitió la toma.
Este sustrato político-mafioso tuvo su correlato en el modo en que fue asumido públicamente el conflicto por parte del gobierno de la ciudad y de los medios de comunicación: se trataba de un delito –la ocupación de una propiedad– cometido por migrantes. Un último elemento completaba el cuadro: los vecinos gritaban, puteaban, denunciaban a los ocupas, pedían desalojo y represión. Y que los devolvieran a sus país.
A tono, Macri dice aquello de la migración descontrolada y el mismo Evo Morales condena a los “toma-tierras que hacen quedar mal a los bolivianos que vienen a trabajar digna y honestamente”.
El conflicto, en su opacidad, fue delineando una suerte de derecho al racismo que pedía y justificaba la represión a partir de articular tres elementos: una vecinocracia –tal como llamamos el cuaderno que registra la investigación política llevada a cabo en la Cazona– que, movida por el miedo, pide orden a cualquier costo; una maquina comunicacional que funciona simplificando el conflicto y generando estereotipos (los vecinos –que pagan sus impuestos– contra los migrantes/delincuentes; o los migrantes buenos –y sumisos– en oposición a los malos (ocupas y delincuentes). Y con una clase política dispuesta a dar curso a esta pulsiones.
Una historia así, evidentemente, no puede tener un final feliz: ejecutada en conjunto por la policía Federal y la Metropolitana, la represión fue sorpresiva y desproporcionada. En veinte minutos el Parque ya estaba desalojado. No conforme, la policía persiguió a las familias hasta la entrada de la villa 20 y disparó con balas de plomo. Se cobró dos vidas de las que poco se supo, aunque algo más que del bebé que recibió un balazo en la cabeza. Cuatro años después, los 41 policías acusados por los asesinatos fueron dejados en libertad por falta de mérito.
El incendio del taller de Páez
El segundo hecho se vincula con el incendio del taller textil de la calle Páez, en abril de 2015, a pocas cuadras de la Cazona/CFP, en el que murieron dos hermanos, de 6 y 10 años. No era la primera vez que ocurría: en marzo del 2006, otro taller textil se había incendiado, provocando la muerte de cinco menores y una mujer embarazada. Aquella tragedia que ahora se repetía visibilizó la problemática de los talleres textiles ilegales en los que se fabrica la gran mayoría de la ropa que usamos en Argentina. 300 mil costureros, en su mayoría de nacionalidad boliviana, trabajan en condiciones de extrema explotación: en espacios precarios, de 14 a 16 horas diarias por una paga exigua, en general por pieza terminada.
La Cazona centralizó, en aquel momento, las reuniones e iniciativas que se fueron organizando en los meses subsiguientes. En la sucesión de asambleas que siguieron al incendio (o a decir verdad, los incendios, porque fueron dos en el mismo lugar, con dos días de diferencia, el segundo para tapar pruebas) se fue reconstruyendo la cadena de complicidades que posibilitaron la tragedia, al tiempo que se intentó evitar que se criminalice el consumo popular y que se reclame la represión sobre la informalidad.
Se enfrentó con cierta eficacia, además, tanto el discurso mediático como el impulso de los vecinos a denunciar los talleres. Se diseñaron estrategias políticas y jurídicas. Y se armó una red de cuidados mínimos para las familias de las víctimas.
En aquellos días, también, se hizo un esfuerzo por inventar un lenguaje que evitará reproducir las formas paternalistas y racistas con que usualmente los medios (pero también algunos políticos y organizaciones) tomaban la cuestión. Suele hablarse de trabajo esclavo y de taller clandestino. Ambos tienden a velar, no solo las propias decisiones y deseos de los trabajadores costureros, sino también el modo en que sobre este trabajo sumergido e invisibilizado se monta toda una estructura económica y financiera, desde el mundo de las marcas hasta las más abigarradas economías populares. El taller no es, entonces, una realidad marginal sino elemento central del circuito de producción y consumo de la ciudad. Circuitos, por otro lado, altamente rentables gracias al trabajo migrante que explotan. Y fuente inagotable, por las razones descriptas, de nuevos tipos de conflictividad social.
Nueva conflictividad social
Uno y otro conflicto, es notorio, no se dejan capturar fácilmente por las categorías de la teórica política. Ni se los puede remitir linealmente a ciclos anteriores de luchas sociales, y menos reducirlos a un esquema sencillo de amigos/enemigos.
Un estado de guerra permanente –tal como dice el Instituto de Investigación y Experimentación Política– envuelto en una opacidad estratégica que afecta la comprensión colectiva de los conflictos sociales. Una conflictividad social promiscua mucho más extendida sobre los territorios que discursiva. Mucho más hecha hábito, modo de vida, que proyecto político orgánico y antagónico. Una opacidad donde lo “ilegal” es organizado y administrado por el propio estado.
Escenario, claro, al que contribuye la ultramediatización a la que estamos sometidos que simplifica, vía estereotipos de fácil consumo, la complejidad del tejido social: “pibe chorro”, “migrante”, “narco”, “ocupa”, “esclavo”, “clandestino”.
Lo que está detrás de estos conflictos, de esta guerra, es el problema central de la ciudad, es el problema de cómo vivir juntos. O más puntualmente: si el desafío es pensar la relación entre injusticia y espacio, podríamos decir que el territorio (arbitrario y recreado) de Flores permite poner sobre la mesa un conjunto de conflictos sociales que vuelven a esta guerra, no una metáfora, sino el escenario sobre el que se despliegan nuestras vidas. Pero una guerra en la que, es evidente, no somos meras víctimas.
Hacer Ciudad
Hemos llegado, finalmente, al primer término del título y al último que vamos a intentar desentrañar. Porque si el problema de la ciudad y de las formas antagónicas del hacer ciudad es un problema político, lo es sobre todo porque la ciudad condensa –por momentos exhibe, generalmente vela– los conflictos y tensiones sobre los que vamos tramando nuestras vidas.
Mal haríamos en pensar la ciudad como algo dado; en asumir la guerra como mero estado de sumisión. La guerra y la ciudad son territorios en disputa, productos –si se quiere– de la tensión entre espacio y justicia.
O dicho de otro modo: ni el territorio ni la justicia están ya ahí, cristalizados. Es, más bien, la potencia de hacer ciudad, la crea y recrea un territorio lleno de haceres, de saberes, de conflictos, de apropiaciones. Sobre ese lleno-vivo fundamental, sobre sus veladas conquistas, es que el hacer ciudad puede volverse producción de existencia y de derechos.
Toda discusión materialista –no abstracta ni idealista– sobre el derecho a la ciudad se nutre de las líneas de fuerza que van emergiendo del conflicto hasta volverse cartografías de la resistencia, modos de hacer ciudad que, como reza la convocatoria, desacata la idea unilateral del mercado de la ciudad neoliberal –es decir, la idea de que pueda pensarse las relaciones entre los seres humanos y la comunidad social bajo los parámetros de la empresa y del individuo aislado y en competencia constante.
La cuestión es, por eso, estar al acecho, mantener una sensibilidad despierta en relación a los conflictos que van emergiendo, dado que son índices desde los que pensar criterios de vida en común. En particular ahora, ante esta nueva embestida de las políticas de ajuste y desposesión de recursos vitales, cuando es tan necesario actualizar los mapas.
¿Cómo no vincular la vecinocracia y su deseo de orden con el triunfo electoral y la actual hegemonía política del Pro? ¿Cómo no ver el Centro de Detención de Migrantes en continuidad con los hechos del Indoamericano? Pero al mismo tiempo, el proceso de asambleas luego del incendio en Páez se prolonga en la Cooperativa textil Juan Vilca y en las muchas otras formas en que los talleres salen del gueto e intentar hacer visible otras formas de trabajo y de vínculos.
Así y todo, el hacer ciudad nutre toda una economía popular que permanece fuera de la visibilidad pública. Por eso es esencial mapear los problemas vinculados al devenir ciudad de las estrategias laborales y vitales de ese amplísimo segmento de la población –entre un cuarto y un tercio de la población económicamente activa–, al que algunos llaman “sector informal” y otros “trabajo clandestino”; formas de vida sumergidos bajo la ciudad normal. Pero contra el sentido común (racista y dominante) de la vecinocracia, no hay ciudad «normal» luego de asumir que Flores, y que todos los «lados B», son parte sustancial de la ciudad material; y no de la ciudad «ideal» que esa normalidad supone y, al mismo tiempo, propone, en muchos casos a balazos.
Sobre todo, cuando en la guerra el derecho al racismo se vuelve racionalidad dominante. Sobre todo, cuando el hacer hacer ciudad como espacio-lleno de vida y conflicto tiende a ser criminalizado. ¿Cómo se piensa una política a la altura de este materialismo del real? ¿Qué puede una organización popular en estas condiciones? ¿Es posible en los inmediato contener la embestida, desarrollar autodefensas?
La investigación política y el mapeo colectivo parecieran volverse herramientas imprescindibles.
(*) Texto presentado en las jornadas de Injusticia y Espacio, CCC, septiembre de 2016.