La difusión del pensamiento y de las elaboraciones gramscianas en la cultura política latinoamericana, y en particular en nuestro país a partir de la conquista de la democracia, ha provocado resistencias en aquellos sectores más íntimamente vinculados a la ultraderecha y sus expresiones en el seno de las Fuerzas Armadas y la Iglesia. Recordemos las protestas del arzobispo de San Juan y hasta ayer presidente de la Comisión de Pastoral Social del Episcopado Argentino, monseñor Ítalo Di Stéfano, cuya irritativa figura aparece como la quintaesencia de ese espíritu de cruzada que anima al integrismo ideológico de derecha. En declaraciones a Radio Continental del 21 de noviembre de 1985, Di Stéfano se pronunció en contra de la introducción de elementos ideológicos marxistas en el ciclo básico permitida por las autoridades universitarias, pero con particular vehemencia rechazó “la propagación de las ideas de ese comunista llamado Antonio Gramsci”. Ante la aclaración del periodista, que trató de hacerle saber que, además de marxista y de comunista, Gramsci fue un político que por sus dotes morales e intelectuales se había conquistado el respeto y la admiración de todos los italianos, Di Stéfano defendió la peregrina idea de que “un comunista no podía ser un hombre de cultura…”.
De haber quedado reducida a las desdichadas expresiones de un sacerdote ignorante, la anécdota no sería otra cosa que eso: un hecho circunstancial que sólo afecta al responsable del dislate. Por el contrario, fue probablemente el comienzo de una campaña pública contra Gramsci y “los gramscianos argentinos” que comprometió desde entonces a las fuerzas del revanchismo militar y reaccionarias, movilizadas, como se sabe, en favor de la erosión del sistema democrático y de su eventual derrumbe. Con la misma incomprensión, mala fe e ignorancia el diario La Prensa publicó dos series de artículos dedicados a establecer una directa relación identificatoria entre el pensamiento de Gramsci y el subversivismo de izquierda. El punto de arranque fue una nota de ese mismo Ramón J. A. Camps que tanta pasión puso en el exterminio de sus compatriotas. En “La república invadida” (La Prensa, 16/5/1987) Camps desarrolla su tesis de que “el fantasma gramsciano es una realidad en la Argentina contemporánea”. En su opinión, el intelectual gramsciano, que entre nosotros formaría todo un ejército, es “el funcionario que ocupa todos los niveles de la conducción del país”, dado que el propio Poder Ejecutivo es ejercido “por un típico representante del gramscismo vernáculo, aunque un tanto primitivo”. La construcción de la categoría de “intelectual gramsciano” y la determinación empírica de que a partir del 10 de diciembre de 1983 esos intelectuales se han hecho “cargo formalmente de las estructuras del poder político” pueden ser considerados, con estricta razón, elementos de un discurso paranoico. Pero en la medida en que tal discurso es compartido por figuras y corrientes del establishment, comenzando por el propio Di Stéfano, es algo más que la demencia de un genocida encarcelado por la democracia. Forma parte de una visión de la sociedad argentina que enquistada en los segmentos de tradicionales culturas autoritarias identifica al marxismo con los inevitables fenómenos de laicización y modernización de la vida nacional.
Según esta visión, en el pensamiento de Gramsci se condensan de una manera extremadamente peligrosa “todas las ideas disolventes que a modo de desechos van decantando de las sentinas de la modernidad decadente”. El propósito del intelectual gramsciano no puede ser otro, en consecuencia, que la destrucción del orden cristiano, considerado por Camps el único orden “genuinamente humano”. La función del intelectual gramsciano no es, en realidad, una función intelectual, “pues la noble y altisima actividad contemplativa” es sustituida “por una praxis revolucionaria que no busca entender el mundo sino transformarlo”; ni tampoco es la suya una tarea cultural pues representa “el ejército de la contracultura que corroe como una termita las indefensas sociedades que aún se llaman a sí mismas cristianas o tradicionales”. Demonizado de tal manera, despojado de todos los atributos de lo humano, el intelectual gramsciano constituye “la retaguardia de la subversión” y debe, por consiguiente, ser extirpado de la sociedad.
Partiendo de estas concepciones la subversión no es tanto una actividad terrorista encaminada, no interesa a partir de qué ideales, a destruir por la fuerza un sistema político democrático que asegura y legitima los derechos individuales en todas sus manifestaciones. Es fundamentalmente una concepción de la sociedad y una actividad cultural que se propone difundir ideas distintas y divergentes de aquellas a las que una corriente ultramontana, que se considera a sí misma custodia del ser nacional, considera las únicas admisibles, las únicas que una sociedad “cristiana” puede y debe admitir. De tal modo, se intenta imponer por sobre la sociedad un monolitismo cultural fundado sobre la identificación entre cristianismo y nación en el plano ideológico que conlleva como lógica consecuencia el privilegiamiento de la represión violenta en el plano de la práctica del poder. Se construye así un concepto de subversión que reclama necesariamente la abolición de la democracia.
Resulta curiosa la impermeabilidad de la cultura de extrema derecha argentina a ciertos cambios que se están operando en culturas del mismo tipo en Europa y que las distancian de sus filones más conservadores y reaccionarios. El elemento de novedad consiste en una mayor disposición de tales culturas a aceptar como terreno de confrontación el debate desprejuiciado con la cultura de izquierda. Aún siguen vivos los ecos del insólito coloquio entre Massimo Cacciari, filósofo y diputado comunista italiano, y algunos jóvenes exponentes de la derecha de extracción neofascista, realizado en Florencia a fines de 1982, que provocó enardecidas discusiones en los medios políticos y culturales pero que condujo finalmente a instalar un problema: el de si es posible, en qué condiciones y en torno de qué núcleos temáticos, superar los términos tradicionales en que se ha dado la contraposición entre derecha e izquierda.
Abandonando el proyecto de ocupación violenta del Estado en sociedades a las que se reconoce cada vez más estables y en condiciones de neutralizar las demandas sociales de poder, cierta derecha cultural europea, o por lo menos aquella que a partir de la experiencia francesa se llama hoy “nueva derecha”, intenta protagonizar un movimiento de modernización y de innovación radical de un patrimonio ideal afectado por una crisis semejante —aunque de distinto signo—a la que soporta la izquierda. Su propósito es el de promover un renacimiento cultural que rompa el enclaustramiento en el que por tanto tiempo se mantuvo el pensamiento conservador y esté en condiciones de confrontarse con las ideologías igualitarias hoy en crisis. Se trata, por tanto, de la refundación de una concepción del mundo renovada en sus dimensiones tradicionales y en condiciones de experimentar un proyecto de hegemonía cultural y social antes que política. “El desquiciamiento de las antítesis consolidadas (derecha/izquierda, conservación/revolución, tradición/ progreso, etc.), la radicalidad de la crítica al ‘estado de cosas existente’, la primacía del terreno de las costumbres y de la dimensión existencial respecto del político-existencial, constituyen los caracteres exteriores más evidentes de la nueva derecha” (Marco Revelli, “La cultura della destra”, Il pensiero politico contemporáneo, vol. I, Milán, Franco Angeli, 1985, p. 369).
Frente a los obstáculos insuperables que imposibilitan el viejo proyecto neofascista de penetración molecular en los aparatos estatales, y el fracaso de una estrategia dirigida a provocar procesos de desestabilización que posibilitaran a las pequeñas elites de iniciados la conquista del poder —apelando también, como es obvio, a la práctica terrorista—, se fue constituyendo y ocupando un espacio siempre mayor, una derecha de nuevo tipo. Revelli la define como “hegemónica” porque “persigue, gramscianamente, la conquista de la hegemonía en la sociedad civil apropiándose a fondo de las ‘problemáticas de la crisis’ y postulándose para representar culturalmente a esa oscura y lacerada maraña de actitudes, comportamientos, estados de ánimo y emociones que los trastornos y desgarramientos inducidos por la crisis van haciendo fermentar en el interior de la conciencia y del ‘imaginario colectivo’ contemporáneo” (op. cit., p. 395). Porque enfatizan la primacía de la sociedad civil y privilegian la conquista cultural de las masas sometidas al predominio intelectual de las concepciones igualitarias, los ideólogos de la “nueva derecha” europea prefieren denominarse “gramscianos de derecha”. Expresión esta que causaría el mayor de los estupores en los Camps, Di Stéfano, Beltrán y otros “ideólogos” —para darles un calificativo del que abusan— ultramontanos autóctonos.
Las tesis sobre el “gramscismo de derecha” se remontan a las elaboraciones de Alain de Benoist de los años 1972-1973. En una ponencia presentada en el Segundo Congreso Internacional para la Defensa de la Cultura, realizado en Niza en septiembre de 1974, el autor de Vu de droite caracteriza del siguiente modo la gravitación de Gramsci: “El gran teórico de esta empresa de subversión de lo político con la cultura es el italiano Antonio Gramsci. En sus escritos de la cárcel él repiensa toda la praxis del marxismo-leninismo y reflexiona, en particular, sobre el gran descalabro socialista de los años veinte. Gramsci identifica sus causas en la confusión entre la sociedad política (económica y material) y la sociedad civil. El gran error consistió en creer que el Estado pueda reducirse a un simple aparato político. Ahora bien, el Estado es más que un aparato de coerción. Por su aparato ‘civil’ (intelectual y moral) que engloba la cultura, las ideas, las costumbres, la tradición, hasta llegar al sentido común (las verdades evidentes) él organiza la adhesión de los espíritus a una visión del mundo que los conforta en el ejercicio del poder y de la autoridad. Si Lenin pudo adueñarse del poder es sólo porque la sociedad civil en Rusia era inexistente. En una sociedad desarrollada la toma del poder político implica la toma preventiva del poder cultural. Ésta no pasa ni por el putsch ni por la confrontación directa, sino por la subversión de los espíritus… De esta oposición entre ‘cultural’ y ‘político’, revisada y corregida por Gramsci, nosotros podemos extraer una gran lección, comenzando por la conciencia de que una mayoría ideológica y cultural, en la actualidad, cuenta más que una mayoría parlamentaria. La primera anuncia la segunda, la segunda sin la primera no dura mucho” (tomado de Gianni-Emilio Simonetti, “Glosario: la nuova destra”, AlfaBeta, núm. 24, mayo de 1982, p. 21).
El núcleo central de esta nueva derecha pasa por consiguiente por la conquista del poder político a través de la conquista del poder cultural; soslaya por consiguiente los viejos temas del activismo irracionalista para alzarse contra el mito productivista, la dictadura del bienestar y de la mercantilización de la vida colectiva; el rechazo de los bloques y la falsa alternativa entre Oriente y Occidente, o entre los Estados Unidos y la Unión Soviética —identificados ambos como países imperialistas—. Pero en un plano positivo, el reconocimiento de los umbrales críticos de la modernización y la necesidad agudamente sentida por esta derecha intelectual de restituir un sentido a una sociedad que lo ha perdido genera una zona de confrontación con la cultura de izquierda. Para esta derecha que recupera a los pensadores de la derecha prefascista (Nietzsche, Spengler, Mosca, o el Thomas Mann de las Consideraciones de un apolítico), que lee con atención a los escritores de la Finis Austriae (Roth, Musil), o a los pensadores de la crisis, la frecuentación de Gramsci la afirma en la convicción de que cualquier proyecto político se torna impracticable si se muestra incapaz de asegurarse una amplia base de consenso y de identificación con la sociedad. Pero la extrema atención puesta en los problemas de la cultura y el papel determinante que se les asigna no puede menos que provocar un distanciamiento cada vez mayor de los métodos violentos y terroristas que constituyeron el núcleo central de la tradición de la ultraderecha. Imposibilitada de dejar de mirar hacia el pasado, la nueva derecha europea pareciera querer mirar también hacia el futuro o por lo menos vivir de manera más crítica y realista su presente. Como señala agudamente un observador de la evolución de la derecha italiana, al dejar de lado los mitos del pasado y cortar el cordón umbilical con sus padres, los jóvenes intelectuales de la nueva derecha han consumado “una rebelión generacional no distinta de la que realizaron los jóvenes de izquierda en el 68. Los extremos se tocan. Pero, de una vez para siempre, en un sentido menos trivial que el acostumbrado” (Massimo Fini, “Dopo i miti del ventennio”, Storia Illustrata, núm. 340, marzo de 1986, p. 20).
La derecha ultrancista argentina, en cambio, sueña con eliminar violentamente toda posibilidad de existencia de una cultura crítica denominándola como “gramsciana”. No pretende promover un renacimiento cultural de distinto signo, sino aniquilar la cultura como tal. El terrorismo ideológico que la posee hace aflorar en ella constantemente esa “terrible pretensión de negar al enemigo la cualidad de hombre” de la que nos habló Carl Schmitt. Mientras la nueva derecha europea cree poder encontrar en Gramsci motivaciones para pensar los nuevos caminos de acceso a esa Konservative Revolution irrealizada, la extrema derecha argentina pretende prohibir su lectura, destruir sus libros, disipar su memoria. Es cierto que la torsión impresa por la nueva derecha antiliberal y de origen neofascista a su propia práctica política es en muchos aspectos puramente instrumental. Pero el hecho de que en algunos lugares, como Italia, según hemos visto, haya surgido con el propósito más cultural que político de dar a la derecha una cabal escuela de pensamiento, volviendo a partir casi de cero en el plano teórico, filosófico y científico, la ha colocado objetivamente frente a la necesidad de entablar una confrontación abierta con las demás culturas y en primer lugar con la de izquierda. Una confrontación que, a su vez, no puede menos que provocar recíprocos condicionamientos, incontrolables “contaminaciones”.
¿Qué vinculaciones podrían establecerse entre el discurso de los Camps, los Di Stéfano o los Beltrán, y un Marco Tarchi, por ejemplo, ideólogo de la nueva derecha italiana? Buscamos —dice Tarchi— “favorecer la circulación de ideas y de valores que preparen, en la mentalidad colectiva, un cambio radical de los ordenamientos sociales, culturales, ‘políticos’ en sentido estricto. Nosotros luchamos contra la hegemonía de los bloques. Europa debe estar fuera de todo ‘occidentalismo’ subalterno. Luchamos contra la mentalidad, hoy como nunca expandida, que impulsa al hombre a tener como única meta el consumo de bienes materiales, luchamos contra la difundida apatía en las democracias liberales modernas. Estamos en búsqueda de nuevos métodos para volver más activa la participación popular en el gobierno de la cosa pública. En esta búsqueda, la nueva derecha va encontrando interlocutores preciosos: desde los ‘verdes’ hasta ciertas franjas no dogmáticas de la ex nueva izquierda, de Comunione e liberazione a los movimientos regionalistas. Los tiempos han madurado, existen los fermentos sobre los cuales asentar las bases de nuevas ideologías que superen las hoy agotadas categorías de derecha, centro, izquierda” (véase Storia Illustrata, ed. cit., p. 12).
Va de suyo que una cultura de izquierda debe medirse con el “pensamiento de la crisis” y con todas aquellas expresiones culturales que han intentado dar a todos los grandes temas que la crisis hizo emerger, soluciones distintas y hasta contrapuestas a las de la izquierda. Pero en esta relectura de las tradiciones culturales, incluidas las de derecha, la distinción entre cultura y política —como esferas comunicadas pero sustancialmente autónomas— no puede ser soslayada. Aceptar el terreno de la confrontación significa en cierto modo admitir que entre la cultura de derecha y la cultura de izquierda hay un punto de encuentro, la común necesidad de responder críticamente a la “anarquía del mundo burgués”. En torno de los nudos cruciales de aquellos umbrales críticos de la modernidad, de las que Bobbio llama “promesas incumplidas de la democracia”, se abren los espacios comunes de confrontación y de intercambio entre las culturas de derecha y de izquierda. Pero para que la cultura opere como corrosiva de las posiciones preconstituidas, de los compartimentos estancos, de las exclusiones que pretenden separar con una valla infranqueable lo que debe circular, es preciso arrancar de un terreno común, de un cemento de la unidad nacional, de una condición de permanencia de la república. ¿Qué otra cosa que un sentimiento democrático y antiautoritario puede fundar una forma de socialidad que profundice la laicización de la vida nacional? ¿Cómo es posible “favorecer la circulación de ideas y de valores” si no se acepta como imperativo moral el reconocimiento de la libertad de pensamiento y el principio de tolerancia? ¿De qué otro modo se puede garantizar la legitimidad de la confrontación y la civilidad del diálogo?
La derecha antiliberal argentina, o “ultraderecha”, ha contribuido a barbarizar la política con su espíritu excluyente y su recurrencia a la violencia y al terrorismo. No es ésta una característica únicamente suya. Los fenómenos de barbarización habitaron y aún siguen habitando a una parte de la izquierda argentina. La posibilidad de abrir un espacio cultural de plena confrontación de ideas supone una revisión política —lo cual tiene efectos inevitables sobre la propia cultura— de sus supuestos: la aceptación de la violencia y de la discriminación. Hasta que esta revisión no se produzca resulta impensable una ruptura de las aduanas culturales. Si el pensamiento de Gramsci cumplió en algunas partes el papel de mediador en un cruce de culturas irreconciliablemente separadas, es lógico que la irreductibilidad de la derecha argentina a la aceptación del principio de tolerancia y de libertad de pensamiento encuentre en el aniquilamiento de los “gramscianos” una manera de defender su identificación con la barbarie.
* Texto tomado de José M. Aricó, La cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005. El libro fue publicado originalmente por editorial Puntosur en 1988.