El Che en nuestra juventud era parte de algo que nos conmovía. Parte de una manera de andar, de encontrarnos, de amar, de discutir, de soñar. Puente Pueyrredón, Valizas, una casa vieja en Varela donde se hacían las asambleas, Redondos en Huracán, la toma en la calle Goria, esquivar los chanchos de Once saltando por atrás, algún asado con compañeros de los setenta, recuperar fierros. Guevara siempre presente, contraseña en la piel, conspiración, forma de huida, tatuaje.
Lejos estábamos de lo que fue realmente. Lejos de su moral, certezas, disciplina y formación. Lejos de Cuba, del marxismo que nos aburría, de la lucha armada, de un banco central, de entenderlo, de trabajar tanto. Flasheamos guevarismo sin saber bien qué era, pero con la convicción que se parecía bastante a no traicionar, a ayudar a los demás, a revelarse, a caminar el barrio para organizarnos. Guevara era la forma que teníamos de entender la política, el segundeo, esos años, la vida.
Ahora que la derecha copa todo, que crece, que nos quita el aire, ahora que hay pibes que reivindican empresarios y otros que agradecen que los cuide el Estado, ahora que sé es gato del algoritmo, vigilante anti planes, burócrata de aforo, ahora que todo se puso horrible no está mal recordar a Guevara.
Recordar a él y a nosotros de guachos, recordar que creíamos que podíamos, que discutimos, que no hacíamos caso, que no teníamos jefa. Recordarnos con Guevara para salir del chamuyo de la política de hoy, de esas discusiones que son otros, de eso proyectos políticos que solo son personales. Recordar al Che para rajar del ruido que solo nos confunde y entristece.
Foto Sub. Cooperativa de fotógrafos.