En Yo ya no. Horacio González: el don de la amistad, publicado recientemente por la editorial Cuarenta Ríos, María Pía López recorre los vínculos políticos, intelectuales y afectivos que la unen al ex director de la Biblioteca Nacional.
“Corremos riesgo de extinción. Modos de pensar, hablar, actuar, están bajo amenaza. Narrar es rozar el hueco que dejan pero también que apuntalar los restos y regar la tierra para que en ella algo germine”.
Podríamos leer todo Yo ya no. Horacio González: el don de la amistad, de María Pía López, a través de estas palabras.
Publicado recientemente por Cuarenta Ríos con prólogo del cordobés Diego Tatián, el libro se constituye en uno de los mejores homenajes al ex director de la Biblioteca Nacional, no solo por lo que se cuenta en él, sino por cómo se lo hace. Es que si hay algo así como un “Gonzalismo”, éste se expresa no tanto en quienes pretenden seguir sus sendas y continuar su obra sino en sus verdaderos discípulos, es decir, aquellos irreverentes que, inspirados en González, no lo imitan, sino que crean algo nuevo a partir de las lecturas de sus libros, de sus artículos o, acaso, a partir de una voz escuchada en charlas, conferencias y clases.
Tanto Eduardo Rinesi como María Pía López han sabido cosechar la amistad de Horacio, compartir con él trayectos políticos y culturales en común y, a su vez, abrirse un espacio propio de producción, con entonación e ideas propias.
“¿El ensayo puede enseñarse?”, se pregunta la autora. La respuesta queda inconclusa, pero pareciera que no, que el ensayo puede inspirar, marear, contagiar, alucinar, pero no se puede enseñar. Yo ya no, título de este último trabajo de la ex directora del Museo del Libro y de la Lengua (que parafrasea un tramo de alguna de las novelas publicadas por González en los últimos tiempos), bordea los límites del ensayo, la autobiografía, el diario, el relato, la biografía, la novela, la crónica, ofreciendo un texto inclasificable a partir del cual el lector puede acceder no tanto a la singularidad existencial González sino al universo que supo cultivar a través de décadas de intervención pública, pero también, de charlas informales con sus más allegados, cena o café de por medio. “Conversé mucho con Horacio González en las últimas dos décadas”, afirma Pía López, a la vez que sostiene que el libro intenta ser -entre otras cosas- “memoria de esa conversación”.
La idea del riesgo no deja de acechar la narración. De allí que el libro se proponga no solo como lugar de la memoria en el que fundar un amparo, sino también como espacio a través del cual trazar una hospitalidad.
¿Quien es González, entonces? La pregunta atraviesa el libro, aunque no de modo explícito.
“González no es un francotirador, sino un fundar de tribus”. He aquí una de las respuestas, hipotéticas, que se ensayan en el texto. Pía López hace aparecer recuerdos, no tanto personales sino -al modo saereano- recuerdos de recuerdos que otros han contado alguna vez. Así, se hace presente el González de las Cátedras nacionales de los primeros años setenta en la Universidad de Buenos Aires, el González de la escritura de temas nacionales en otro idioma durante el exilio brasileño ya finalizando la década y el González de los primeros años de la postdictadura. Para este último caso, Pía López rescata unas palabras de González, escritas para la revista Unidos y publicadas en 1987. Allí el director de la colección Puñaladas de la editorial Colihue, ante una crítica que le hicieron a la revista por ser “difícil”, arriesga que pensar es crear lugares inhabituales.
La reflexión cobra vigencia si se la piensa en el actual contexto que atraviesa la Argentina, pero también, si esta coyuntura se la pone en serie con “los años kirchneristas”. Y he aquí uno de los nudos más sagaces del libro, porque tanto González como la autora del libro fueron funcionarios (¿oficialistas?) de la “década ganada”, aunque mantuvieron siempre una actitud crítica en torno a ciertos temas. Parte de esa tensión, y de cómo uno y otro la resolvieron, aparece comentada ampliamente en distintos tramos del libro. “¿Por qué Horacio, que creía en ese gobierno y del que era parte, mantenía una reserva de distancias y de sospechas, y oía con atención a quienes cuestionaban por izquierda?”, se pregunta la autora, quien también se interroga del por qué de ese apoyo militante. Una de las respuestas que encuentra, y no solo para el Caso González sino para gran parte de su generación, son los “efectos de reparación” que el kirchnerismo ensayó frete a la tragedia anterior de los argentinos.
Me interesa, de todos modos, resaltar algunos “problemas” que Pía López cuenta que detectaron ya en su momento, y que leídos hoy, pueden entenderse de algún modo como una autocrítica. Tres cuestiones que, anudadas, pueden ser insumo para pensar las políticas culturales del kirchnerismo.
Por un lado, la autora se refiere a Carta Abierta, espacio de intelectuales oficialistas del que dice:
“Cuando dejé de ir tenía varias razones. Una era el tedio: cada vez que se hablaba críticamente, algún compañero contestaba con el listado de razones por los cuales había que seguir apoyando al gobierno. Los que discutíamos no poníamos en duda ese apoyo, sino la necesidad de pensar más allá del oficialismo de época, aunque su centro fuera el gobierno que apoyábamos”.
Por otro lado, cuenta una anécdota de censura que padeció en la Agencia de Noticias Télam, de la cual fue colaboradora, cuando aportó una nota con una mirada crítica respecto del rol que podría jugar la Iglesia Católica en relación a los gobiernos progresistas en Latinoamérica tras la mutación de Jorge Bergoglio en Papa Francisco. “Rechazaron la nota. Yo seguir colaborando”, comenta. Y agrega: “La anécdota es sintomática de lo que vendría”. El episodio narrado ocurrió en 2013, cuando el gobierno ya llevaba una década redonda de gestión del Estado nacional.
Por último, otra anécdota, esta vez del propio González. Cuenta Pía López que una vez, en una asamblea de Carta Abierta, ante el entusiasmo de algunos de sus colegas con Tecnópolis, Horacio llamó a realizar un “Librópolis”. La respuesta oficial fue el lanzamiento del “Encuentro Federal de la Palabra”… al interior de Tecnópolis.
Las tres dimensiones dan cuenta de una matriz de entender la intervención política en una de las esferas más progresistas de un gobierno en el cual también estuvieron presentes los intendentes y gobernadores cuestionados en 2001 y las empresas extractivistas obtuvieron rentas extraordinarias.
Por otro lado, resulta llamativo que Pía López califique como “comodidad intelectual” la situación de quedarse “a distancia” de un gobierno, sobre todo si se tiene en cuenta el poco o nulo espacio que quedó para aquellos intelectuales críticos que no aceptaron a las empresas de comunicación hegemónicas como tribuna anti-gobierno para expresarse.
Así y todo, y tal como sucedió durante las gestiones de gobierno de Néstor y Cristina, el modo en que Pía López aborda la figura de González, sus vínculos con él y sus intervenciones respectivas en el campo cultural de la argentina contemporánea, dan cuenta de cierta vocación por problematizar no solo el mundo tal cómo está, sino también los modos en los que se lo lee y se lo interpreta.
Por último, cabe destacar que Yo ya no es también un homenaje, un reconocimiento público de Pía hacia su maestro. Tal vez por eso escribe:
“Nuestro vínculo siempre giró sobre palabras, dichas o leídas, escuchadas o imaginadas, pendientes o imposibles. Palabras. Me enseñó la atención desaforada sobre la lengua. La de los escritores, traductores y psicoanalistas. La de los que imaginan museos para albergar esa experiencia y compartir la escucha”.
Con serios inconvenientes de salud desde hace un tiempo, Horacio asistió ya a las primeras presentaciones de este libro durante las últimas semanas de 2016. En medio de la debacle política y cultural que atraviesa el país, quien supo cosechar admiración en aulas universitarias colmadas por miles, quien dirigió una de las instituciones culturales más prestigiosas del país, aparece en numerosas fotografías difundidas en las redes sociales virtuales con una sonrisa en los labios y un dejo de nostalgia y agradecimiento hacia el puñado de amigos que lo rodearon en dichas jornadas.
¿Qué más puede pedir quien se definió como “funcionario libertario” y habitó como política el gesto de la incomodidad permanente hacia lo dado?