“Eliseo Reclus ha escrito: “comprender para perdonar”. Y eso es lo que nosotros hemos siempre tratado de hacer ante la complejidad de los hechos en donde Di Giovanni se debatió y que soportaron altibajos de su conciencia y de su pasión”.
Hugo Treni, “Un poco del alma del bandido”, 1931.
La fría mañana del mes de enero de 1986 el célebre profesor de filosofía Gilles Deleuze meditaba sobre un asunto que creía irresuelto. En su curso sobre Michel Foucault, sentía la necesidad de exponer ante los asistentes la idea de que la filosofía no debía ser enseñada como una mera sucesión de capítulos, autores y escuelas. Más que evolución, el pensamiento procede por violencias, movimientos irregulares que el pensador padece y el historiador procura describir con cierto detalle. Esa violencia responde al peso de los acontecimientos históricos, sí, pero su inventiva corresponde al juego que entablan con la creatividad de las ideas. Más que con el progreso, el pensamiento se define por su modo de afrontar problemas e imaginar modos de trabajo. Deleuze pensaba en la presencia del 68 francés en su propia filosofía. La Europa de la revuelta le dio a Deleuze la oportunidad de enfocar el asunto en una de sus clases: las ideas de Foucault -dijo ante un público nutrido- no deberían ser presentadas como un corte abrupto, una ruptura ni una superación con respecto al marxismo y al existencialismo. Sus palabras pasaban como un cepillo a contrapelo de los consensos académicos en formación. Si un movimiento de rebeldía se torna interesante para la filosofía -explicaba- lo es en virtud del modo en que introduce en ella las semillas de nuevas evaluaciones. Y luego de detallar aquella coyuntura histórica desembocó en siguiente argumento: “el pensamiento de Foucault no puede ser comprendido sino en una agitación interior que afectó al marxismo, el existencialismo y al conjunto del pensamiento de la época”. Era esa la imagen precisa que había estado buscando: agitación, no evolución.
Nunca reparé, a pesar de mis varias lecturas de ese fragmento deleuziano, en la enorme importancia de esa delimitación: la agitación como disposición inconformista que lleva a reevaluar las estructuras en las que pensamos y vivimos. Y no tengo dudas de que el impacto que ahora recibo proviene de otra lectura que plantea el mismo tipo de problemas a propósito de una tragedia histórica y biográfica tan atractiva como inquietante. Me refiero al notable libro de Osvaldo Bayer, Severino Di Giovanni. El idealista de la violencia (1970), que transmite la impresión de que fue el anarquismo quién expresó la agitación de manera más pura y extrema tanto en la existencia personal como en la acción.
La biografía de un luchador social convertido en el enemigo número uno del Estado argentino, permaneció enterrada durante décadas en las páginas policiales de los diarios. El ácrata italiano llegó a ser un espectro de la vida política. Di Giovanni fue un periodista armado que murió orgulloso ante un pelotón de fusilamiento, un militante antifascista y un poeta apasionado que intentó hasta el último de sus días combinar sus sueños literarios con las exigencias ideológicas y prácticas del anarquismo ilegalista y expropiador.
Severino nació no lejos de Roma en 1901. Casado con Teresa Masciulli y desempleado partió hacia la Argentina el mismo año de la Marcha sobre Roma. Sus lecturas de entonces: Proudhon, Bakunin, Reclus, Kropotkin, Malatesta, Stirner y Nietzsche. Una vez instalado en Buenos Aires desarrolló la profesión de tipógrafo como obrero gráfico en un taller de Morón. Habló un castellano claro, con huellas de su lengua peninsular. Su pasión activista contra el fascismo lo llevó a irrumpir una noche de junio del año 1925 en la fiesta que daba el embajador de Mussolini en Argentina el Teatro Colon. Los libertarios gritaron a viva voz contra los crímenes de las camisas negras y repartieron volantes denunciando el asesinato del legislador socialista italiano Matteotti. Para acallar a los aguafiestas convergieron primero los escuadristas italianos ligados a la embajada italiana y luego la policía de Marcelo T. de Alvear.
El movimiento anarquista argentino era, por mucho, el más importante de América Latina. Su rica experiencia en el activismo sindical y cultural se organizaba durante la segunda mitad de los años veinte en dos corrientes internas enfrentadas entre sí: la rama moderada y considerablemente más influyente, constituida por los sindicatos reunidos en la FORA y el periódico “La Protesta” y, a su izquierda, los gremios autónomos y el grupo que editaba “La Antorcha”. En ese contexto actuaban, además, numerosos grupos de italianos antifascistas divididos entre anarco-comunistas (lectores de Malatesta) e individualistas. Esta última vertiente renace en el país con la publicación de “Culmine”, periódico creado por Severino Di Giovanni.
El 16 de mayo de 1926 estalla una bomba en la puerta de la embajada de EE.UU (Arrollo y Carlos Pellegrini), país que se preparaba para ejecutar a los obreros anarquistas italianos Sacco y Vanzetti: la respuesta del gobierno radical de Alvear será alentar la participación de las Ligas Patrióticas en la represión anarquista junto a las fuerzas policiales. Comprometido en el atentado, dice Bayer, Di Giovanni “comienza su peligroso viaje del cual no podrá retornar jamás”.
La lucha de los anarquistas se libraba al mismo tiempo en todos los frentes: contra el gobierno de los EE.UU (la campaña por el caso Sacco y Vanzetti), contra el fascismo italiano y sus pretensiones de extenderse en la argentina y contra el aparato represivo del Estado. Y la propaganda ácrata se orientaba a “demostrar a la plebe -de la cual somos la parte rebelde- el coraje y la confianza”. La táctica de lucha eran los grupos pequeños y autoorganizados. La estrategia: el inconformismo en armas en resistencia contra Mussolini.
El 24 de diciembre del 27, durante los preparativos de la navidad, estallaron dos bombas: una en el City Bank (calle San Martin) y otra en el Banco de Boston (Mitre y Diagonal). El saldo de víctimas asciende a veintitrés heridos y dos muertos. El siguiente propósito de Severino y su grupo fue asesinar al cónsul italiano en Buenos Aires, Italo Capanni, célebre represor mussoliniano. El 23 de mayo de 1928 estalla un poderoso artefacto -construido por el grupo de Di Giovanni- en el consulado de la avenida Quintana, en donde cientos de personas e la comunidad italiana tramitaban su documentación. Si bien el maletín tenía como destino aniquilar a Capanni y la embajador fascista, un error -un trágico detalle-, terminó por detonar un formidable acto terrorista en el que fueron heridas treinta y cuatro personas y murieron otras nueve.
A partir de ahí Severino y su grupo -entre los que se contaba Paulino Scarfó- vivió en la más estricta clandestinidad, sin renunciar a las acciones de expropiación y propaganda. Di Giovanni se separó de Teresa, ya madre de sus hijxs, y se entregó por completo a las acciones para liberar compañeros presos, la falsificación de monedas, el apoyo armado a huelgas obreras, al intercambio epistolar (a menudo polémico) con núcleos anarquistas de todo el mundo, y la edición periódica, panfletos y libros. Dos episodios particularmente destacados por Bayer de la vida de Di Giovanni de aquellos años son la apasionada relación con la jovensísima América Scarfó (que se consumó en un falso casamiento de comedia italiana) y la recurrencia al asesinato por parte de Severino primero contra Giulio Montagna, activista anarquista acusado de espía, y del director de “La Protesta” y principal propagandita acusador contra Severino (junto con Diego Abad de Santillán lo acusaron de espía fascista, delincuente y ladrón), López Arango. Este último episodio dividió aguas en el movimiento anarquista y dio lugar a una intensa polémica, que en partes se esclareció por medio de una suerte de juicio libertario del que Severino salió exculpado, no de sus métodos por muchos considerados criminales (el propio Bayer escribe al respecto que los argumentos de la defensa no llegan nunca a dar razones convincentes para asesinar), sino de las acusaciones que le venía dirigiendo el núcleo editor de “La Protesta”.
El golpe militar de Uriburu a Yrigoyen del 6 de septiembre de 1930, que puso al frente de la represión a Leopoldo Lugones, homónimo de su padre escritor y hombre enamorado de la picana, encontró en la pareja Severino y América uno de los centros irradiadores de iniciativas conjuntas del movimiento anarquista. Según Bayer, durante el mes de octubre de 1930 “Anarchía” (en un número periódico enteramente redactado por la pareja) se convirtió en el único medio gráfico opositor al gobierno del General Uriburu. Mientras tanto Severino empleaba el dinero recaudado en las expropiaciones más audaces, para aportar dinero a compañeros perseguidos, contribuir a un complot fallido para liquidar a Mussolini, y para cumplir su sueño de editar en el país al geógrafo libertario Jacques Eliseé Reclus. El bandido reunía dinero para publicar al pacifista. De hecho, Di Giovanni es capturado -tras una persecución policial de película, el 31 de enero de 1931- mientras iba al centro de la ciudad para ver con sus propios ojos la edición del tercer tomo de Escritos Sociales de Reclus.
En el breve juicio en el que fue condenado a muerte, Di Giovanni fue defendido por el teniente primero Juan Carlos Franco de la compañía de ciclistas y archivos, quien intentó impedir la ejecución y fue luego detenido y expulsado un tiempo en el Paraguay y componiendo canciones que lo acercaron a Atahulapa Yupanqui.
Di Giovanni fue fusilado el 1 de febrero de 1931, en la penitenciaría de la avenida Las Hares. De entre las crónicas del fusilamiento de Di Giovanni sobre sale el agua fuerte de Roberto Arlt (“He visto morir”) invitado como parte de la prensa para cubrir el cruento final del bandido social (como Paulino Scarfó, Seferino fue intensamente torturado por la policía antes de su lapidación).
Arlt escribe allí: “-Pelotón, firme. Apunten. La voz del reo estalla metálica, vibrante: -¡Viva la anarquía! -¡Fuego! Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas. Fogonazo del tiro de gracia. Muerto. Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra. Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez de Última hora, Enrique Gonzáles Tuñón, de Crítica y Gómez, de El Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara: -Está prohibido reírse. -Está prohibido concurrir con zapatos de baile”. El texto, dirá David Viñas hace una “trágica focalización con un solo protagonista”. Y Horacio González repara en la foto que, teatralizando el fusilamiento, realiza para la ocasión la Revista Caras y Caretas. El otro escrito que se desmarca del amarillismo de los medios y la alegría de diarios como La nación es el poema de Enrique González Tuñón, que hace referencia a las flores rojas que aparecieron por la madrugada en la tumba anómica de Severino (“El hombre fusilado debe estar ya medio destruido en la Chacarita. América Scarfó le llevará flores, y cuando estemos todos muertos muertos, América Scarfó nos llevará flores”).
Hugo Treni, un intelectual italiano exiliado por entonces en Uruguay debido a sus ideas libertarias y que se había carteado polémicamente con Severino durante sus últimos años de vida, lo describió sólo unos pocos meses después de su asesinato: “Di Giovanni era un apasionado. Veía toda la vida y enfrentaba la acción a través de su pasión tumultuosa que a menudo lo cegaba llevándolo tanto al mal como al bien”. El retrato de Treni sobre Severino es el de un alma escindida entre su “íntima aspiración”, que era “poder entregarse a una vida de estudio” y “un largo encadenamiento de hechos en su vida de todos los días” que lo forzó a “la lucha más ardiente”.
La primera edición del libro de Bayer sobre Di Giovanni fue prohibida en 1973 por el gobierno peronista de Lastiri y permaneció inhallable durante décadas. Sin embargo, el libro había despertado notable interés. Como recuerda el propio Bayer, “cuatro directores de cine quisieron filmar la historia, pero no fue posible”. Uno de ellos fue Leonardo Favio.
Durante el año 1985 el intelectual peronista Álvaro Abós escribió una reseña crítica para la revista Fierro, lo que derivó en una polémica -desarrollada el año posterior en la Revista Crisis durante el año 1986, en torno al modo de recuperar la figura del terrorismo ácrata. Abós resumía allí lo esencial de las objeciones hechas desde siempre a Di Giovanni: el uso de las bombas (con el costo inevitable de víctimas inocentes), su esteticismo (la supuesta incongruencia entre practicar la lucha armada y la enorme atención que dedicaba a la edición de periódicos y libros), y su amor apasionado con América Scarfó (hermana menor de los activistas anarquistas Paulino y Alejandro), que tenía 15 años cuando comenzó su relación y 16 cuando el fusilamiento de Severino y Paulino.
El contrapunto conserva todo su interés, en la medida en que Abós no critica en lo más mínimo la investigación del autor de Los vengadores de la Patagonia trágica, sino el uso de las tácticas violentas por parte de Severino y su grupo, haciendo de este último un antecedente directo de la guerrilla argentina de los años setentas, mientras que Bayer reprocha a Abós precisamente eso: no poner en tensión el libro en sí mismo, sino limitarse a reproducir la grosera incomprensión que la ideología de la democracia conformista reserva a quienes se rebelan ante la crueldad del sistema. Durante polémica la polémica (reunida bajo el título “Di Giovanni y la teoría de los dos demonios” en el libro de Bayer, Rebeldía y esperanza, Bs-As, 2009), el biógrafo resume su lectura de Severino como “la historia de un hombre lleno de cualidades latentes que se pierden en la obcecación. Porque el mundo es más complicado de lo que él cree. Lo consume la pasión, no puede soportar la injusticia y sale a hacerla él. Y cae en la crueldad, de la que se da cuenta, pero ya no puede salir del círculo de fuego que le ha tendido la sociedad. Es un perseguido. Un desperado”.
El reproche de Abós a Bayer podría resumirse en la siguiente pregunta: ¿Cómo y por qué un periodista libertario y pacifista convencido como Osvaldo Bayer escribe sobre un activo creyente en la violencia revolucionaria, tan conflictivo para quienes a fines de los años veinte se ubicaban en el terreno de la política y de las ideas de un modo que en principio debería resultarle más próximo? En su réplica a Abós escribe efectivamente: “soy insanablemente pacifista. Pero si un guatemalteco, un salvadoreño o un colombiano, un mexicano sin trabajo o un negro sudafricano me pregunta cuál es la otra solución que tengo, me tendría que callar la boca, avergonzado. A los repudios viscerales los reservo para los verdaderos enemigos de la humanidad”, en cambio “no puedo odiar a aquellos que se equivocaron y perdieron buscando nuevas sendas”.
Hubo, además, un militar que intervino en el golpe contra Yrigoyen, y que conoció a fondo el caso Di Giovanni porque era ayudante del general Medina, ministro de Guerra de Uriburu, quien puso el “cúmplase” en la condena de muerte de Severino. Ese militar, llamado Juan Domingo Perón, le escribió a Osvaldo Bayer espontáneamente ni bien recibió su libro: “Siempre he pensado que, así como no nace el hombre que escape a su destino, no debería nacer quien no tenga una causa por la cual luchar, justificando su paso por la vida: Di Giovanni fue un idealista, equivocado o no, y es respetable para los que luchamos por una causa que tampoco podemos saber si es la verdad”.
Los nombres de Severino Di Giovanni, pero también el de Osvaldo Bayer, forman parte de esa tradición que Walter Benjamin llamó la del “inconformismo”. Un estado de agitación que no encuentra límites a la hora de poner en cuestión estructura mentales y sociales. Consultado sobre esta cuestión el ensayista Christian Ferrer propone comprender la fuerza del libro de Osvaldo Bayer como la restitución de un nombre convertido por el estado y la prensa en fantasma -un delincuente cuyas ideas no vienen al caso- a las páginas de la política de la nación. Bayer se interesó por alguien cuya intransigencia resultaba (ayer y hoy) incompatible con un país en el cual el enfrentamiento político nunca impide futuras alianzas y componendas. Un anarquista, dice Ferrer, es siempre un ser de dos almas: un santo cuyo modo de vida diseña instituciones para un futuro mejor, y al mismo tiempo un destructor. Y Di Giovanni fue excesivo incluso entre los libertarios argentinos. Bayer no se limitó, por otra parte, a narrar el costado político de este exceso, sino que además recuperó la historia de Severino y América (menor de edad y una década menor que él), un amor de escándalos que hoy día sería quizás condenado no sólo por las madres de familias católicas. También aquí Bayer enmendó una narración histórica: de versión patologizada a amor libre. Amor y anarquía han sido siempre condimentos explosivos, capaces de cuestionar las conductas y parámetros bajo los cuales concebimos nuestras vidas.