Para Amador Fernández-Savater
«El nuevo lenguaje es un arma del no-pensamiento, como la nueva cocina, la nueva arquitectura; lo nuevo en general en nuestro siglo significa regresión.» (Guy Debord)
En 1985 Guy Debord publica Consideraciones sobre el asesinato de Gérard Lebovici. Y su reedición lo lleva a repasar, en otro libro, “Esa mala reputación…”, los comentarios que «la modernidad crítica» le dedicó. Reputación es una palabra que se convirtió en un producto de alta gama, ya en los años en que Guy Debord tira de ese hilo. Es una palabra que desata frases, retórica, entrada en círculos notables, discursos enfáticos, sirve para carreras académicas, políticas, y, sobre todo, para la carrera de los escritores que circulan en los medios es clave cuidarla y sobarla, y construirla, la bendita reputación. Y finalmente, para recontr-asegurarla, la relatan y reescriben en modo hagiográfico. Hasta hay una reputación oficial de la mala reputación. Es un bien codiciado. Una palabra ligada a la denuncia. Una buena reputación conlleva denunciar todas las supuestas malas reputaciones. Sobre todo a aquellos que como Debord no buscan complacer a la sociedad. Cuando salió, una caterva de críticos lo intentaron demoler, hasta clasificarlo, de manera condescendiente, como un libro más bien flojo. La estrategia de lectura consistió en discontinuarlo de la obra. Cómico de la lengua sería el libro más flojo de Néstor Sánchez. La vulgata crítica enloquece ante el continuo. No encontró «herramientas» para leer este libro. Porque obviamente nunca recorrió la historicidad de lectura de Guy Debord. Tampoco la de su obra. Había que leer, era sencillo, y muy difícil a la vez.
«De ahora en más, para fabricarme una mala reputación, la crítica va a acumular, sobre cada tema, las denuncias perentorias. Especialistas homologados por autoridades desconocidas, o simples supletorios, los expertos revelan y comentan desde la cima todos mis tontos errores, detestables talentos, grandes infamias, malas intenciones».
Debord invierte el juego, se pone leer a esa crítica que se ocupó de él entre los años 1988-1992. Los dueños del relato no soportan ser leídos.
Guy Debord escribió libros no autorizados que siguen resistiendo al resentimiento, a la pavlovización, al reduccionismo a una sociología o a la filosofía.
Esta frase puede desencadenar envidias feroces: «Decir que estuve a punto de triunfar me parece chocante. El éxito social, bajo la forma que sea, nunca figuró entre mis proyectos.» Sobre todo cuando la bestia social descubre a ese que «piensa casi todo lo contrario de lo que casi todo el mundo piensa.»
Otro paso: «Nunca fui el rival de nadie.»
O: «Aquellos que han creído todo piensan que todo es creíble.» Queda claro: imposible una relación crítica con alguien que está permanentemente en estado de creencia.
La idiotez de creerse «la flor y nata˝ de algo. Sobre todo de una influencia basada en una ausencia. Pensamiento típicamente neo-universitario, ese que forma cuadros dirigentes y en el camino destruye la lectura. Son los que «saben de manera muy pertinente, pero no deben decirlo, que la cultura de masas miente o se equivoca sobre todo lo que puede acercarse a un inicio de interés.»
Estrategia de la biografía (o el viejo clisé Sainte-Beuve) para convertir a Guy Debord en personaje. Una de las mil maneras del viejo intento de borrar una obra. Hay imposturas persistentes en la crítica literaria o social.
Los celos tenaces duran años y se transmiten de especialistas en especialistas en la comedia de lo cultural hasta llegar a adjudicar a una obra la responsabilidad de conducir a una generación «a empresas aberrantes».
Leónidas Lamborghini habría arruinado en la concepción de algunos populistas preciosos la poesía argentina. Lo dijo el mismo métrico que calificó de poco relevante Contra toda esperanza. Que a su vez fue acusado de libro injusto. Solo porque mostró que hubo un marxismo de estado. Sin lectura, solo hay cotorreo de mentiras, reformulaciones que son papers.
Los arribistas no pueden creer que haya gente que escriba, que no tenga por único fin publicar libros. Que no tenga un proyecto de sentido. Y que, además, no haga política. Y que tampoco disimule sus vicios: «Mi rechazo al «trabajo» pudo ser mal interpretado y reprochable. Por cierto no pretendí embellecer esta actitud por medio de justificaciones éticas. Simplemente quería hacer lo que más me gustaba. De hecho, busqué conocer, durante mi vida, buen número de situaciones poéticas, y también la satisfacción de algunos de mis vicios, anexos pero importantes. El poder no figuraba entre ellos. Me gusta la libertad, pero seguramente no el dinero. Como decía alguien: “El dinero no es un deseo de la infancia”.»
La tecnología, y su ayudante de cátedra, la filosofía, ya no necesitan a Pinard, pueden intentar comerse una voz declarándola seudónimo o voz que se mueve en la sombra. Basta no acudir a los idiotas lugares de la red para ser ubicado en el lugar del sospechoso.
Un fragmento del libro muestra que «Kafka anunciaba una gran parte siniestra del espíritu de este siglo. Así como desde hace mucho tiempo hay un rechazo en admitir que Jarry anunciaba una parte mucho más grande.» Estas pocas líneas provocaron la reacción de esa crítica literaria que tiene como estrategia en el lenguaje ignorar a «aquellos que saben lo que pasa en el mundo, que gustan de aquellos que saben hablar de eso.» – El escándalo no es difícil de localizar: «André Breton, en la Antología del humor negro, había mostrado de inmediato en Jarry la prefiguración de los discursos de los “procesos de Moscú”.» ¿O el escándalo mayor es que Guy Debord «se consagró en primer lugar y casi únicamente a vivir como le convenía más.»?
Georges Laffly es un lector de Debord: «Un detalle. Debord hace notar que la expresión «Estado de derecho» se popularizó alrededor de 1970, en el momento en que justamente los Estados dejaron de tener alguna relación con el derecho. Este cuadro aterrador, lleno de talento y de lucidez, se impuso. Debord constata: «Nunca una censura fue tan perfecta». Sin embargo, para él no corre. Su nombre puede circular libremente, en los medios más oficiales. La explicación, a mi modo de ver, es que Debord comparte al menos una parte de la nueva ortodoxia, e incluso su núcleo duro: el hombre progresa, se libera, y la liberación perfecta verá la igualdad perfecta. Debord habla como si nada fuera de «la destrucción de Dios». Por el contrario, estoy seguro de que todo lo que destruye el viejo mundo fundado sobre el padre, y sobre Dios, hace posible «la sociedad del espectáculo» y nos acostumbra a la servidumbre. Es probable que Debord espere del espectáculo que termine de una vez con el viejo mundo; entonces sonará la hora de la revolución. El mejor de los mundos posibles parece tener un resultado más que asegurado.» (Mes livres politiques [Mis libros políticos] Publications F:B.).»
Murena hizo lo mismo y se convirtió en una leyenda negra. Y esa crítica literaria tenaz logró, hasta ahora, excluirlo de los estudios literarios. Para su honor. Como diría Louis Chevalier.
Guy Debord: «Leí con mucho placer el libro de su amigo Georges Laffly. Los católicos extremistas son los únicos que me parecen simpáticos. León Bloy especialmente. Es un libro como pocas veces uno encuentra: tiene un aire de perfecta sinceridad. Por otra parte pienso que me trata muy bien. Desde el punto de vista del autor, considero como coherente que atribuya tantas desdichas a la desaparición de Dios; y por cierto no diré improbable que todo termine por algún abominable «mejor de los mundos posibles». Pero en fin ya estamos embarcados. ¿Acaso no estaba en nuestra esencia ser imprudentes?
Que mi nombre pueda «circular libremente, en los medios más oficiales», me parece que es una ventaja bastante dudosa. No creo que el hombre progrese, en todo caso ahora. Pienso que se liberó de diversas cosas, pero seguramente no de las más temibles. No me parece que participe mucho de esta complicidad objetiva de los sin-Dios que me haría casi pasar por encima de la censura. Es posible que habiendo limitado considerablemente, en las nuevas condiciones artificiales existentes, la difusión de mis escritos, se considere que soy en suma una prueba más que suficiente del hecho de que la censura ya no exista en absoluto. Además, desconcerté al pensamiento un poco simplista del adversario, porque yo no tenía realmente ninguna ambición». (De una carta a Ricardo Paseyro del 12 de marzo de 1993).
El diario La Croix lo estigmatiza profeta.
Guy Debord: «Los cristianos reciclados sobre ese módulo, se lo entiende, no van a ser Bloy o Bernanos. Lo conciliar fue el nombre de su propio «espectacular integrado». Se sumaron orgullosamente a la democracia espectacular. Los ojos de la fe les contaron maravillas de esa democracia.
La crítica frente a los libros de Guy Debord está más del lado de la biografía que de lo que Debord escribe. Uno de los mayores reproches en su contra es su «desprecio a la prensa». Que no busque allí menesterosos elogios solo puede contrarrestarse leyéndolo biográficamente, y seguir por la línea de esa lectura es consentir esa crítica organizada y argumentista. Será inevitablemente psicologizado, moralizado, desautorizado en su lectura y sobre todo la censura mayor, se le reprochará la historicidad de su lectura. Y, finalmente, el Cardenal de Retz será posiblemente más culpable que él.
«Además, estilo puede aplicarse a caracteres comunes a un grupo, a una época; maniera se dice de aquello que es personal.» (Étienne Souriau).
La revista Globe: «De todas maneras, nadie conoce su dirección. O casi, Guy Debord no se esconde: rechaza.»
Pruebas biográficas en contra: «Hoy, Guy Debord no posee teléfono y declara como residencia principal su finca de Bellevue-la-Montagne, donde pasa algunos meses de verano.» (La revista Globe de febrero de 1990).
Rechazar. «No había llegado a imaginar que mis excesos podrían provocar la simpatía de esa gente. Es de megalómanos rechazar. Rechazar es ofensivo. ¡Ah! la malsana pretensión de rechazar. ¡Rechazar! Las racionalizaciones paranoicas no pueden estar lejos».
El rechazo no es un cálculo, es una estrategia en el lenguaje. Estrategia es escribir con todo el cuerpo. Y rechazar forma parte de una poética.
Es más que obvio, si uno lee, que un escritor que no se deja convencer por el argumentismo generalizado, tenga una teoría del lenguaje: «El lenguaje no existe, no se conserva y no se desarrolla, más que en los libros y la conversación. Y son las dos cosas que han sido proscritas por la sociedad del espectáculo desarrollado (lo espectacular integrado). Sin lenguaje, no hay pensamiento. Quedará entonces un sub-pensamiento para cierta clase dominante, aquella que se apropia e informa las máquinas que se convierten en prótesis del pensamiento». (Guy Debord, fichas inédita en Lire Debord, L´echapée, 2016).
«La modernización de la crítica destinada a contradecirlo» ya había instalado en la época de este libro su autoridad incontestable, se purgaban entre ellos, y de esas purgas salía el especialista de turno: «Cuando no hay más lenguaje común, solo habla el especialista; y es siempre el especialista de la cuestión – del empleador, de la dirección, del Estado.» (Guy Debord, fichas inéditas en Lire Debord, L ´echapée, 2016). Hay una cuestión literaria y hay especialistas. Ya es casi un imperativo de los neo-universitarios que un lector no puede usar un libro sin pasar por ellos, sin pedir autorización en esa casa.
Hay algo definitivo de la lectura biográfica de los enemigos: «Todo lo hace pensar en mí. Y cada vez que piensa en mí, estoy equivocado». Lo imperdonable: Debord tiene el toque ojo de rapiña y sabe leer un poema. Lo biográfico es la maquina del estilo como aplanadora. Como censura del capricho. Y un caprichoso lee en desorden y no hace bibliografía. Y todos lo mandan a la cola, me explico mejor, a hacer cola.
Siempre será culpable de abandonar algo: el marxismo, la filosofía contemporánea que es la ganga de los becados, o la familia, o la institución, o la buena sintaxis. Acumulará todos los abandonos posibles. Hasta la temida acusación de reaccionario.
A la acusación de reaccionario Patrick Marcolini opone otro punto de vista: «Querríamos defender aquí la tesis exactamente contraria. En primer lugar recordando que, contrariamente a los reaccionarios clásicos, el último Debord nunca consideró que la democracia fuese un principio corruptor de las costumbres. En la medida que ella sea directa, es decir que se ejerza sin la mediación de un cuerpo de políticos especializados, el hecho de que ella disuelva toda forma de autoridad y de jerarquía en la igualación de las condiciones representaba para él un bien envidiable, y no un peligro para las sociedades humanas.» (Patrick Marcolini, La critique sociale du dernier Debord à la lumière de ses notes inédites [La critica social del último Debord a la luz de sus notas inéditas], en Lire Debord, L ´echapée, 2016).
Guy Debord: «Las aventuras de los hombres deben desarrollarse partiendo de lo que está allí. La estrategia misma, cada uno lo sabe, se vuelve mucho más fácil cuando la hora de elegir ha pasado.» La aventura como “regla de sí” será puesta en el index. Todos los desinformadores enloquecerán porque esa travesía misma solo se consulta a sí misma. Y eso será hasta «desagradar» constantemente. No «dejarse convencer» exige un máximo de hiper-subjetividad (Meschonnic).
Lectura: «Detrás del reproche más bien delirante de escribir como los clásicos, sé que lo que más se me envidió a menudo fue haberlos leído y haber tenido a veces la libertad de razonar como ellos («nada me toca salvo lo que está en mí; se muere igualmente por todas partes»).»
“Esa mala reputación…” estableció en su presente que hay aparato crítico, le respondió y le sigue respondiendo. Este aparato, que habla ex-cátedra, todavía no encontró las armas para recuperarlo a su favor, tal fue la gran ofensa que Guy Debord le causó. Se reciclan en la crítica de la crítica, con la esperanza de encontrar una solución a lo insoluble. Hay felicidades de la escritura que ningún mar se tragará.
Los profesionales de la lectura, integrados, alineados, saben qué libros leer y, en un segundo movimiento, ocultarlos a su público, qué libros leer a escondidas y luego difamarlos en público: «Una de las múltiples utilidades del espectáculo mismo justamente, es la de dirigir al gran público hacia debates con repercusión e incluso prefabricados ad hoc.» Un profesional de la lectura, aquí, en este libro, queda demostrado, es contratado para cuidar los efectos supuestamente perversos de algunos libros.
La idea que hacen flotar es la de que hay que hacer ciertas concesiones para no desaparecer de eso que llaman el medio. Tienen algunos autores como ejemplo. Destinos que asustarían. Hasta hay algunos fracasados notables. Hay una lista. El mismo Debord ya figura ahí. Sus razonamientos, (yo diría sus visiones) así dicen, estarían vencidos, desactualizados, como los de Orwell, o los de Héctor Murena. O, es una trinidad, estarían del lado de la arrogancia, o del delirio, nada de lo ellos critican ya existe.
Los reproches: a Nadezhda Mandelstam, que fue un poco injusta, que leía novelas policiales, y que estaba arrinconada en una pieza. A Lorenzo García Vega, que no sintonizó con el medio y no supo ganar dinero. En suma, insisto, lo biográfico reemplaza la lectura en la crítica actual. Extensivo a los lectores que se dejan orientar.
Diógenes Céspedes : «¿Por qué la gente está tan apegada a leer los textos literarios a partir de la vida del autor?»
Todas las biografías existentes de Guy Debord están por debajo de la obra. Rescato, para mi gusto, los testimonios directos. Todos más o menos dicen que pensó algo que nunca fue pensado. Y para parafrasear a alguien que también estaba en la orilla del poema: «No hay por un lado el pensamiento y por el otro la vida, como esos escritores que creen que hay vida por un lado y luego la escritura al costado. No, eso es verdaderamente un mal signo a la vez para la vida de ellos y luego para su escritura.»
Guy Debord y la radicalidad de su teoría del valor: imposible leerlo sin escucharla: «Le Carré no es más que un literato sobrevalorado, sin el menor interés histórico, que solo se ocupó de ilustrar los clisés más trillado del seudo-eje de partición ético-cosmológico de la llamada Guerra Fría. Había mucho más talento, y verdades reconocibles en Francis Ryck, en El Compañero indeseable.»
Francis Ryck: «mis héroes huyen del éxito social como del fuego. Son los últimos hombres libres».
Un periodista cultural, inflado de optimismo, creyó, aliviado, que ya no sería necesario leer, así que Guy Debord y sus lecturas podían ser archivadas: «Del show, no quedará más que la dura realidad, y Debord ya solo será el profeta de tiempos pasados.»
«No soy «un escritor», no respeté nada de los valores de este arte.» (Guy Debord)
El establishment crítico, una vez que reconoció que Guy Debord tenía sus lectores, y sin intermediarios, decidió hacer como el padre Ubú: «Trataré de caminarle sobre los pies, dará un respingo, entonces le diré mierdra, y ante esa señal ustedes se arrojarán sobre él». Si un poeta sale de la orientación, no acude, y encima lo siguen editando, entonces el blanco pasa a ser el lector. Es verdad que el mejor modelo es no editarlo, y el mayor placer. Pero cada tanto hay editor.
Giorgio Agamben cuenta que siempre que interpelaba a su amigo Guy Debord en tanto filósofo, este le decía: «Yo no soy un filósofo, soy un estratega».
Una reputación, mala o buena, es que algo que se gana en el terreno. Guy Debord se la ganó contra propios y ajenos. Héctor Murena se la ganó, una mala reputación, contra su generación. No quiso pertenecer.
Otro reproche, quizá el mayor: que Guy Debord no se sentía contemporáneo de su época. No franeleaba con cronistas, críticos y universitarios. François Villon era uno de sus secuaces, o el Cardenal de Retz. No buscó la aprobación de «la nueva generación que subió al poder», y sigue en «una campaña electoral que va a durar perpetuamente». Néstor Sánchez tampoco buscó la aprobación de la nueva generación de críticos desabonados de la lectura que pueden recomendar en filigrana que no se lea el Finnegans Wake o Cómico de la lengua. “Esa mala reputación…” también está entre los libros que naufragan. Es bueno recordarles a estos expertos en naufragios, angustiados virtuosos del comentario semanal en la prensa, que son siempre reemplazables.
Lo contrario de alguien que se sostuvo no haciendo «ninguna actividad que pueda pasar por socialmente honesta».
El mismo reproche a los autores que supuestamente naufragan: no son claros, no dan ninguna definición, no hay línea argumental. Los profesionales de la lectura asistida se desesperan con los autores y los lectores que no se dejan comer la voz. Los payasos tienen «una imperiosa exigencia de integración inmediata y total», y lo que no pueden leer es considerado un obstáculo para esa armonía de una estructura definitiva que nos permitiría leer siempre el mismo libro. Seguimos ahí.
«Tampoco soy un periodista de izquierda: nunca denuncio a nadie.»
«Siempre tuve críticos que eran asombrosos bufones.»
El odio se redobla cuando la crítica comprueba que hay muchos lectores de Guy Debord, que lo leen, simplemente lo leen y usan sus libros, no para comunicarse, sino para vivir. Guardan sus citas en el bolsillo para atravesar el bosque de la lengua, de los sermones y de los relatos del poder. Guy Debord nunca se propuso convencer, tampoco moralizar. Busquen la cita.
El «que sabe leer» escuchara la diferencia y el continuo de un libro a otro. Se dará cuenta de que Guy Debord no es «un escritor» puesto que «no respetó [ninguno] de los valores de ese arte».
Guy Debord: «La lectura como cualquier arte del que uno hace uso, exige non solum conocimientos (y también los aporta); sed etiam una adhesión verdadera, una comprensión, una cierta dosis de espíritu crítico (incluso semi-consciente): no es nada fácil incorporarse a un libro – «seguirlo», aún cuando uno tenga una gran práctica de lectura.» (De las fichas inéditas en Lire Debord, L´echapée).
Y «siendo como era» solo pudo escribir algunos libros irrefutables.
Hugo Savino
Ph / Guy Debord, Life continues to be free and easy, 1959
FUENTE: CUARTA PROSA
Puede parecer difícil ser subversivo en nuestro tiempo, porque el sistema devora todo en su provecho; sin embargo, también puede resultar dolorosamente fácil, con el simple hecho de mantener la consciencia ante cualquier consigna.
‘Quien ha creído todo piensa que todo es creíble’ quizá podría traducirse por ‘Quien ha creído todo puede pensar que a cualquier visión se le puede amputar lo que estorba para convertirse en opiáceo.’
¿Cómo se hace para seguir a un libro?