Gilles Deleuze: de Rousseau a Foucault // Diego Sztulwark

Aquí se compilan 3 notas de Diego Sztulwark: A clase con el profesor Deleuze. Sobre El Poder, Curso sobre Foucault (Tomo II), De pliegues y resistencias (Sobre La Subjetivación, de Gilles Deleuze),  y, por último, el prólogo al “Curso sobre Rousseau”.

PARTE 1:

A clase con el profesor Deleuze // Diego Sztulwark

Es necesario haber errado mucho, haberse comprometido con bastantes caminos para percibir, a fin de cuentas, que en ningún momento se ha abandonado el propio”.

Edmond Jabes

I.

No sólo historiador de la filosofía o pensador con constelación propia, Gilles Deleuze fue un gran profesor. Relativamente tardía es la valoración de esta dimensión de su personalidad, para la cual sus textos no nos preparaban. Debemos a editorial Cactusel formidable descubrimiento. Es lo que ratificamos con la edición de un nuevo volumen de la serie Clases: El Poder, Curso sobre Foucault (Tomo II).

Maestro como no tuvimos –no se vea ingratitud con nuestros años universitarios a los que bien consideramos: durante la segunda mitad de los años ’90 era más estimulante la Universidad de Buenos Aires que una beca en París-, no resulta fácil reponerse de la amarga sensación de no haber asistido a sus cursos.

No podemos leer sus clases sin realizar el esfuerzo mental de situarnos allí.  El sentimiento es ya familiar, y nos invade en la lectura de cada uno de ellos (¿cómo pasar indiferente por esa experiencia que es En Medio de Spinoza?). Y sin embargo, Deleuze no ha tenido una relación fácil con la enseñanza. En un bellísimo texto de homenaje a Sartre, lo llama maestro de su generación. Pero Sartre no fue, como él más tarde, profesor universitario.

II.

En su curso sobre Spinoza, Deleuze elogia la ausencia en la Ética de la figura del maestro. Partidario del “pensador privado”, solía repetir la ocurrencia de Spinoza según la cual habría más bien que pagar para tener derecho a enseñar.

Y en sus textos sobre Nietzsche abundan las referencias a la indignidad de quien cree saber por los otros, cosa especialmente peligrosa cuando se trata de maestros que pretenden orientar vocacionalmente a los jóvenes.

La idea de la educación que aparece en sus libros es radicalmente antipedagógica: en sus Diálogos rechaza direccionar sus palabras a personas consideradas según niveles (o grados) de enseñanza y en todas sus obras insiste en una protesta contra la figura pueril del maestro escolarizante, cuyas preguntas sólo buscan obediencia.

Particularmente aleccionadora es la interpelación directa que realiza a sus alumnos durante una clase de enero de 1981: “cada uno de ustedes encuentre los autores que les hacen falta…encuentren sus moléculas…si no las encuentran ni siquiera pueden leer…nada más triste en los jóvenes en principio dotados que envejecer sin haber encontrado los libros que verdaderamente hubieran amado…es preciso que, en última instancia, sólo tengan relación con lo que aman”. La filosofía como cuestión de sensibilidad.

La no-pedagogía es un motivo profundo en Deleuze: si bien la potencia nace de los encuentros, no hay preparación alguna para la potencia sin una soledad (que no es desolación): el maestro debe acompañarnos al desierto y dejarnos allí. Sin esa inmersión nomádica jamás aprenderíamos a desarrollar afinidades con los signos del mundo.

III.

Y bien, volvemos a hacer la experiencia. Abrimos el libro en la primera clase de El Poder. Deleuze comienza a hablar de Foucault: “ven que lo que quiero decir es que la única continuidad histórica, que iría desde el pasado al presente, es la práctica. ¿En qué sentido? Práctica de la lucha, practica del saber, practica de la subjetividad. Eso es lo que establece la correlación entre las formaciones históricas aquí y ahora”. Imposible no sorprenderse. Los ecos de estas palabras nos alejan de las tesis universitarias y nos acercan a las conversaciones sostenidas hace casi dos décadas en Marcelo T. de Alvear 2230.

Deleuze desarrolla una exposición referente a Kant y a sus tres preguntas claves: “qué debo hacer”; “qué puedo conocer” y “qué puedo esperar”. Foucault, que admiraba en Kant la preocupación por situar históricamente al pensamiento, retoma para sí estas preguntas a su modo ¿“cuáles son hoy los nuevos tipos de lucha”; “cuál el rol del intelectual”; “hay nuevas subjetividades?”.

No se es filósofo sino de una determinada actualidad,  sin que determinadas singularidades se nos den como respuesta concreta a cada una de estas preguntas. Al nivel de las luchas, la coyuntura de Foucault no se comprende sin el surgimiento de una serie de organizaciones no centralizadas desplegadas por fuera del PC(F) y la CGT(f). Se trata de una larga historia que va de la autogestión de la década del ‘50 en la Yugoslavia socialista a la transversalidad del ’68 francés (Guattari) y la autonomía obrera italiana de los setentas (Tronti).

En cuanto a la pregunta referida al saber, lo que cuenta es la explosión de la bomba atómica a finales de la segunda guerra mundial. Lo que impresiona a Foucault es el papel que desempeñaron los físicos que se oponían a la bomba (Oppenheimer, por ejemplo, “hablaba en nombre del laboratorio en el que estaba”). Se trata de la figura del intelectual específico que luego inspirará a Foucault la formación del GIP (grupo de información sobre las prisiones) y el vínculo con las Panteras Negras. En ruptura con el intelectual  “universal” -que enuncia juicios de valores-, Foucault comienza a hablar “en nombre de una vida singular”.

En el nivel de las nuevas subjetividades, lo que interesa a Foucault son “las comunidades americanas, el interés por formas solitarias tanto como comunitarias”, una manera de “eludir la identificación” (sobre este punto Deleuze es escueto, pero hay bastante información en las biografías de Eribón y Miller).

IV.

Pero todo ha cambiado. Ya entrados en los ’80 Deleuze se encuentra en la “noche sin preguntas”. Foucault ha sido el último de los filósofos con coyuntura. De modo que leer a Foucault es penetrar en el modo en que intentó operar en ella.

Ya desde los primeros años ’70 -en plena formación del GIP-, Foucault asume tareas prácticas. Pone en juego su olfato, “algo va a pasar acá”. El filósofo deviene militante: “es muy difícil comprender lo que sea una política sin estar atravesado por esas evaluaciones… lo difícil es decir ‘eso es importante, no va a abortarse’. Hubo una gran evolución política de Foucault al decirse que allí había algo. Como si en el letargo del post-mayo, se volviera a encender un foco, pero extrañamente en las prisiones”.

La coyuntura concluyó en una derrota. Y Deleuze presenta su hipótesis al respecto: “una de las razones del silencio, de la especie de abatimiento, de desesperanza que tuvo Foucault más tarde, mucho más tarde, fue lo que se puede llamar la derrota de ese movimiento”. Y no es que no se hubiesen concretado cambios a nivel del régimen penitenciario. Pero Foucault “hubiera querido que haya todavía más, quedó bastante abatido”. La filosofía no tiene respuestas en momentos como estos.

Pero Deleuze está decidido a salvar un tesoro del desastre. Autonomía y transversalidad, los rasgos centrales del ciclo de luchas terminado (no concede a Foucault la idea de derrota), constituyen para él algo más que meros episodios transitorios. No hay que congelarse en las circunstancias: “las luchas transversales no datan del 68”. Las coyunturas luminosas lo son por el hecho de que dejan entrever algo eterno: “podemos preguntarnos si después de todo la historia no se hizo perpetuamente a través de luchas transversales”.

Se dirá que fuerza un salto demasiado brusco por fuera de la situación: “¿no ha sido la historia perpetuamente un tejido, una red de luchas transversales, antes que esas luchas sean centralizadas?”.

Lo que he intentado exorcizar es una respuesta central a la pregunta ¿Qué es el poder?”. Y si Foucault nos interesa es porque fue “el único en haber hecho una teoría izquierdista del poder”. Porque a su pregunta sólo puede convenirle “una respuesta transversal que desmigaje el poder en una multiplicidad de focos”.

Y bien, para poder pensar esto hace falta una microfísica del poder,  “no hay que partir de los grandes conjuntos”, las grandes instituciones. Porque los grandes conjuntos se dan “ya hechos”. “No es que no haya estado, no es que no haya ley, es que son expresiones estadísticas de una agitación de otra naturaleza”.

Para comprender esta respuesta de Foucault hay que comprender hasta qué punto la estrategia se da en él como una polémica con el estructuralismo. La estrategia –Deleuze ve en esto un parentesco con la micro-sociología de los deseos y las creencias de Tarde- es siempre molecular.

VI.

Si las relaciones de fuerzas son moleculares, los grandes conjuntos efectúan un “diagrama” de las fuerzas. Sólo que el término diagrama es utilizado una sola vez por Foucault. ¿Cómo es posible que un término tan fundamental tenga una presencia casi fantasmal?

Deleuze no se explica esta situación sin acudir a una teoría de la lectura: un libro, dice, “nunca es homogéneoestá hecho de tiempos fuertes y de tiempos débiles… y no estoy seguro de que la distribución de los tiempos fuertes y de los tiempos débiles sea la misma en dos lecturas, en dos personas que leen con pasión”.

 

PARTE II:

 

De pliegues y resistencias (Sobre La Subjetivación, de Gilles Deleuze)[1]

¿Más Foucault? Un Foucault político, con centro en la noción de resistencia. Un Foucault vitalista, pero de un vitalismo que no se separa de un fondo de “mortalismo” y para el que la vida no es sino conjunto de “funciones que resisten a la muerte”. Un Foucault para el cual la cuestión de “¿qué es pensar?” se formula trazando líneas: líneas curvas (enunciados), línea de cuadros (visibilidades), las forma estratificadas del saber; líneas agitadas, oceánicas o moleculares de las fuerzas (poder); líneas flexionada de resistencias, línea plegada de singularidades substraída a la relación de fuerzas (subjetivación). Así lo presenta Gilles Deleuze en su curso de 1986, íntegramente dedicado a exponer los conceptos originales de Foucault y a trazar sus relaciones posibles, así como las relaciones con filósofos con los que se encuentra en situación privilegiada.

Lo político formidable, en esta presentación del “último” Foucault, consiste en el descubrimiento de la autonomía de la subjetividad, instancia que se deriva de las relaciones fuerzas y de las formas (saberes). Esa derivada es la adquisición última y fundamental de la política que Foucault encontró en los griegos cuando buscaba romper el impasse al que había llegado, según Deleuze, por el efecto hiper-totalizador del diagrama de fuerzas del poder. Una totalización que no dejaba respirar, ni permitía comprender el pasaje inmanente de los diferentes diagramas históricos.

El problema que se planteaba a Foucault era el de la compresión histórica de la mutación de los diagramas (de soberanía, disciplinarios, de control). Las fuerzas  entran en relación en virtud de su doble poder de afectar (actividad) y de ser afectadas (espontaneidad). La aptitud para afectar y padecer permitía identificar las singularidades afectivas o reactivas en las fuerzas. Pero lo reactivo (punto en que una fuerza es afectada por otra) no es lo resistente (instancia autónoma del poder). Y sólo lo resistente de los contrapoderes permite comprender el carácter variable e histórico de los diagramas de poder.

¿Qué es lo que vieron los griegos? Fueron, para Foucault, los primeros en “plegar la fuerza” (la cuestión del “gobierno de sí” como condición del “gobierno de los otros”). Y lo hicieron, no en función de un “milagro” particular, sino en virtud de su diagrama de poder consistente en el juego de la rivalidad entre agentes libres.

El pliegue es la operación que lleva a la autoafección de la fuerza. El plegamiento no se da –esta es su autonomía– según los saberes o los poderes de su época, sino en función de lo que Deleuze insiste en llamar “reglas facultativas”. El pliegue se opera sobre la línea del afuera, que es otro nombre para el elemento informal de las fuerzas. La subjetivación es el proceso mediante el cual se constituyen momentos de vida autónomas por vía de la substracción (derivación) del saber-poder. Y el carácter resistente de sus singularidades consiste en su capacidad de desplegarse por su cuenta, acosadas tanto por las tentativas de investimento por parte del saber, como de las pretensiones de control de lo poderes.

¿En qué se distingue la subjetivación de la pretendida “vuelta al sujeto” que Deleuze rechaza por completo? En la subjetivación, el interior (el sí mismo) está hecho desde el exterior, el pliegue está hecho con la misma materia del afuera. La subjetivación no permite pensar un interior cerrado (institucional o psíquico), sino como terminal de un medio exterior. En otras palabras: es con relación al diagrama de las fuerzas que la subjetivación actúa como un operador de subjetivación. Y por esto es que la resistencia, en Foucault, se da como creación.

El pliegue ha sido pensado por muchos filósofos. Deleuze se concentra sobre todo en una comparación con Blanchot y Heidegger. Con Blanchot, se trata de comprender que el elemento informal de las fuerzas es un afuera absoluto, una línea de muerte imposible de franquear. El pliegue, en Foucault, será siempre un arrancar vida a la línea de la muerte, un vencer provisorio de la vida sobre la muerte. Un “vitalismo” sobre fondo mortecino. El pliegue, desde este punto de vista, crea una subjetivación en medio del hundimiento y la catástrofe. ¿Cómo no ver aquí una condición fundamental para la política radical? Separados del pliegue que extrae vida de la línea de la muerte, los vitalismos no son sino figuras retóricas inconsistentes.

Y con Heidegger se trata de la distinción fundamental entre un “posible lógico” (el pensamiento siempre cuenta con la posibilidad de pensar) y una potencia efectiva (el pensamiento tomado en un encuentro con otra cosa). Lo que da a pensar es siempre el afuera. La fórmula heideggeriana “todavía no pensamos” apunta a destituir la imagen lógica del pensar. Heidegger, pero también Artaud, para quien el pensar está afectado por un “impoder” que no se resuelve nunca a partir de la “posibilidad”, sino de un nuevo poder vital. Y aún Proust, para quien lo que fuerza a pensar es siempre un signo del mundo exterior (celos, enamoramientos).

No nos equivocaríamos demasiado si tratásemos de encontrar una zona común entre la subjetivación en Foucault y la noción de devenir en Deleuze y Guattari. ¿No hay en la constitución de ambos conceptos fundamentales una evaluación del ‘68? Eso afirma Félix Guattari en diálogo con Deleuze sobre el 68 como constitución de pliegues en la extraordinaria clase del 13 de mayo. Guattari retoma el 68 como tentativa de subjetivación (conjunto de resistencias, de afirmaciones autónomas), aunque critica a Foucault por no haber sabido diferenciar suficientemente la “lógica de los afectos” del juego de las fuerzas. El pliegue, para Guattari, introduce un nuevo sistema de referencias que, o bien produce un trastocamiento, o bien activa una recuperación de las subjetividades por parte del sistema de los saberes y las relaciones de fuerzas.

Con Guattari, las subjetivaciones se colocan en el centro de la gran política. La modulación de los afectos y los vuelcos de la subjetivación se convierten en el principio analítico absoluto. Frente popular, New Deal, fascismo, la política española, integración a la japonesa, y la subjetivación a la brasileña son otros tantos casos de una lucha entre producción de subjetividad y proliferación de arcaísmos hipercapitalistas: “cuando un operador es lo suficientemente potente para cambiar completamente las coordenadas de subjetivación de un ámbito, mientras que funciona, tiene todo tipo de consecuencias, todo tipo de efectos, puede contaminar todo el planeta, tal como en el 68 (…) pero luego, si se quiebra, hay por el contrario, un ascenso de viejos modos de subjetivación que van a reanimarse, a retomar el poder, a reinstaurarse de manera tanto más violenta cuanto que hubo imposibilidad para ese nuevo proceso de subjetivación de hallar su propia duración, su propia memoria”.

La subjetivación es la fuente de las singularidades resistentes y de apertura de potencialidades de un campo social. De hecho, en estas clases, Deleuze está construyendo sin decirlo un formidable encuentro político entre Foucault y Mil mesetas. Si la “problematización”, en Foucault, se expone a partir de cuatro ejes (forma de lo visible y forma de lo enunciable, fuerzas-poder y subjetivación) los “agenciamientos” de Mil mesetas estarán construidos por líneas equivalentes: sobre un eje horizontal, actuarán los agenciamientos maquínicos de cuerpos (contenido) y agenciamientos colectivos de enunciación (expresión); y sobre un eje vertical  los vectores de territorialización (diagrama) y de desterritorialización (deseo, máquina abstracta).

En otras palabras, lo político –para Foucault, pero también para Deleuze y Guattari– pasa por la afirmación de una instancia no estructural que opera por derivación (substracción/extracción) respecto de las relaciones de fuerzas. No se trata para ellos de simbolizar esta instancia, sino de pensarla en torno a las fuerzas o afectos. Si lo político combina una y otra vez la subjetivación con el saber y el poder (todo tipo de compromisos y reformas) su dinamismo más propio surge de su persistente autonomía, de su tendencia a resurgir en las coyunturas mas oscuras El descubrimiento del pliegue de las fuerzas coloca a Foucault más allá de la microfísica del poder, en la medida en que se incluye ahora al afuera.

Pero ¿cómo pensar este afuera? El afuera es lo que da a pensar, pero es también lo más interior, lo impensado del pensamiento. El afuera es velocidad infinita. Velocidad que experimenta el pensamiento. Lo que lleva a Deleuze a preguntarse por el pliegue desde otro ángulo: ¿cómo ser estos seres lentos que somos cuando somos atravesados por estas velocidades infinitas? Por una vez no se trata de discutir. “si han comprendido” algo de Foucault, dice el profesor Deleuze a sus alumnos, no le opongan objeciones: traten de conocer las “reacciones afectivas” que les produce. Y si el pensamiento de Foucault no les conviene al menos habrán encontrado la dirección en la que pueden seguir pensando.

[1] Gilles Deleuze, La subjetivación. Curso sobre Foucault. Tomo III, Cactus/Clases, Bs-As, 2015)

 

PARTE III: 

Prólogo al “Curso sobre Rousseau”, de Gilles Deleuze // Diego Sztulwark

I.
La única dependencia que educa el alma es la que se construye respecto de las cosas mismas. Toda dependencia personal instaura una relación de sumisión, de obediencia y tiranía.
Rousseau es el pensador de un materialismo ensoñado que busca reencontrar el sentimiento de la propia existencia reformando las situaciones, modificando el modo en que sus elementos determinan nuestras afecciones. El alma, apta para sentir, se forma en relación con los objetos, en una evolución en la que se constituye la razón natural, que no es innata ni espontánea. Son las primeras orientaciones del alma las que dan origen a una primera orientación material, que deberá adecuarse más tarde, cuando el orden social imponga la racionalidad del interés. Ética y política se reunirán en Rousseau para transformar la situación social, fundada en la mistificación de la igualdad y la libertad.
II.
Uno de los episodios menos conocidos de la obra de Deleuze es el curso que dictó sobre Rousseau en la Sorbonne llegando a sus 35 años de edad, entre fines del año 59 e inicios del 60. Conocido ya seguramente por algunos artículos importantes sobre Bergson y por un libro sobre Hume, no volvería a ocuparse decididamente –mas allá de alguna notable comparaciónde Spinoza con Hobbes, que en lo esencial repite el esquema de este curso- de aquello que los universitarios llaman la “filosofía política”.
Hay un Deleuze que se ha ocupado de retratar pensadores clásicos, y que creía que solo valía la pena escribir sobre ellos si uno tenía la impresión de que algo importante por relación a ellos no había sido del todo visto. En sus cursos Deleuze se ocupa de las fuerzas y los cuerpos. El pensamiento trabaja tomado en el encuentro histórico entre unas fuerzas del cuerpo y unas fuerzas del afuera. La filosofía crea conceptos porque está acosada por problemas vitales, arrastrada en un universo que permanece puramente virtual hasta que un encuentro, unclinamen, actualiza unos posibles aún inexplorados.
Hay también un Deleuze docente, muy atento a la cuestión de la enseñanza y a la des-escolarización completa de la filosofía. El problema pedagógico se concentra en cómo conducir a cada quien hacia el desierto, donde se opera una liberación de los residuos teológicos y de toda obediencia.
III.
Los sabios y las multitudes ya no se soportan. La filosofía política moderna deberá buscar alternativas a este doble agotamiento en el que los primeros ya no quieren gobernar mientras que los segundos ya no aceptan su gobierno. Con esta ruptura, el orden social pierde el aspecto natural que tuvo para los antiguos griegos. Con Hobbes, la naturaleza pierde toda connotación armónica (el orden de las perfecciones) y deviene conflicto entre fuerzas, entre individuos desprovistos de todo ambiente moral, arrojados a un estado de guerra generalizado.
En estas condiciones, el estado emerge como una necesidad racional derivada de un pacto que funda la sociedad. Su legitimidad procederá de su capacidad efectiva para defender la sociedad. Es decir: para rescatar a los individuos de un estado pre-social, demasiado caótico para dar cabida al progreso industrial. Con Hobbes nace lo más perdurable del liberalismo: el ideal de una sociedad fundada en la noción del individuo atemorizado y calculador, el papel indelegable del estado como garante último de la sociedad en épocas de crisis, el valor de la seguridad como instauración de obediencia generalizada al orden.
IV.
La esencia coactiva del Leviatán es antipolítica. Hobbes no cree en la libre articulación de lo colectivo. Los individuos –bajo el influjo del dinero y la religión- se muestran incapaces de articular y componer por sí mismos un campo social consistente. De allí el pacto, y la renuncia al ejercicio de su propia libertad a favor de un derecho civil. Spinoza ya protestaba contra esta renuncia a la libertad. Deleuze coloca a Rousseau en esta misma línea de rechazo de todo intercambio de libertad por seguridad. Una lectura muy diferente a la que hará Toni Negri, para quien la filosofía de la Voluntad General impone una unidad abstracta a la productividad de los modos finitos. Rousseau, para Negri, se corresponde con el pensamiento burgués que inspira la Revolución Francesa (la soberanía popular) pero también con la conservadora filosofía del derecho de Hegel.
¿Qué critica Rousseau a Hobbes? Básicamente un déficit de historicidad. Hobbes parte de un humano natural definido por sus pasiones sin hacer la génesis de esa pasionalidad. Rousseau quiere sustituir la imagen de una naturaleza humana estructurada a partir de determinadas facultades (pasionales, lingüísticas, racionales) por una dinámica constituyente, en la que la interactividad entre sujeto y situación es abierta, histórica y productiva.
V.
El estado de naturaleza de Rousseau se define por la dispersión y la soledad. Lo humano pre-social es un despliegue libre de situaciones de igualdad e independencia, en las que los encuentros, incluidos los sexuales, son completamente fortuitos. La existencia del individuo hace uno con la especie: puro ser genérico.
No se plantea allí el problema político de la seguridad. Antes del surgimiento de la cooperación social -que no solo crea riquezas, sino también nuevas necesidades- cada quien se vincula con las cosas sin que la necesidad natural sobrepase jamás sus fuerzas. Potencia y necesidad se auto-regulan.
VI.
Con lo sociopolítico se introduce un desequilibrio entre poder y deseo. No se trata, queda dicho, de una ruptura con lo natural. Sino de la aparición de una distinción entre lo natural y lo primitivo. El estado de naturaleza es comprendido entonces como el punto de partida para un desarrollo, como un estado cargado de direcciones virtuales, de evoluciones dinámicas.
Naturaleza y experiencia devienen entonces objeto de educación. No se nace racional, se lo deviene. Y las direcciones virtuales se actualizan en transiciones de la potencia que conducen o bien a una mayor perfección, o bien a un estado enviciado.
VII.
Hay en Rousseau una ruptura metodológica. En lugar de deducir lo natural de lo social dado, adopta un punto de partida diferente. El estado natural, momento inicial, ya no es concebido como una serie de premisas –las facultades humanas-, sino como portador de una carga virtual y genética cuyo despliegue revela el orden causal mismo. De modo que el sujeto no actualizará sus potencias sino bajo ciertas circunstancias –que Marx llamará “no elegidas”- con relación a las cuales se pondrán en juego sus posibilidades subjetivas.
Las facultades humanas permanecen abstractas cuando no se las considera bajo el influjo de ciertas necesidades concretas que las fuerzan a actuar de determinada manera. Pero las necesidades mismas permanecen demasiado generales si no se las vincula a situaciones concretas que las determinan.
Habría que ser capaz de captar al individuo dado como resultado de un proceso y no naturalizado como punto de partida universal. Como pide Simondon: la individuación no se deducirá del individuo acabado.
VIII.
Hobbes erraba al suponer el estado de naturaleza como estado de guerra, como si la violencia no tuviera más evolución posible que la guerra, y sin considerar que la guerra es violencia en condiciones –precisas– de Estado y de propiedad (y por tanto solo es posible cuando hay estado social). El mismo error cometía cuando ligaba el amor propio natural al interés, como si en el estado natural dominaran ya las relaciones sociales. Más que errores, se trata de justificaciones que la filosofía hace de la subyugación, como mistificación de lo social y subterfugio para fuerzas productivas y relaciones de producción: los amos de América subyugan a sus esclavos por el algodón.
Hay un elemento esencialmente corrupto en la sociedad y el estado. Este elemento no es el pacto consentido entre quienes habitan el estado de naturaleza, sino una convención introducida en el hombre natural a través de la educación. La sociedad es la de los hombres que desean el matrimonio y la propiedad. Nada más temible que las personas conscientes de sus intereses. Si ha de haber pacto debe ser para reformar este estado de cosas y volver a la libertad. Para eliminar al hombre privado, al hombre para la economía que emerge una y otra vez como ser naturalizado.
IX.
El contrato social de Rousseau no instituye sino que reforma lo social. Postula una nueva comprensión de lo político, capaz de retomar en el plano adulto y colectivo las premisas del materialismo ensoñado. Se trata de una transmutación de lo humano colectivo orientado a un orden social capaz de limitar la corrupción asociada a la propiedad.
En la medida en que la sociedad consagra un mundo de propietarios y con ello una idea de justicia débil, parcializada y dominada por intereses, la  igualdad es cada vez más un valor mistificado al servicio de una pacífica explotación de clases. Esa mistificación se rompe con la distinción entre
asociación y sumisión, tan presente en Hobbes.
X.
Solo un pueblo desquiciado acepta alienar su soberanía. De hecho, en El contrato social para Rousseau la decisión política no es atribución del gobernante, sino que forma parte de la soberanía popular en movimiento. Es decir que lo político es concebido como la práctica que organiza, en situaciones específicas y cambiantes, la decisión colectiva.  
El Contratoelimina toda parcialidad que pudiera surgir de una alienación diferencial de la libertad. No porque se resista a lo social, sino porque la alienación es total. La voluntad general surge de una alienación total y de todos por igual, de modo que la asociación ya no se da en torno a una división, ni a relaciones de sumisión. A partir de entonces la política ya no estará dominada por la articulación de intereses parciales, ni estará caracterizada por la brecha abierta entre súbditos y gobernantes.
En otras palabras, la alienación total de todos sustenta una experiencia nueva de la igualdad.
XI
La Voluntad General que instituye el contrato social es una voluntad en la que cada quien participa de pleno derecho de las decisiones soberanas, en tanto que ciudadano. Es una voluntad de libertad, que solo quiere la ley, en la medida en que la propia ley solo actúa formalizando lo colectivo mismo. La voluntad general quiere la igualdad y la libertad colectiva y solo puede determinarla de un modo formal: “formal” –aquí– quiere decir no relativo a personas, sino a cosas.
Y la ley está determinada por la situación objetiva, territorio y población. Es decir que la voluntad general también debe determinarse a partir de situaciones concretas. No sabe cómo lograr la libertad en condiciones históricas. Debe crear los modos. Ella misma replica, en el nivel colectivo, un campo de virtuales cuya orientación debe desplegar.
El error que Rousseau atribuye a los modernos, según Deleuze, fue el de identificar la ley natural con el estado inicial, natural. Lo cual supone unos individuos que nacen naturalmente racionales. No es así. La razón es natural precisamente en virtud del proceso genético en que se instituye. No es nada sin la propensión virtual en que se efectúa. Y lo mismo ocurre para toda razón política.
XII.
Deleuze encuentra en Rousseau un spinozismo profundo. Parcial y por resonancias pero efectivo. En uno como en otro domina la estrategia por sobre la moral como vía de existencia. En ambos la razón es asunto de experimentación, el producto de un trabajo de selección de los elementos no tóxicos de las situaciones. Ambos componen una ética formada por componentes similares: un humor vinculado a la experiencia de lo que no sabemos, un materialismo fundado en el peso de las situaciones por sobre las subjetividades, y una búsqueda de las instancias capaces de transformar las determinaciones que dominan nuestras afecciones“eliminando los elementos que les dan un interés en ser malvados”.
Imposible distinguir ya entre una política y una micropolítica. No es la relación de enemistad la que organiza la conflictividad social sino la tentativa de modificar, o de escapar al sistema de determinaciones. Modificar la situación, modificar la sociedad. Porque es la sociedad la que nos produce como seres objetivamente interesados en ser malvados. Spinoza y Rousseau son captados en un mismo movimiento de fuga. En ambos casos acomodarse a lo social es desfallecer. Se trata desde ya de asumir la situación, pero para salirse de ella.
XIII.
La vida de Rousseau, lo que nos llegó de él por propia confesión, es un continuo lamento de su inaptitud para manejarse en sociedad. El colmo es su padecimiento de “incontinencia urinaria” que lo hacía fugar de improviso de los salones de sociedad. De donde surge un carácter anti-social de Rousseau como una respuesta tendiente a escapar al ridículo. Pero más allá de la picardía autoflagelante, haríamos bien en tomar en serio y profundizar la provocación.
A lo largo de su obra se manifiestan diversas maneras de sustracción de ese social que nos empuja a la maldad. Y no se pueden pensar sus páginas más serias sobre el estado de naturaleza, sobre la bondad originaria, sobre la ley natural, sin ese humor serio que devela este problema que aparece como juego en sus ensoñaciones solitarias.
Pero puesto que ya no somos ingenuos ni todavía lo suficientemente inocentes, y Rousseau era consciente de ello, más nos vale asumir lo que esta sustracción podría querer decir en una situación social, en sociedad, y recoger el guante de esta moral sensitiva o materialismo del sabio.

 

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