Ante la guerra que ha estallado en Ucrania, el filósofo ecologista se encuentra perdido, abrumado por los acontecimientos, “no sabe cómo sostener ambas tragedias”, la de Ucrania y la del calentamiento climático. Lo único que dice es que el interés por uno no debe primar sobre el interés por el otro. No logra comprender su relación y, sin embargo, están estrechamente vinculados porque tienen el mismo origen. Latour aún tendrá que admitir la existencia del capitalismo, que es el marco en el que surgen y se desarrollan las dos guerras.
La guerra entre Estados y las guerras de clase, de raza y de sexo han acompañado siempre el desarrollo del capital porque, a partir de la acumulación primitiva, son las condiciones de su existencia. La formación de clases (de trabajadores, esclavos y colonizados, mujeres) implica una violencia extraeconómica que funda la dominación y una violencia que la preserva, estabilizando y reproduciendo las relaciones entre ganadores y perdedores. ¡No hay Capital sin guerras de clase, raza y género y sin un Estado que tenga la fuerza y los medios para librarlas! La guerra y las guerras no son realidades externas, sino constitutivas de la relación de capital, aunque lo hayamos olvidado. En el capitalismo las guerras no estallan porque haya autócratas feos y malvados y demócratas buenos y amables.
La guerra y las guerras que encontramos al principio de cada ciclo de acumulación, las volvemos a encontrar al final. En el capitalismo provocan catástrofes y extienden la muerte de forma incomparable con otras épocas. Pero hubo un momento en la historia del capitalismo, a principios del siglo XX, en el que la relación entre la guerra, el Estado y el capital se entrelazó tanto que su poder destructivo, que es una condición de su desarrollo (su motor, como lo llamó Schumpeter, la “destrucción creativa”), pasó de ser relativo a ser absoluto. Absoluto porque pone en juego la existencia misma de la humanidad así como las condiciones de vida de muchas otras especies.
La Primera Guerra Mundial y la destrucción absoluta
Los defensores del Antropoceno discuten sobre la fecha de su inicio: el Neolítico, la conquista de América, la revolución industrial, la gran aceleración de la posguerra, etc. Todos evitan cuidadosamente enfrentarse a la ruptura que supuso la Primera Guerra Mundial, cuyas consecuencias verdaderamente nefastas siguen actuando en nuestra actualidad.
El gran cambio que afectó para siempre a la máquina bicéfala Estado/capital en el siglo XX se produjo mucho antes de la crisis financiera de 1929, durante la guerra de 1914. La gran guerra es una novedad absoluta porque resulta de una integración de la acción del Estado, la economía de los monopolios, la sociedad, el trabajo, la ciencia y la técnica. La cooperación de todos estos elementos que trabajan juntos para construir una megamáquina de producción para la guerra cambia profundamente las funciones de cada uno: el Estado acentúa el poder ejecutivo en detrimento del legislativo y del judicial para gestionar la “emergencia”, la economía sufre la misma concentración de poder político consolidando los monopolios, la sociedad en su conjunto y no sólo el mundo del trabajo es movilizada para la producción, la innovación científica y técnica pasan a estar bajo el control directo del Estado experimentando una aceleración fulgurante.
Ernst Junger, el “héroe” de la Primera Guerra Mundial, la describe menos como una “acción armada” que como un “gigantesco proceso de trabajo”. La guerra es la ocasión de implicar a toda la sociedad en la producción ampliando una organización de la producción que sólo concernía a un número muy reducido de empresas. “Los países se transformaron en gigantescas fábricas capaces de producir ejércitos en cadena de producción para poder enviarlos al frente veinticuatro horas al día, donde un sangriento proceso de consumo, ahora completamente mecanizado, desempeñó el papel de un mercado (…)”.
La implicación de todas las funciones sociales en la producción (lo que los marxistas llaman la subsunción de la sociedad en el capital) nació en este momento y estuvo marcada, y lo estará para siempre, por la guerra. Toda forma de actividad, “incluso la de un patrón doméstico que trabaja en su máquina de coser”, está destinada a la economía de guerra y participa en la movilización total.
“Junto a los ejércitos que se enfrentan en los campos de batalla, surgen nuevos tipos de ejércitos, el ejército del transporte, de la logística, el ejército de la industria armamentística, el ejército del trabajo”, el ejército de la comunicación, los ejércitos de la ciencia y la tecnología, etc. La logística de la guerra es más eficiente que la logística comercial del capital.
Es en este sentido que la guerra es “total”. Requiere la movilización de la economía, la política y la sociedad, es decir, una “producción total”. Entre la guerra, los monopolios y el Estado, se crea un vínculo que ningún liberalismo podrá desatar, ni siquiera el neoliberalismo podrá devolver el mercado de la oferta y la demanda y la libre competencia.
El nacimiento de lo que Marx llamó el General Intellect (la producción que depende no sólo del trabajo directo de los trabajadores, sino de la actividad y la cooperación de la sociedad en su conjunto, de la comunicación, de la ciencia y la tecnología, etc.) tiene lugar bajo el signo de la guerra. En el General Intellect marxiano no hay guerra, mientras que en su aplicación real es la guerra la que completa el conjunto. El capitalismo inaugurado por la guerra total es diferente al descrito por Marx. Hahlweg, el erudito alemán que publicó las obras completas de Clausewitz, resume perfectamente este cambio que afecta al capitalismo en la transición del siglo XIX al XX: en el caso de Lenin, las guerras han ocupado el lugar de las crisis económicas de Marx.
Keynes, a su vez, afirmaba que su programa económico sólo podía realizarse en una economía de guerra, porque sólo en este caso se llevan todas las fuerzas productivas al límite de sus posibilidades.
Esta formidable máquina en la que se entrelazan la guerra y la producción acelera el desarrollo de la organización del trabajo, de la ciencia y de la técnica; la coordinación y la sinergia de las diversas fuerzas productivas y de las funciones sociales se traducen en un aumento de la producción y de la productividad. Pero la producción y la productividad son para la destrucción. Por primera vez en la historia del capitalismo la producción es “social”, pero es idéntica a la destrucción. El aumento de la producción se concreta en un aumento de la capacidad de destrucción.
Se inició una loca carrera por nuevos inventos y descubrimientos que buscan aumentar el poder de destrucción: destruir al enemigo, su ejército, pero también a su población y las infraestructuras del país. Este proceso se completó con la construcción de la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial. La ciencia, máxima expresión de la creatividad y la productividad del ser social, amplía radicalmente el poder de destrucción: a partir de ahora la bomba atómica pone en cuestión la propia supervivencia de la humanidad.
Günter Anders señala a este respecto: si hasta la Primera Guerra Mundial las personas eran individualmente mortales y la humanidad inmortal, a partir de la construcción de la bomba atómica la identidad de producción y destrucción amenaza de muerte directamente a la humanidad. Por primera vez en su historia, la especie humana está en peligro de extinción gracias al poder de una parte de los hombres; los capitalistas, los hombres de Estado, las clases poseedoras, etc., que la componen.
Este salto en la organización político-económica de la máquina bicéfala del Estado/capital fue una respuesta al peligro del socialismo que acechaba a Europa y una acción preventiva contra las guerras de clase, de raza y de sexo que el socialismo rumiaba en su seno (a pesar de las organizaciones que lo estructuraron) y que se desarrollaron a lo largo del siglo XX.
La gran aceleración
La acción de esta nueva organización de la máquina Estado/capital no se detendrá con el fin de los combates, ya que la “movilización total” para la “producción total”, la gestión de la emergencia, la concentración del poder ejecutivo y del poder económico, a partir de situaciones temporales y excepciones ligadas a la urgencia de la guerra, se transforman en normas ordinarias de la gestión capitalista.
Los ecologistas llaman al período posterior a la Segunda Guerra Mundial la gran aceleración, dentro de la cual se encontrará intacta la identidad de producción y destrucción que se afirmó durante las dos guerras totales, arraigada en el trabajo y el consumo cotidiano del “boom” económico.
La máquina productiva integrada no se desmanteló, sino que se invirtió en la reconstrucción. Más tarde se verá que la reparación de los daños causados por la guerra determinará una nueva y más formidable destrucción: con la gran aceleración hemos dado un gran paso hacia el punto de no retorno en la degradación del equilibrio climático y de la biosfera.
El capitalismo de posguerra sigue explotando la integración que tuvo lugar durante las guerras totales produciendo tasas extraordinarias de crecimiento y productividad a las que corresponden tasas igualmente extraordinarias de destrucción de las condiciones de habitabilidad del planeta. La especie humana está amenazada de extinción por segunda vez (junto con muchos otros seres vivos). Ya no es la “naturaleza” la que “amenaza” a la humanidad, sino las clases que “dirigen” esta máquina económico-política.
La identidad de producción y destrucción continúa en el marco de una “paz” cuyas condiciones de posibilidad están siempre dadas por la guerra, fría en el Norte y muy caliente en el Sur, donde se concentra la “guerra civil mundial”, anunciada por Hannah Arendt y Carl Schmitt en 1961. Sólo una ilusión eurocéntrica puede pensar en los “treinta años gloriosos” como un período de paz.
La gran aceleración es inconcebible sin el consenso del movimiento obrero, que refuerza su integración con el capitalismo y el Estado iniciada con el voto de los créditos para la guerra de 1914. En el Norte del mundo, el compromiso fordista de posguerra entre el capital y el trabajo se basa en un hecho tácito que vela la identidad de producción y destrucción que la “movilización total” para la “producción total” ha legado al funcionamiento del capitalismo. El movimiento obrero se limitará a exigir salarios y derechos de los trabajadores, dejando todo el poder a la máquina del Estado-capital para decidir el contenido del trabajo y los objetivos de la producción. Un acuerdo opera como si la identidad de la producción y la destrucción sólo se refiriera al período de guerra, mientras que cuestiona el concepto de trabajo y de trabajador. Gunter Anders esboza una primera revisión de estos conceptos a la luz de la nueva realidad del capitalismo. “El estatus moral del producto (el estatus del gas venenoso o el estatus de la bomba de hidrógeno) no afecta a la moralidad del trabajador que participa en la producción. Es políticamente inconcebible “que el producto en cuya fabricación se trabaja, incluso el más repugnante, pueda contaminar la propia obra”. El trabajo, como el dinero del que es condición, “no tiene olor”. “Ningún trabajo puede ser desacreditado moralmente por su finalidad.
Los fines de la producción no deben preocupar en absoluto al trabajador, porque, y “éste es uno de los rasgos más desastrosos de nuestra época”, el trabajo debe ser considerado “neutro con respecto a la moral (…) Cualquiera que sea el trabajo que se realice, el producto de este trabajo permanece siempre más allá del bien y del mal”.
Los sindicatos y el movimiento obrero hicieron un “juramento secreto” de “no ver o más bien no saber lo que (el trabajo) estaba haciendo”, de “no tener en cuenta su finalidad”.
En las condiciones contemporáneas del capitalismo la situación se ha radicalizado aún más, cualquier trabajo (no sólo el que produce “gas venenoso o bombas de hidrógeno”) es destructivo; cualquier consumo (no sólo el de los vuelos comerciales) es destructivo. Ahora es indecidible si el trabajo y el consumo producen el ser o lo destruyen, porque son a la vez fuerzas de producción y fuerzas de destrucción.
En el capitalismo, los individuos son al mismo tiempo “cómplices”, a su manera, de la destrucción, ya que la producen trabajando y consumiendo, y también víctimas de la explotación y la dominación, ya que se ven obligados a fabricar la catástrofe. No hay otra alternativa que romper estos lazos de subordinación que nos hacen objetivamente cómplices y sustraernos de estas relaciones de trabajo y consumo, es decir, llevar el rechazo del trabajo y del consumo hasta su conclusión lógica.
El denominado “neo-liberalismo”
La estrategia de la máquina Estado/Capital asume sin reparos la consigna de “movilización total” para la “producción total” que el compromiso capital-trabajo había practicado, pero no reconocido. La matriz económico-política sigue siendo la dibujada durante la primera guerra mundial, cuya nueva mundialización, la intensificación de la financiarización y la concentración del poder económico y político no hacen sino aumentar su dimensión productiva y destructiva, exaltando sus características autoritarias y antidemocráticas.
El neoliberalismo no sólo nace de las guerras civiles en América Latina, sino que se alimenta de todas las guerras que los estadounidenses y la OTAN han declarado en todo el mundo, primero contra un enemigo que ellos mismos habían contribuido a crear (el terrorismo islamista) y luego contra las potencias surgidas de las guerras de liberación del colonialismo (el verdadero objetivo de la guerra actual es China).
La mundialización contemporánea es muy diferente de la que se produjo entre los siglos XIX y XX. Esta última tenía como objetivo el reparto colonial del mundo; la actual ya no puede contar con un Sur sumiso a Occidente. Por el contrario, las antiguas colonias son potencias económicas y políticas que hacen vacilar al Norte, el que carece de toda idea de cómo establecer su hegemonía, si no es por la fuerza de las armas. El Sur global plantea dos nuevos problemas. Las formas de neocapitalismo adoptadas por las antiguas colonias no harán sino aumentar la extensión de la producción/destrucción, al demostrar que la acción de la máquina Estado-capital del centro no puede extenderse al resto de la humanidad: el capitalismo mundializado lleva a un punto de irreversibilidad la devastación que la gran aceleración ya había incrementado en la posguerra.
La afirmación de su potencia (paradójicamente provocada por la mundialización, que debería, por el contrario, haber asegurado el inicio de un nuevo siglo americano) ha reavivado los enfrentamientos entre imperialismos que EE.UU. planea desde hace años transformar en una guerra abierta. Cegado por un delirio bélico, al Norte del mundo le cuesta advertir que ahora es una minoría no sólo desde el punto de vista demográfico (incluso en relación con la guerra actual, la mayoría de los países no se han alineado con las posiciones del Norte porque saben quiénes han sido y son el objetivo del dominio yanqui).
Hay otra sorprendente similitud con el pasado: la violencia que Europa había ejercido sobre las colonias había retornado finalmente al continente con guerras totales y fascismos. Aimé Césaire solía decir que lo que se le reprochaba a Hitler no eran sus métodos “coloniales”, sino su uso contra los blancos. Después de treinta años de guerras lideradas por Estados Unidos y la OTAN en todo el mundo, la violencia armada está volviendo a Europa, impuesta por Estados Unidos y aceptada por los Estados y las élites locales que están completamente sometidos a la voluntad estadounidense. La guerra está preparada para permanecer, porque los estadounidenses no dejarán de ejercer presión armada hasta que logren construir el imposible Imperio, un proyecto tan suicida como homicida. La desgracia de la humanidad para los próximos años está contenida en la frase de Biden “trabajar para que Estados Unidos vuelva a gobernar el mundo”, que es la verdadera agenda de su presidencia. La proclamada oficialmente durante la campaña presidencial para resolver la guerra civil latente se ha ido abandonando.
Estas palabras de Keynes se ajustan a la tragedia de la guerra, así como a la catástrofe ecológica: la hegemonía del capital financiero que condujo a la Primera Guerra Mundial contenía una “regla autodestructiva” que regía “todos los aspectos de la existencia”, una regla financiera de autodestrucción que sigue funcionando en la actualidad. La violencia que desatan los capitalistas y el Estado ya contiene la catástrofe ecológica porque para garantizarse la ganancia, la propiedad y el poder son “capaces de apagar el sol y las estrellas”.
La guerra entre potencias y la guerra contra “Gaia” tienen el mismo origen
Creer que Rusia es la causa de una posible tercera guerra mundial es como creer que el bombardeo de Sarajevo fue la causa de la primera. Pereza intelectual y política.\
Hace un siglo, Rosa Luxemburgo ya había captado la imposibilidad del resultado de la globalización del capital y, por lo tanto, la inevitabilidad de la guerra entre los imperialismos: El capital “en su tendencia a convertirse en una forma mundial, se descompone ante su propia incapacidad de ser esta forma mundial de producción”. No puede convertirse en capital global porque depende del Estado-nación tanto para la realización de la plusvalía y su apropiación (la propiedad privada está garantizada por sus leyes y su fuerza), como para su “regulación” porque, sin el Estado, el capital enviaría sus flujos a la luna, dicen Deleuze y Guattari.
La máquina de acumulación y su tendencia a expandirse constantemente (mercado mundial) se basa en una tensión entre el Estado y el capital, aunque ambos participen plenamente de su funcionamiento. El capital expresa una “tendencia a devenir mundial” que no puede conseguir porque no tiene ni la fuerza política ni militar para sus ambiciones. El Estado, en cambio, ejerce estos dos poderes, pero su base es territorial, con fronteras, Estados rivales. No hay necesidad de oponer el Capital (con su relativa inmanencia) y el Estado (con su soberanía muy real), ya que actúan en conjunto.
El fracaso de la mundialización contemporánea es muy similar al fracaso de la mundialización anterior, entre finales del siglo XIX y principios del XX, y no puede conducir más que a la guerra, porque, una vez que el capital financiero se ha derrumbado, los Estados y sus ejércitos se presentan para luchar por la hegemonía sobre el mercado mundial.
El actual “desorden” mundial (una multiplicidad de centros de poder constituidos por grandes áreas, pero en cuyo centro están siempre los Estados), que los estadounidenses quisieran reducir a un orden imperial imposible porque ya ha fracasado, corre el riesgo de conducir a un caos aún mayor, gane quien gane.
La gran mundialización, en lugar del cosmopolitismo, sólo podía producir lógicas identitarias, ya que el capital, tras la debacle financiera de 2008, tuvo que anidar bajo el ala protectora del Estado, que sólo puede vivir de la identidad: nacionalismo, fascismo, racismo, sexismo, para no derrumbarse y llevarse consigo la “civilización” capitalista.
En el capitalismo, las diferencias no se diferencian produciendo novedades imprevisibles (como afirma ingenua o irresponsablemente la filosofía de la diferencia), sino que se polarizan (desigualdades de renta, riqueza, educación, salud, etc.) hasta convertirse en contradicciones. Si no se convierten en oposiciones a la máquina Estado-capital, se fijan en identidades en cuyo centro siempre encontramos al hombre blanco. Las identidades nacionalistas, racistas y sexistas son las condiciones, ampliamente desarrolladas, para la producción de subjetividades para la guerra. La histeria anti Rusia desatada por los medios de comunicación, el odio racista con el que distinguen entre guerras y víctimas (los blancos y los otros), han sido preparados durante mucho tiempo por esta destrucción “simbólica” de la subjetividad que ha cultivado un futuro fascista dispuesto a entusiasmarse con la guerra.
Estamos viviendo la realización de un proceso, iniciado hace algo más de un siglo y acelerado a finales de los años 70, de cierre de todo “espacio público” y de saturación de la cuota de propiedad privada en todos los aspectos de la vida individual y colectiva. Se trata de un proceso de alcance completamente diferente al de la “dictadura sanitaria” (Agamben). El estado de emergencia es la normalidad que debe acompañar necesariamente a la identidad de la producción y la destrucción porque ha estado progresando desde principios del siglo XX, enraizada en la máquina del Estado-Capital cuyas promesas de paz y prosperidad sólo duran lo que dura una “bella época”.
Basta un análisis superficial del capitalismo y de su historia para comprender que, tras brevísimos periodos de euforia (la belle époque de principios de siglo y de los años ochenta y noventa) en los que el capitalismo parecía triunfar sobre todas sus contradicciones, sólo le quedaba la guerra y el fascismo para salir de sus atolladeros.
La prosperidad para todos se ha convertido en una enorme concentración de riqueza para unos pocos, una devastación financiera y una lucha a muerte por la hegemonía económica y el acceso a los recursos. La salvaguarda de la vida a cambio de obediencia que, desde Hobbes, debe garantizar el Estado frente a los peligros de la “guerra de todos contra todos” queda doblemente desmentida: ya sea por la organización de las masacres de las guerras industriales como por la extinción de la especie humana, que ya está muy avanzada.
La biopolítica (“hacer vivir y dejar morir”) revela todo su contenido “ideológico” frente a la realidad de la máquina capital/Estado que desencadenó la violencia económica del primero y luego desató la violencia armada del segundo. Dos violencias que, combinadas, están muy lejos de la pacificación gubernamental que supone el “laissez vivre”.
La posible desaparición de la humanidad por la violencia concentrada de la bomba atómica que Günther Anders predijo en los años 50 se reaviva ahora por la “violencia difusa” del calentamiento climático, la degradación de la biosfera, el agotamiento del suelo, la sobreexplotación de la tierra, etc. Dos temporalidades diferentes, la instantaneidad de la bomba y la duración de la degradación ecológica, convergen hacia un mismo resultado que proviene de la misma fuente: la identidad de producción/destrucción. En la actual guerra de Ucrania vivimos bajo la doble amenaza (la atómica, que nunca había desaparecido) y la “ecológica”. Lo que Latour no ve, la actualidad se ha encargado de demostrárnoslo. La guerra, al menos, habrá servido para eso, para revelar la inconsistencia de gran parte del pensamiento ecológico y de sus intelectuales más prestigiosos.
Post Scriptum: Crisis de la ontología
La identidad de producción y destrucción determina una crisis en la concepción del ser cuyo poder productivo afirma la filosofía: el ser es creación, un proceso continuo de expansión, la construcción del mundo y del hombre. Esta larga historia del ser se ve interrumpida por la Primera Guerra Mundial, ya que la autoproducción del ser coincide con su autodestrucción. Las filosofías de los años sesenta y setenta no reconocen en absoluto esta nueva situación. Por el contrario, hacen demasiado hincapié en el poder de invención, proliferación y diferenciación del ser. El negativo de la destrucción es expulsado del pensamiento en el momento en que el ser, con la producción total, es comparable a una fuerza “geológica” capaz de modificar la morfología del terreno, al tiempo que destruye las condiciones de habitabilidad. La crítica de lo negativo se centra en la dialéctica hegeliana, mientras que se olvida problematizar la negación absoluta que conlleva el nuevo capitalismo. En un momento en el que el ser parece enriquecerse con la producción continua de nuevas singularidades, se consume, se agota e incluso está amenazado de extinción. Se trata de una situación inédita que la filosofía evita como la peste.
La identidad de la producción y la destrucción nos obliga a considerar bajo una nueva luz las categorías del trabajo y de las fuerzas productivas que debían ser herederas del poder del ser. Las guerras totales y la aceleración conjunta de la acción del capital, el Estado, la ciencia/tecnología y el trabajo han hecho inoperante la oposición marxista entre fuerzas productivas y relación de producción, porque las fuerzas productivas son al mismo tiempo fuerzas destructivas. En el siglo XIX, el trabajo y su cooperación, la ciencia y la tecnología parecían constituir una potencia creadora aprisionada por las relaciones de producción (principalmente la propiedad privada y el Estado que la garantizaba). Era necesario liberarlos de las garras de estos últimos para que pudieran desarrollar sus poderes productivos, limitados por el beneficio, la propiedad privada y las jerarquías de clase. En las condiciones del capitalismo de posguerra, es indecidible si el trabajo es producción o destrucción, ya que es ambas cosas a la vez. Por eso no puede haber una ontología del trabajo. Por eso hay que repensar las modalidades de la acción política.
Las luchas, los rechazos, las revueltas, las cooperaciones, las actividades de “cura”, las solidaridades, las revoluciones siguen estando a la orden del día, la ruptura con el capitalismo es aún más necesaria, ya que lo que está en juego es la vida misma de la especie, pero en un marco radicalmente modificado por la existencia de la destrucción que es como la sombra de la producción.
Artículo en francés elaborado por el autor para Revista Disenso
Traducción: Iván Torres Apablaza y Tuillang Yuing Alfaro
Fuente: Tinta Limón
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