por Agustín Valle
Lujo riquelmeano
Es una historia de amor de punta a punta. De amor, de belleza y de pensamiento, de inteligencia sostenida con fuerza ante la estupidez ambiente. Una historia, también, de justicia, de violenta, disputada justicia. Gracias Román, gracias por tanta hermosura, gracias eternas por tu gracia eterna. Acaso el primer crack del fútbol argentino en retirarse con una carrera íntegramente observable en internet. Sea. Es mirarte y mirarte y mirarte y no poder parar de llorar, no querer parar de llorar porque este llanto es signo de un querer tan intenso, un querer que empezó cuando entraste por primera vez a la Bombonera repleta y que desde entonces cocinaste con tu juego al punto de lograr que convivieran en este querer tanto una expectativa constante, suprema, elevada, como una sorpresa anonadada una y otra vez. Expectativa y sorpresa; gracias a acostumbrarnos a que lo esperable a esperar sea lo inesperable; gracias, Román, maestro -desde el fútbol- de la vida.
No hay otro jugador en la historia de este juego que en su partido debut, adolescente entre monstruos, haya sido ovacionado, su apellido coreado por sesenta mil personas, dos veces, durante y al terminar el partido: es evidente, el pibe plantó una diferencia sustancial, una verdad distinta e indiscutible, un modo de ser en el campo que elevaba al propio campo a una versión mejor. Entró con diez compañeros y once rivales, entró con sesenta mil hinchas y él veía más que todos e imponía su lucidez. Qué calidad. Toda la vida para extrañarte. Para seguir encantándonos con tu juego, tu enorme tacto, tu magia y tu superioridad ética, hecha de cuidado, respeto, honestidad, generosidad y, quizá sobre todo, lujo, esa decidida atribución.
El lujo riquelmeano no es, como el lujo capitalista, el accesorio innecesario y ostentoso de algo que está aunque -o para demostrar que- sobra; no, es un lujo dado por asumir que las cosas, dentro del juego que planta reglas, valores y necesidades, pueden hacerse de cualquier manera, cualquier manera que se logre cumplir físicamente; un lujo donde el cuerpo es vector de liberación al interior del régimen reglado. El lujo de Román es hacer lo más simple, que no solo no es en absoluto lo más fácil, sino que suele ser invisible tras el barullo de los cálculos y la programática. Con la mano nada, con el pie y la cabeza, cualquier cosa. La ética lujosa de Román reivindica a las reglas como promotoras lúdicas, y no como versión simpática de la ley que monta un imperio de lo posible. En sus antípodas está el objetivismo futbolero, donde las reglas determinan un repertorio de conveniencias corporales calculables, dando lugar a un aburrido rendimentismo calculable y matrizado, del que un ejemplo era la concepción del juego ejercida por el loco Bielsa hasta su rotundo fracaso en 2002, o el estilo de Juan Sebastián Verón, que hacía todo bien sin sorprenderte jamás.
El lujo abre espacios, ensancha el propio tiempo, corta bloqueos con atajos. Román es un habilidoso que siempre piensa en el otro, siempre ve al compañero en su potencia antes de que lo perciban los contrarios. Piensa también en el arco, en culminar, y por supuesto, en defenderse. Porque es mentira que Román no defiende, defiende con la pelota en los pies: ese es su modo de pensar en los contrarios. (Esto es lo que no entendió Pekerman cuando lo sacó de la cancha mientras le ganábamos a Alemania en el mundial 2006, para poner al eficiente y predecible Cambiasso)
Alegría del cuerpo común (contra la felicidad jetona)
Bajador de línea, Román: un tipo que, en ese nivel de exposición, de llegada, habla una y otra vez de disfrutar, de sentirse feliz durante el partido, de hacer las cosas bien. Poner la felicidad como valor público, y a la vez mostrar, claro, que la felicidad no es un jovialismo tontolón, no es una imagen de superficie plena; es jugar mucho y lo mejor posible. La buena felicidad no se nota porque es una dimensión de la práctica, en nada vinculada con los códigos establecidos de la gestualidad. Román es feliz jugando y sale en las fotos con cara de orto: porque se expande haciendo lo suyo y en el momento capturableestá incómodo.
Nadie mostró más que Román toda la belleza y la fuerza de la pelota, después del Diego -otro juvenil del Bicho, campeón con las camisetas de Boca y de Argentina, otro muchacho de clase trabajadora del conurbano y que llevó a un equipo europeo subalterno al momento más importante de su historia-, ambos hombres que resultan problemáticos para las leyes de los campos que habitan, tanto el del verde césped como el de la interacción social general; hombres-problema, no simples “incluidos”. Es que el esplendor con la redonda, esa sabiduría intuitiva del cuerpo, esa danza con pelota y rivales (muchos juegan al fulbo como un combate con pelota), que es la que produce esta emoción estética inmensurable (lágrimas de alegría en un ojo y de tristeza en el otro, por Román y su retiro), toda esa irreverencia y autoafirmación y libertad del cuerpo, no es algo que se activa maquinalmente en el campo y se apaga afuera, no son aptitudes profesionales: son modos de vivir. Que enamoran.
Amor, porque ver el movimiento de su cuerpo llena de alegría al mío. No sólo por ser de Boca -de hecho, es el jugador del fútbol argentino, nuevamente después del Diego, más apreciado por hinchas de clubes ajenos al suyo, y que, dicho sea de paso, con su exquisito materialismo pedestre demuele ideales respecto de las idiosincracias lúdicas de cada equipo[1]-. Juan Román Riquelme: un tiempista en el vértigo, un omnisciente de la cancha, un pie con más tacto que muchas manos. Un espacialista, también, que, como dice Gustavo Varela, produce un agujero en el campo, ahí donde está él y cuida la bocha. Su juego excelso y eterno no es producto de una superfuerza física ni de una supervelocidad, tampoco de una supercorrección técnica o táctica. Es simplemente la tozuda investigación a fondo de lo que puede su propio cuerpo. Un cuerpo de hombre común, es decir un cuerpo único e irrepetible, a diferencia de los repetitivos cuerpos de superhombre que -vimos en el Mundial- son el horizonte actual de la industria del fútbol. Cuerpo grande, que ocupa bastante espacio y por tanto se preocupa y ocupa de tener el espacio que necesita, cuerpo cansinoque usa su máxima velocidad sólo cuando es imprescindible, que como no le gusta correr por correr, logra insuperable precisión para dar el pase, y que como no vencerá en cantidad de movimientos a cuerpos más cortos y crispados, tiene entrenadísima la inteligencia de la adivinación.
La pelota se alegra cuando llega a sus pies.
A lo que voy: todo lo que hace Román es entendible por nosotros, a diferencia del Diego que es de otro planeta, de Messi que es más rápido que el entendimiento, de Bati que es más fuerte que lo que podemos imaginar; lo que hace Román es entendible para cualquiera de nosotros, y por eso nos alegra: nuestro cuerpo puede sentir la inteligencia de él. Y, así, sin enunciarlo, Riquelme moviliza la cualidad más cara de las condiciones comunitarias: sentir la existencia del otro y disponer al pensamiento para entenderla.
Esa es la escuela de Román. De mirada seria. Así se templó su juego: “a mi viejo le gusta mucho el fútbol y siempre me iba a ver. Es mi mayor crítico, siempre me decía qué cosa podía hacer mejor”. Mirado, observado por un padre tan amante como no condescendiente, amorosa mirada exigente y honesta, que lo deja hacer con lo suyo -el balón- para luego compartir su alegría sin dejar de decirle, cada vez que le parece pertinente, “podés mejor”.
“Mi familia me hizo bostero y los hinchas de Boca me hicieron mucho más bostero”. Una historia de amor de punta a punta.
Espacio propio (campo y habla).
Un agujero en el campo de juego, dice Varela, un agujero donde la pelota desaparece para el rival y reaparece en el lugar que, durante el azoro y desorden de los contrarios ante esta exclusión de la pelota, devino el mejor para la ofensiva del equipo de Román. Mata el tiempo para que su cómplice -un compañero o la misma pelota-, exento de la detención, logre un plus de espacio. Un agujero en el campo, un espacio excluido, un espacio privado para los contrarios, eso arma Román. Más que ser él la continuidad del campo de juego, convierte una zona del campo en la continuidad del espacio privado de su cuerpo. De ahí su gesto típico de cuidar la pelota, de rodearla de un campo energético donde no entra nadie. Porque nadie sabe tratarla como él. Su gesto eminente no es -como Messi- de llevarse la pelota a otra parte, de escabullirse y escapar con la pelota, es de hacer patinar a los contrarios en torno al espacio que él está protegiendo, donde dejar en paz a la pelota para que pueda ella misma mostrar la línea de su óptimo devenir. Messi, como dice Ezequiel Gatto, arranca directamente en su máxima velocidad; Román dice “pará, pará”. Pará que vi algo… Incluso su festejo ha consistido muchas veces en ese gesto excluyente, cuando decidió con quién o cómo quiere festejarlo y entonces corre poniendo la palma de la mano hacia adelante, diciéndole a los compañeros “pará”, impidiendo que lleguen a su cuerpo hasta que él haga lo que quiere hacer. Salva un espacio de la inercia general de las fuerzas. Así juega; así, también, habla.
Y cómo habla Román. Como juega: dejando pasar, con esfuerzo mínimo de su parte, a los que vienen con una idea tarada, dejándolos pasar al vacío que los tracciona. Román habla, habló mucho durante su carrera; el lugar que ocupó durante dieciocho años (el jugador con más partidos en cancha de Boca, por cierto que en tiempos de fugas y fugacidades) lo hizo tener que hablar mucho. Ahora bien, supo forjar una destreza lingüística para hablar sin hablar de lo que no quiere, para hablar cuidando el espacio propio (pará, pará), el espacio de salud de la vida íntima -personal, familiar, amistosa, del plantel- del mismo modo que cuida jugando el espacio de salud de la bocha.
“Para ser el diez de Boca hay que estar un poco loco”, explicó una vez ante la sonsera (cuando volvió a Boca después de haber declarado que no volvía más). Lógicamente, ser el diez e ídolo del club más grande del país más futbolero del mundo, inevitablemente implica la creación de una subjetividad por así decirlo experimental, una psique que no será normalita. Mucho tuvo que explicar ante la sonsera. El habla periodística, sobre todo pero no únicamente en el fútbol, es una máquina de hiper-expresión, una máquina de saturación del espacio, que produce, a la vez, un silencio, en tanto impide que consistan palabras sensibles, palabras que digan cosas amarradas efectivamente a los cuerpos. Es el pacto de la palabra vacía, que permite ver horas de tele e internet y no escuchar ni leer ninguna declaración que realmente mueva algo, donde decir sea un acto y no mera actuación. En cambio, muy en cambio, Román sostuvo una manera de hablar que, diciendo menos, eludiendo preguntas desubicadas, etc, mueve más, ubica más. Aferrado a la literalidad de las palabras -una inocencia-, emplazado siempre en el lugar que habita, Román contesta dejando en orsai a la compulsión mediática; con simple sensatez y ubicación, deja en evidencia la estupidez ajena. “Román, ¿habrá vuelta olímpica el domingo”, le pregunta Tití Fernández después de que Argentina ganara la semifinal de la Copa América ; “Y, alguno de los dos va a ganar”. Ya en su debut en primera, un Periodista se acercó a entrevistarlo al terminar el partido porque había sido ovacionado por la hinchada: “Riquelme, qué se siente, es la primera vez que jugás en esta cancha…” – “No, jugué un montón de partidos en reserva”. O al final de su tiempo en Boca, apenas terminó con triunfo un partido -contra Quilmes, creo-, Mario Cordon se le acercó en el pasto y le preguntó “¿Qué vas a hacer después de junio?”, refiriéndose a si renovaría o no su contrato, a lo que Román contesta “A vos no te gusta hablar de fútbol, ¿no?”. O bien cuando el horrísono y maligno Fernando Miembro le dice (también en la antesala de la renovación de su contrato con Boca): “Yo quiero preguntarte si tu futuro contrato es por dinero”. “¿Y qué querés que pida, dos bolsas de papas?”, contesta Román. Es realmente difícil mantener una cordura, una sensatez tan firme ante la catarata incesante de estupidez.
Sabe y enseña, Román, que el nivel de mega-exhibición es desquiciante, y que también resulta un campo de combate -contra la palabra vacía, contra la indistinción de los espacios, contra la espectacularización de la intimidad, contra la estupidez, en fin, contra las fuerzas que separan las palabras de las cosas y montan el enorme show semiótico que vela lo real; Román contra las fuerzas de abstracción de la vida, realismo pelotero contra realidad mediática. Román hace un mundo mejor.
Siempre jugar
Repasaba Gonzalo Sarrais Alier qué quieren los que no quieren a Román, y en efecto el negativo de Román es un mundo horrible, sin amigos, falso y obediente. Se le ha reprochado que no le gusta entrenar… Román lo dice explícitamente, que no le gusta “entrenar todos los días” (ver el extraordinario documental Román x Román, minuto 1’35»). “Tomé mate todos los días y jugué bien el año y medio”. El mate, que mide las horas vanas según Borges, el mate es artefacto de producción de una demora -como el asado, otro enorme placer de Román, héroe de la ralentización de los flujos de un juego que ha canonizado a la maximización de velocidad, como decía Juan Sodo-. No le gusta entrenar todos los días; “Nos gusta jugar a la pelota”, explica. Es un jugador, no un trabajador, y el jugador trabaja de jugador, como todos realizamos nuestra práctica en el mercado, que la modula como valor mercantil (dinero, imagen, status, poder; actividades cuya inconmensurabilidad es disuelta en la igualdad ontológica del dinero y la imagen). Pero Román nos recuerda que se puede simular la simulación, es decir, que se puede jugar a que se trabaja de jugador, sin dejar de ser eminentemente un jugador.
Una vez sin embargo Román sí apeló a la figura del trabajador. Discutiendo con la razón mediática, en los días en que los periodistas llenaban el gigantesco espacio que se ven forzados a llenar constantemente con presuntas noticias, con presuntos acontecimientos, con el relato de una pelea entre Román y Julio César Cáceres, compañero en Boca. “Yo si tengo que hablar con él lo haré, y, si lo hago, voy a venir la semana que viene y me voy a sentar acá -era una conferencia de prensa- y no te voy a contar nada a vos, ni a vos, ni a nadie, como no les voy a andar pidiendo a ustedes que me cuenten sobre las conversaciones personales que tienen en su trabajo”. Lo que decía de fondo Román era: acá en el equipo somos un grupo y nuestras cosas las tramitamos entre nosotros, es ridículo pretender publicarlas, lo público son los partidos, el juego… Es decir, intimidad y tarea afectiva, situación concreta vs. Espectacularización, respeto por las diferencias de naturaleza entre las situaciones.
Emplea la semántica del trabajo, que es la semántica oficial, porque es lo que la razón mediática (los periodistas como emergentes de una onda que los excede) puede entender. Las palabras de Román pueden ser palabras-palos (como por ejemplo cuando dijo y repitió que no quería festejar ante la barra), pueden ser palabras mimos (“no me voy a cansar de decirles que están relocos, que nunca podré devolverles el cariño que me dan y que este día no me lo voy a olvidar nunca”, cuando se inauguró su estatua), también palabras-celosías. La mayoría de las cosas que dice en respuesta a preguntas periodísticas son obviedades (estoy contento porque ganamos, porque pude ayudar a mi equipo, toca pensar en el próximo partido, el entrenador tomará las decisiones, etc), pero obviedades que la razón mediática hace no-evidentes. De vuelta, Román, inmune al barullo, recuperador de una inocencia.
Es desde acá también que se entiende que renunciara a la selección cuidando a su vieja, y, especialmente, que se peleara con el Diego, primer homo sapiens-sapiens subjetivado integralmente como espectáculo, toda su intimidad como materia pública, justamente por diferencias sensibles en cuanto a lo que se dice a las cámaras y lo que se reserva para el vestuario.
Disidencia riquelmista y debate tribunero
Román sostuvo la resistencia contra la onda encabezada por Mauricio Macri, el espantoso. Riquelme le espetó el Topo Gigo; Riquelme mostró que los “éxitos” son alegrías solo en la medida en que no se desligan de la materia orgánica que expresan, que coronan; que los éxitos son imagen vacía si el modo de vida que quieren representar ve ofendida su sensibilidad. Obviamente no se trata de un militante. Es más: su resistencia consistió en un gesto. Un gesto, nomás, pero un gesto que nos devolvía a todos los hinchas la verdad de que si él era fuerte y podía plantarse ante el millonario, era solo como canal transmisor, condensador de flujos de una fuerza multitudinal, de la fuerza festiva de los muchos. Esas palmas detrás de las orejas sinceran la fuente común y anónima de la energía del astro. Román desestima a los dirigentes y a la barra mercenaria; enaltece siempre al hincha y al jugador. A los simples locos.
Esas mismas tribunas vivieron un debate explícito, con Román como cuerpo que encarna una disputa de valores, durante el primer semestre de 2014. Boca dirigido por Carlos Bianchi, tercer cuatrimestre al hilo con malos resultados, sin calamidades ni catástrofes, pero sin dar con una propuesta de juego consistente. Román jugando partidos salteados, perseguido por lesiones propias de una carrera larga, de miles de patadas recibidas… Román lejos de su mejor nivel, pero aún regalando lujos, aún elevando al campo de juego, aún haciendo jugar a su equipo mejor que en su ausencia. Partido tras partido, en la mítica Bombonera se vivió un debate, un debate propiamente tribunero, con modalidades propiamente tribuneras, entre los que rumoreaban cuando Román perdía una pelota, y los que los callaban y alentaban al maestro. Fue arduo; para los más xeneizes, increíble realidad encontrar auriazules criticándolo. La disputa se traducía también como Riquelme, el ídolo, contra Angelici, otro presidente millonario y nada futbolero, que era el primero en poner en duda a Román. Boca no ganaba, Boca perdía, malos resultados; y, partido a partido, domingo por medio, una tensa situación en la cancha, un enfrentamiento entre partidarios del rendimiento, del resultadismo, y los leales defensores de la belleza agradecidos por siempre con Román; durante varios partidos fue un debate, un desacuerdo entre miles, llamado “Cabildo abierto” por el comentarista Alejo Levandoski en el partido en Boca contra Arsenal, fecha 16, cuando ya era claramente irreversible la mayoría riquelmeana, consagrada triunfante, emotivamente unánime, en el partido final, fecha 18, contra Lanús. Llovía, y Román fue, como siempre, un placer: pisadas y amase, visión dinamizante del campo, amagues y precisión. La Bombonera llena aunque no jugábamos por nada, salvo por la disputa sobre si seguía o no seguía Román. Era mayo y se cantó el himno; Román, parado muy serio, oyó como al canto popular de “¡juremos con gloria morir!” se añadió inmediatamente el corolario “¡Riqueeeelme, Riqueeelme, Riqueeelme!”. Todo el partido fue protagonizado por esa onda de amor y agradecimiento: Riquelme es de Boca, de Boca no se va; y Angelici botón, sos un hijo de puta, la puta madre que te parió.
Su última pelota fue un pase hermoso que dejó a Riaño solísimo en mano a mano: no fue gol, pero fue mejor que muchos goles. Salió en el minuto 89, saludando y envuelto en lluvia y cariño. Finalmente sufrimos: la dirigencia millonaria no renovó el contrato de Román, y jugó sus últimos partidos oficiales en otro club. El pueblo xeneize empezó el torneo post-Román con masivo insulto a Angelici y masivo canto de amor al ídolo. Fuimos vencidos pero no convencidos (ahora el Vasco mandó traer a un enganche de calidad, que escasean, ¿efecto del acontecimiento-Román?, y aún con la millonaria compra de estrellas, juegan en boca muchos pibes y sobre todo, hinchas de Boca). Y triunfó en la cancha la sensibilidad que defiende el lujo popular y afirma que hay cosas más importantes que ganar -o mejor, un entendimiento superior, experiencial y no resultadista, de lo que es ganancia. Riquelme no se va.
[1] Al respecto, hay una clave en el documental Román x Román, donde él cuenta cómo fueron sus primeros días en Boca, aún juvenil, rodeado de granes jugadores que admiraba. Entre ellos, el emblemático Blas Giunta: “Giunta me llamaba y me hacía sentar atrás suyo cuando jugaban al truco, para enseñarme; y después de los entrenamientos, todos se iban y él se ponía los guantes para que yo le tirara tiros libres”. Ese engarce, ese encuentro, ese entendimiento, esa coherencia, eso es Boca.