Fin de ciclo. Reseña de «Habitar y gobernar», de Amador Fernández-Savater // José Luis Gallero

En medio de la larga crisis civilizatoria que parece marcar la pauta del siglo XXI, pocas tentativas tan legítimas como la de renovar el imaginario colectivo. Ante el deterioro acelerado de nuestras sociedades, el último libro de Amador Fernández-Savater constituye una lectura profundamente reparadora, como lo es, en realidad, toda la bibliografía de este pensador y editor nacido en vísperas de la transición española. Sensibilidad ética, imaginación política e inteligencia pedagógica se yuxtaponen en su quehacer a una ingenuidad (de ingenuus: “engendrado libre”) indispensable para cambiar el estado de las cosas, como él mismo constató una primavera inolvidable de la que pronto se cumplirán 10 años.

Ya en su primera entrega (Filosofía y acción, 1999), nuestro autor asumía la tarea crítica desde una posición minoritaria a la que no ha dejado de permanecer fiel y que revela afinidades con la fértil imagen juanramoniana de “inmensa minoría”. “¿No es cada vez un puñado de locos (esclavos, obreros, negros, mujeres, homosexuales) los que comienzan las mutaciones importantes?”, leemos. Una escritura clara, precisa y condensada recorre los múltiples formatos (artículos, crónicas, conversaciones, apuntes de lectura) que componen este artefacto ensayístico, cuyos ocho apartados contienen otras tantas invitaciones a “reimaginar” la revolución, el nosotros, el enemigo, la estrategia o el conflicto. Inscrito en el vértice de una década que declina y otra que despunta, rinde balance de la primera y tantea la fisonomía de la segunda, sometiendo ambas a un intenso interrogatorio.

No se trata de una reflexión sobre el poder, sino sobre la necesidad de descubrir nuevas formas de hacerse cargo de los problemas comunes. Dado que “hay un solo mundo en el que los diferentes tenemos que convivir en igualdad”, no caben estrategias de exclusión; lo que se precisa son políticas dotadas de potencia acogedora para reforzar los cada vez más débiles vínculos comunitarios. “Nuestro peor enemigo somos nosotros mismos cuando aceptamos la definición del conflicto como enfrentamiento”. En consecuencia, no se habla de revolución en cuanto suceso, sino en cuanto proceso, pues la formación de un pueblo no es distinta de la educación de un niño. Y en sintonía con la advertencia formulada por Foucault en 1978 —»Son las preguntas de las enfermeras o de los guardias de prisiones las que deberían interesar a los intelectuales»—, la vanguardia está llamada a transformarse en una retaguardia capaz de acompañar a los más rezagados. Son estas verdades morales las que hacen habitable el mundo, pero no las experimentamos como una iluminación, sino como una quemadura.

Intelectuales: personas que intentan pensar y hacer pensar, pupilos acaso de Juan de Mairena y su Escuela Popular de Sabiduría Superior, fuera de cuyo benévolo ambiente “no hay manera de aprender nada que valga la pena”, según anotaba Machado en julio de 1938. “Es en la escuela donde se juega el porvenir de la República”, señala, a su vez, Fernández-Savater haciéndose eco de la certidumbre expresada por Juan de Palafox en 1638: “La mala educación de la juventud es la ruina de la República”. ¿Y si estuviéramos realmente al final de un ciclo decepcionante? “Esa sensación de decepción no me parece mala condición para el pensamiento”, recapitula el autor de Habitar y gobernar, quien en el diálogo con Rita Segato que sirve de epílogo al volumen, y a propósito del destino de la humanidad en tiempos de contagio, suscita la siguiente declaración de la antropóloga argentina: “La vida hoy debería componerse de comer —y hacer comer, en el sentido de proveer a los que no tienen—, sentir y pensar. Y nada más”.

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