La idea es una especie de biombo detrás del que ocurre algo más importante. Eso decía Gombrowicz: que en el corazón de un argumento se esconde la seducción de sus palabras. Y que ahí radica la verdad. Quien alguna vez haya dedicado parte de su tiempo a manosear impunemente el teclado, sabe que los razonamientos son coartadas que armamos para justificar pasiones ciegas, preexistentes, que buscan conquistar con las palabras un lugar sólido entre nosotros. Escribir es la exigencia que el afecto le hace a la razón. Es animar en el lenguaje aquello que sentimos pero todavía no sabemos.
Si escribir es fabricar un biombo a la Gombrowicz, la lectura será entonces un acercamiento al corazón de las palabras. Una escucha atenta a los murmullos que acechan detrás de lo escrito. Leer es eso: cachetear frases para ventilarlas y aspirar el aire fresco que las palabras exhalan. Pero hoy pocos leen de esa manera. Proliferan los enamorados del biombo, los aduladores del signo, los campeones del significado y el significante. Esto se aprende en los recitales literarios, donde se adormece a cualquiera que no se haya acostumbrado a vivir en el aburrimiento. Otro ejemplo es el mundo académico. Por eso las jornadas y congresos se parecen tanto a los ciclos de lectura: son mundos especializados y aburridos en el que sus miembros, como por obra de un pacto, se felicitan entre sí.
Cuesta imaginar a Fogwill en esos ambientes. Eran ruido en la cabeza, decía, que no lo dejaba pensar. Por eso en 1968, a sus veintisiete años, abandonó para siempre la carrera de sociólogo. Para él, escribir era un fin en sí mismo, alejado del amor por los congresos, las becas, los papers y las cátedras. Una forma de hablar para no ser hablado por los consensos de la cultura. Hay, por ello, un aprendizaje posible en su narrativa.
Antes de mi labor de publicista yo tuve una labor de semiotista. Espontánea, desde chiquito. Cuando pibe, como todos los púberes de mi grupo, era un sabio de marcas de autos y de motos. Mi paradigma era: las figuritas, colores de camisetas y jugadores de fútbol, autos y motos. Sobre ese paradigma se pudo haber montado mi conocimiento sobre marcas de ropa, armas o perfumes. Yo siempre tuve mucha sensibilidad a los efectos connotativos de los sistemas de marcas, pero mucho antes de la publicidad. Yo llegué a la publicidad muy tarde, casi diez años después de haber trabajado en marketing, en desarrollo de marcas. De cualquier manera, esa sensibilidad es muy anterior.
Fogwill, nos dice y lo sabemos, fue un hábil semiotista. Se supo enlace entre sus vivencias del mundo y las de los otros. Su escritura es el resultado de una exploración de los afectos sociales y de una envidiable capacidad para exprimir en sus relatos esas fuerzas silenciosas con las que vivimos. Leerlo es volver a evocar aquello que, sin darnos cuenta, había ya pasado por nosotros. Es reanimar lo que la repetición del día a día fue endureciendo. Fuera de la academia, fuera de la ley, fuera de los consensos y ascensos, Fogwill vive en sus historias un adentro viscoso y denso, pegajoso.
La narrativa de Fogwill es una operación que funciona en un doble saber: conoce las fuerzas sociales, y entiende cómo volver a abrir en un relato esa maraña de pasiones, calenturas y fobias que transitamos a diario. Su prosa tiene la sencillez de la buena poesía: belleza inusual con palabras cotidianas. Recrea una intimidad profunda, cuenta calenturas incomprensibles por su verosimilitud, erecciones verosímiles por su incomprensión. Felicidades efímeras en la larga risa de todos estos años.
Su escritura es el resultado de una larga y detenida reflexión sobre la eficacia de las palabras en los cuerpos. ¿Cómo sumergir al lector en el mundo abierto por el relato al punto de que este viva como propio lo que un personaje experimenta? ¿Cómo producir afectos en el cuerpo del que lee? Ansiedad, celos, vergüenza, miedo: todo eso puede vivirse a través de unas páginas. Por eso Fogwill se define como semiotista. De allí su eficacia para la publicidad, el marketing y la literatura. El caso más extremo de este aprendizaje fue el del chiste, mensaje al que le dedicó largos años de estudio y en el que terminaría convirtiéndose en un experto. La lectura de sus cuentos y novelas suele ir acompañada de fuertes carcajadas.
Fogwill entiende como nadie la capacidad que la narrativa tiene de producir afectos en el cuerpo. Por eso muchas veces la presenta como una manipulación que las palabras realizan sobre las emociones. Esa es la fascinación que despierta una historia bien contada: sugestiona, persuade, enloquece. Crea mundo y sentido al introducir al lector en el ambiente de la narración. Buen escritor es el que inventa afectos vivos, reales. Y esto no vale solo para la literatura.
Un publicitario, Ogilvy, mucho más sagaz que la mayoría de los sociólogos, recomendaba a los anunciantes: cuando no tenga nada que decir, cántelo. Porque el canto recrea la ceremonia colectiva, y en ella, se imponen fuerzas mayores –y quizás mejores– que las de la razón, la pertinencia lógica, la etiqueta y el gusto, y todo eso que sostiene el armazón de sentido tal como es sentido por esta estirpe reciente y monstruosa a la que pertenecemos.
José Traine –citando alguien que ahora no recuerdo, creo que a Alberto Cedrón– me explicó una vez la superioridad de la música por sobre el resto de las artes: “Vos tenés una vaca. Le ponés un Rembrandt enfrente… y no pasa nada. Ahora, si vos a esa misma vaca la ponés un buen rato a escuchar una sonata de Schubert te va a empezar a dar más leche”. Eso tiene su explicación: la música moviliza una fibra sensible anterior a toda imagen y palabra. Expresa sin biombo ni relato aquella verdad de la que habla Gombrowicz. De ahí su fuerza.
“Yo sé cantar, pero no sé contar”, repetía Saúl, el judío porteño de Vivir afuera. Fogwill conocía el arte de ambas. O mejor dicho: supo hacer de cantar y contar una misma cosa. Hablando o escribiendo, Fogwill indagaba esa continuidad entre música y cuerpo como experiencia fundante de la palabra. Vivía en la música y escribía bajo su efecto. Era común escucharlo cantar o recitar solo por la calle. Su prosa es un entrecruzamiento de melodías que armonizan y se chocan. Sonidos que hacen vibrar en el lector esos ritmos contradictorios de sus personajes.
Sin entender una palabra, Mariana y la Intensiva disfrutan de Papirosen. Solo escuchan sentimientos, piensa Wolff, y los traducen: a veces bien, a veces mal. Pero ellas están ahí, absorbidas por la música. La prosa de Fogwill provoca un encantamiento similar. Es una escucha profunda, una especie de tanteo en el que los afectos se cristalizan en palabras. La resonancia del mundo aparece contada por un ritmo, cantada por un texto. Mariana, la Intensiva y Fogwill escuchan y viven, viven y escuchan, y en ese intercambio vuelven sonido el aire que respiran.
Escribir es eso: escucharse y empezar a anotar. Se cuenta una historia. Para vivir sin ser vivido, para pensar sin ser pensado. Decía Fogwill que sus relatos fueron siempre el efecto de una atenta escucha al dictado de una voz. Pienso que esa voz, siguiendo el consejo de Ogilvy, le dictaba en forma de canto.
* Este texto forma parte del libro Engendros, publicado en 2018 por Hecho Atómico Ediciones.