Ganar la democracia, cambiar nuestras ciudades

por Nacho Murgui, Jacobo Rivero y Ángel Luis Lara
 
1. En enero de 1962 la pequeña aldea tanzana de Kashasha fue el epicentro de una epidemia de risa. Durante dieciséis días, miles de personas sucumbieron a un brote psicogénico masivo que los sumergió en la hilaridad. No podían sacudirse ni la carcajada ni la euforia más desternillante. Madrid no es Kashasha, pero en el activismo local se respira un generalizado aire de euforia. Ante los resultados de las pasadas elecciones europeas en nuestro país, Santiago Alba Rico reclamaba en un interesante artículo el más alto grado de responsabilidad, madurez, compromiso y honestidad. Una epidemia de euforia no parece resultar la mejor compañera de viaje para ese propósito.
Como si viviéramos en una peli de Pasolini, se hace necesario una suerte de realismo expresionista. Uno que no sólo sepa reconocer la enorme ilusión que habita en la coyuntura en curso, sino que proponga y trabaje para organizarla y empujarla. Bertolt Brecht trazó tres coordenadas para comprender el realismo y el expresionismo en clave transformadora: que sean capaces de enriquecer las posibilidades de vivencia, que sepan alimentar las capacidades de expresión y que se constituyan en un reflejo del propio tiempo, pero no un reflejo mecánico, sino uno que sea anticipador del futuro. Esa es, precisamente, la tarea que tenemos entre manos. Hoy estamos ante la posibilidad y la necesidad de cambiar radicalmente los términos que han definido lo político en nuestros tiempos. Algo que se antoja definitivamente más profundo y complejo que ganar unas elecciones.
2. Una suerte de vuelco unánime hacia el campo electoral parece funcionar como combustible que alimenta el generalizado clima de euforia. En cierta medida, dicho vuelco puede ser interpretado como un ejercicio de realismo. Más de cuatro décadas de neoliberalismo han demostrado que los poderosos y sus malos gobiernos han abolido unilateralmente toda posibilidad de mediación y de negociación. En el actual orden postdemocrático aparece como una urgencia inapelable el desalojo de las élites de la gestión del orden institucional instituido. La aparente incapacidad de las plazas y de las continuas movilizaciones que hemos experimentado en los últimos años para la consecución de tal propósito dibuja para muchos el límite de lo social y de sus movimientos. No es este, en ningún caso, nuestro punto de vista. Han sido, precisamente, la sociedad civil y sus tejidos sociales los que no sólo han erosionado la legitimidad de lo instituido, sino que han puesto en juego prácticas instituyentes.
No obstante, es cierto que los malos siguen ahí y no se mueven de la foto. Hoy en nuestras ciudades la proposición cambiar el mundo sin tomar el poder no expresa tanto un rechazo de la experimentación radicalmente democrática en el campo institucional como el convencimiento de que no se cambia el mundo tomando el poder. Son precisamente nuestras ciudades los territorios básicos y primeros en los que deberíamos poner en juego dicha experimentación democrática, a partir de un municipalismo abierto y participado que sepa estar a la altura del carácter crítico del momento histórico en que nos encontramos.
3. Con independencia de lo que ocurra en las próximas elecciones municipales, lo que es seguro es que, sea cual sea el resultado, la única garantia para los intereses de las mayorías sociales es que éstas se organicen y se activen. A esto debería supeditarse cualquier otra cuestión. Las propuestas de confluencia y de encuentro que están en marcha en nuestros días serán potentes en tanto que favorezcan y alimenten procesos de construcción y fortalecimiento de los tejidos sociales. De manera similar a los habitantes de la ciudad invisible de Ersilia narrada por Italo Calvino, la tarea de los de abajo es no dejar de tirar hilos de los unos a los otros hasta recuperar la alegría común de sostenernos para que nadie se caiga. El destrozo material y cultural protagonizado por el neoliberalismo en los últimos cuarenta años requiere de un redoblado e incansable esfuerzo colectivo por hacer sociedad. El que opciones políticas favorables a dicho propósito gobiernen nuestros municipios es, ciertamente, importante. Sin embargo, en ningún caso resulta conveniente delegar en ellas la responsabilidad de transformar las cosas, sino que deberían ser usadas únicamente como una herramienta más en la práctica de dicha transformación.
En este sentido, toda travesía local del orden institucional debería abandonar definitivamente la lógica de la representación, para funcionar como expresión de lo que las personas y los tejidos sociales necesitan, desean y decidan democráticamente. La dificultad ante la que nos encontramos es que el campo electoral impone una lógica que complejiza enormemente este propósito. Al igual que ocurre con los mapas, lo importante de lo electoral no es lo que enseña, sino lo que esconde. Ante la potencia de la movilización social, la palabra de los poderosos es siempre la misma: «Preséntense a las elecciones». Frente a la reducción al cálculo cuantitativo que los procesos electorales imponen, todo cambio social radicalmente democrático resulta siempre cualitativo e incontable. No deberíamos permitir que la cualidad de lo que venimos construyendo desde hace años en nuestros barrios o de lo que hemos vivido en las plazas de nuestras ciudades en los últimos tiempos se vacíe hasta diluirse en lo electoral. Si algo hemos terminado de confirmar en los últimos años es que la sociedad civil no necesita hacerse partido para devenir política. Pese a lo que algunos apuntan, la política no puede ser únicamente ganar y poder. Los medios deben ser en todo momento los que justifiquen los fines. Si la política no es ante todo una ética, nos habremos extraviado antes incluso de comenzar a caminar.
4. Un viejo proverbio árabe dice: «escoge bien a tu enemigo, porque vas a ser como él». El cambio radical de lo político que requiere el presente nos exige que desplacemos nuestro punto de mira desde la centralidad del enemigo al papel crucial del tejido común con el amigo. Nos va en ello la vida de las diferentes iniciativas que están proliferando en nuestras ciudades para conformar espacios socio-políticos que impulsen una transformación, tanto desde la movilización democrática como a través de las urnas. En ese camino no cabe competir los unos con los otros. Lo importante no es llegar primero, sino llegar juntos. Deben ser la generosidad y el respeto las luces con las que nos orientemos en el camino. En el puzzle de lo que se avecina nos sobra la pieza de la hegemonía. La ambición, las identidades, el protagonismo, la imposición, el inmovilismo o la desconfianza ante lo nuevo, en definitiva, todo lo que resulte propio y particular en detrimento de lo común, debe ser desalojado de nuestras mochilas en este viaje.
Como dicen entre los indios huicholes, «sólo entre todos sabemos todo». Frente al poder debe imponerse la potencia de la creatividad y del componer con el otro y entre diferentes. No hay posibilidad de articular una mayoría social si aquello que seamos capaces de construir no puede ser habitado por cualquiera. Las bases de un proceso de esta naturaleza pueden comenzar a armarse con el eco que el tan-tan zapatista hace rebotar por el mundo entero desde hace veinte años: servir y no servirse, construir y no destruir, obedecer y no mandar, proponer y no imponer, convencer y no vencer, bajar y no subir. Coordenadas básicas para una nueva geografía que pueda sintetizarse en un programa de mínimos para el buen gobierno de la ciudad a partir del cual idear el barco pirata con el que surcar el reto electoral. Siempre de forma radicalmente democrática y abiertamente participada.

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