Experiencias de felicidad de resistencia y de memoria. Una aproximación de Michel Henry y León Rozitchner // Diego Tatián

Primer escrito de Michel Henry, Le bonheur de Spinoza no es otra cosa que una tesina -una mémoire de maîtrise-redactada por un estudiante de apenas 20 años, sobre un tema filosófico a propuesta de su director de estudios, Jean Grenier (quien algunos años antes había tenido asimismo una influencia decisiva en la formación de Albert Camus en la Universidad de Argel). En el prefacio a la edición castellana del texto, Anne Henry sugiere que Grenier había estimulado a su joven estudiante a desarrollar una interpretación de Spinoza contrapuesta a la lectura racionalista de León Brunschvicg[1], de amplia circulación en la academia francesa desde fines del siglo XIX. También según Anne Henry, la redacción del texto fue realizada entre octubre de 1942 y abril de 1943, inmediatamente antes de que su autor se incorporara a la Résistance-entre junio de ese año y el otoño de 1944- en las montañas contiguas a Lyon, con el pseudónimo Kant[2]. Y agrega que el jurado evaluó tan satisfactoriamente su trabajo (en el que se hace intervenir -aunque apenas como menciones al pasar- una significativa cantidad de referencias literarias: Thomas Mann, Emily Brönte, Goethe, Keats, Baudelaire, Mallarmé, Leopardi, Huxley…), que recomendó su publicación en Gallimard, “empresa entonces impensable, vistas las restricciones de papel y una censura alemana hostil a Spinoza”. Años más tarde, la mémoire sobre Spinoza fue publicada parcialmente en los números de la Revue de Histoire de Philosophie correspondientes a 1944 y 1946[3].

Lo que Henry descubre en Spinoza como el alma de su pensamiento -sin lo que únicamente sería un pensamiento abstracto- es una experiencia: del absoluto, de la eternidad, de la felicidad. Esa experiencia es lo que vuelve a la filosofía de Spinoza irreductible a un sistema de conceptos y a un racionalismo. También a un naturalismo. Las grandes tesis del spinozismo no valen por sí mismas sino en cuanto procuran la exposición teórica de esa experiencia primaria, de donde obtienen su vitalidad. El orden de razones y la formulación matemática son apenas una forma de expresión de la dicha de ser en tanto sentimiento de ser en Dios. El spinozismo, pues, está animado por una significación existencial y religiosa. No es un sistema puramente especulativo y lógico, sino la puesta en categorías de un acontecimiento vivido, y “como un compromiso”[4]. La filosofía propiamente dicha no es, por tanto, una búsqueda sino el precipitado de algo que la preexiste: “el deseo absoluto de felicidad”[5]. Las ideas de las que ese pensamiento se vale no son pues “una pintura muda sobre un lienzo” (E, II, 43, esc.) sino las manifestaciones de una fuerza viviente y de un deseo inmanente a ellas. Las ideas, en efecto, son expresiones del deseo. No abstracciones de la vida que subyace a ellas, ni “productos muertos”. Conocimiento y deseo son inseparables e inmanentes el uno al otro.

El conocimiento del tercer género en particular lo es siempre de res singulares en su realidad concreta, que una vez conocidas de ese modo “ya no pueden ser consideradas como modos finitos”. Se trata de un conocimiento de los cuerpos desde el punto de vista de la naturana turante –es decir desde la perspectiva de su unidad con la Naturaleza como potencia infinita. El conocimiento por la ciencia intuitiva es necesariamente conocimiento de Dios, un conocimiento del principio afirmativo que pone la existencia de lo existente: no un conocimiento del límite ni de la causalidad determinante, sino de la positividad divina en los seres y las cosas[6].

La presencia inmanente de Dios en las cosas (la inmanencia de la natura naturante en la natura naturata; de las esencias en las existencias; de lo infinito en lo finito…) es lo que hace posible la “experiencia de la eternidad”, inmanente a su vez al tiempo. Felicidad es la palabra que designa esa inmanencia, de algo (algo que podría, también, ser llamado vida[7]) no empírico en nuestra existencia empírica, determinada y finita. La felicidad no es otra cosa que el sentimiento de Dios, que Henry contrapone a las “ideas muertas”: más que conocido, el ser es sentido.

Hacia el final del texto -y sin que se deduzca del cuerpo argumentativo-, se explicita un repentino deslizamiento del spinozismo hacia una interpretación cristiana: “De este modo, la inspiración de la Ética se muestra más religiosa todavía, y presenta su parentesco evidente con el cristianismo en tanto nos aporta… la buena nueva, la victoria sobre la muerte”[8]. El spinozismo es sustraído de la interpretación “naturalista” (si por esta palabra entendemos una naturaleza de carácter empírico), para afirmar la presencia de un Absoluto sentido, inmanente a la existencia. Si bien el amor más alto es intelectual, por esta palabra no debe entenderse otra cosa que algo siempre ya dado. Por eso “los místicos, los simples también conocerán la felicidad de Spinoza”[9].

La interpretación henryana de la filosofía spinozista tiene su núcleo en la afirmación de una “significación existencial -no simplemente metafísica- de la sustancia”. O más precisamente religioso-existencial. Spinoza obtiene más su inspiración de los Antiguos que de los Modernos, y se sustrae del criticismo, del subjetivismo y de las filosofías de la conciencia. Se sustrae con énfasis del idealismo, pues la felicidad resulta imposible si el ser se comprende como puro “prolongamiento de nosotros mismos”. La felicidad tiene por condición la existencia de Otro. No sin embargo como efecto de una producción del espíritu, pues de ser así resultaría imposible“ abandonarse en el amor” y la felicidad misma –de la que sin embargo tenemos experiencia. El pasaje al que la breve referencia de la interpretación henryana antes consignada quería llegar, es este: “No hay felicidad más que si el ser nos es dado y si podemos allí perdernos, como el niño en el seno de su madre. Ahora bien, toda filosofía en la que el Ser está subordinado al espíritu no puede sino volver imposible una tal felicidad. Pues no hay felicidad más que para una conciencia que se trasciende, se supera, y que va hacia el Ser para unirse con él en una contemplación inmóvil y en un abandono alegre”[10]. Y poco más adelante repite aún una vez la metáfora de la sustancia como “seno materno”: “Toda sustancia es el seno materno, el Paraíso perdido, la Tierra prometida. Es necesario que este Paraíso pueda ser reencontrado, que esta Tierra no sea solo una promesa, y para eso que la sustancia exista. Es por eso que toda filosofía de la felicidad es una filosofía del Ser…”[11].

Concepto fundamental de la ontología, la sustancia spinozista no reviste sin embargo solo, ni tanto, una significación ontológica sino un sentido utópico y existencial. Leída desde hoy, un anacronismo rutilante parece afectar la manera henryana de comprender a Spinoza, habida cuenta de la extensa -e intensa-investigación spinozista, que centra la interpretación del filósofo amstelodano en la filosofía política, la crítica de la dominación, la emancipación de la potencia y la teoría democrática. Nada de ello es tenido en cuenta, ni tan siquiera mencionado, en el ensayo de Henry.

Sin embargo, se advierte en él una radicalidad de otro tipo, que recuerda la existencia de una dimensión que llamaremos filosófica (religiosa, mística…) en el spinozismo, cuya consideración no solo no desvanece el combate contra la Servitudo socio-política y la acción emancipatoria, sino que más bien puede dotarlas de una potencia paradójica. Aunque esta derivación política de una interpretación de la sustancia como Tierra prometida -en el caso del texto henryano de sentido más bien religioso- no se desarrolla en La felicidad de Spinoza.

 

Muchos años después de este trabajo preparatorio del estudiante Michel Henry con el objeto de sortear una instancia de examen, un filósofo argentino -formado en la fenomenología francesa- leerá a Spinoza por primera vez en el exilio venezolano, donde dictó cursos sobre su pensamiento, aunque no escribió ningún libro a cuyo estudio estuviera directamente consagrado.

A contramano del estructuralismo, Rozitchner reivindicaba una filosofía materialista del sujeto, en el cruce del marxismo y la filosofía. Pedro Yagüe estudió en detalle el encuentro de Rozitchner con Spinoza. Lo precisa en los primeros años del exilio, durante los que impartió lecciones sobre la Ética y un seminario sobre el Tratado teológico-político en la Universidad Central de Venezuela[12] –y donde a fines de los años 70 escribió el libro en el que la presencia de Spinoza es más intensa y explícita: Perón: entre la sangre y el tiempo. Lo inconsciente y la política. Se trataba allí de elaborar un pensamiento de la derrota capaz de afrontar filosóficamente el fracaso del movimiento revolucionario y el subsiguiente terror bajo el que quedó sumida la sociedad argentina. Lo que desde entonces y hasta sus últimos escritos atrae el interés de Rozitchner es la filosofía spinozista del cuerpo y su potencia insumisa; la obtención de un saber sobre el ignorado poder del cuerpo y la trama afectiva que lo constituye -irreductibles a las estructuras-, a partir del cual organizar un contrapoder y una resistencia a la dominación: “Su filosofía [de Spinoza] está detrás de cada uno de nosotros, y nos invita a convertirnos en el lugar donde se elabora, como experiencia de vida, lo que la mera reflexión solo enuncia como saber, y enfrentar entonces el riesgo de un nuevo e ignorado poder. Por eso nos advierte ‘nadie sabe lo que puede un cuerpo’. El saber se despliega sólo luego de descubrir y ejercer ese poder. El poder colectivo se revela desde el propio cuerpo individual amplificado cuando superamos la cerrazón sensible que el terror nos impuso al separarnos de los demás”[13].

En el encuentro de los cuerpos y la indeterminada potencia colectiva que resulta de él, el filósofo de Chivilcoy inscribe el punto de resistencia a la dispersión, a la soledad y el terror[14] a los que habían quedado sometidos esos mismos cuerpos tras la reciente derrota política en la Argentina. La filosofía de Spinoza se presenta como una fecunda vía de acceso a la comprensión de los modos en los que opera el miedo en los cuerpos, a la vez que a un reconocimiento de la reserva de insumisión que esos mismos cuerpos albergan (“la sabiduría aun inconsciente de nuestro propio cuerpo”).

La fecundidad del spinozismo se revela aquí no en tanto inmediata “experiencia de felicidad”, sino como una filosofía de (y para) la adversidad –que Spinoza llama Servitudo. Conforme esa filosofía interpretada por Rozitchner, la tarea consiste en una detección, en el cuerpo, de algo impensado que no ha logrado ser sometido; una recuperación de lo que excede al terror, de la “trama viva”que en el cuerpo resiste y preexiste a lo que busca someterlo. Por eso, el sometimiento nunca es total: “si lo fuera, no habría resistencia posible”[15]. La dimensión afectiva y sensible de los cuerpos resguarda una promesa emancipatoria contra la dominación en acto.

En 2010, un año antes de morir, Rozitchner escribió un conjunto de ensayos breves editados póstumos bajo el título Materialismo ensoñado[16], en los que se busca, aquí sí -como el escrito henryano-, recuperar una “experiencia primigenia que nutrirá el sentido de todo pensamiento”. Lo arcaico, la infancia, la maternidad (el materialismo, es decir el “hálito ensoñado” que penetra toda la materia), la lengua materna (una lengua anterior a la que erróneamente llamamos materna y que en rigor es una lengua paterna), la “coalescencia de los afectos”, “pregnancias y fragancias” perdidas con el ensoñamiento que el espectro paternal suplanta. El “Ordo amoris del cuerpo materno” ab-origen que evoca Rozitchner, aunque omitido y reprimido, pervive en los restos y los gestos de lo que resiste al terror. Como en libros anteriores, también aquí se trata de descubrir una afectividad y una sensibilidad anteriores[17], recubiertas por la lengua, los conceptos y la ley.

La intensidad poética de estos breves escritos, no sugieren ningún retorno ni restitución sino la indicación de una materialidad humana primaria que pervive fragmentada en restos y sublimada en todo reinicio de la acción emancipatoria y manifestada siempre que se pone en obra un pensamiento fuera del terror. Toda felicidad y toda utopía son pervivencias de esa experiencia que excede “lo real”. “Si la madre no hubiera abierto con el hijo el espacio de ensoñamiento que es la trama del pensamiento, ninguna lengua hubiera podido crearse, porque no habría habido una materia ensoñada en la cual inscribirse. No hubiera existido un materialismo histórico… el amor materno sigue sosteniendo, y se despliega, en todas las relaciones adultas generosas, fraternas y amorosas”[18].

Las dicotomías de Rozitchner (ensueño / terror; afecto materno / pavor patriarcal, etc.) intencionan algo preexistente al orden del discurso; activan una aventura del lenguaje orientada a evocar una experiencia de la felicidad. (“ese mundo primero… que San Agustín califica como ‘la vida feliz’”). No aparece aquí -a no ser en un único pasaje, que se explicitará en seguida- el nombre de Spinoza. Pero sí un espíritu spinozista en una poética que opta por un lenguaje en sintonía con eso que lo preexiste y que busca ser pensado por él. El cristianismo -tanto como la filosofía y la economía política-, “renuncian” y “desprecian” a la “madre naturaleza”. Obliteran la experiencia ensoñada (“negada pero siempreviva”[19]) cuyo “sentido” Rozitchner procura reconocer impreso en la materia y en los instersticios de la cultura: de ella provienen los grandes conceptos filosóficos, sin embargo olvidados de la “experiencia viva” en la que tienen origen. Es decir, descuidan por completo el “origen amoroso del pensar humano”[20] y reniegan de él. Los filósofos no son sino “niños expósitos”, y el orden del discurso una negación del Ordo amoris materno, que impone la muerte sobre la materia viva. Que impone “la ley de la selva”, “la ley jurídica”, la “ley del Estado” y el régimen soberano. La lengua materna de significados sensibles y su advenimiento -una lengua en ruinas pero no una lengua muerta- son omitidos por la razón y su régimen, que sin embargo no logran extinguir por completo “la memoria indeleble de una vida feliz, sin violencia ni muerte”[21].

La experiencia de felicidad primigenia que Rozitchner busca despejar con una lingüística de significaciones sensibles anterior a la lengua paterna, es la de un fundamento afectivode la vida humana nunca completamente capturado por el terror. El planteo de Materialismo ensoñado es político. Conducidos por este concepto,e stos textos póstumos se hallan animados por la misma búsqueda que en Perón: entre la sangre y el tiempose orientaba hacia la potencia ignorada del cuerpo afectivo descubierta por Spinoza.

Aunque podría advertirse aquí una cierta resonancia rouseauniana, sin ser explícita, la inspiración fundamental de Materialismo ensoñado es la filosofía de Spinoza –leída desde la experiencia del terror como una filosofía que nos lleva más allá (o nos trae más acá) de él. Allí, Rozitchner solo menciona a Spinoza en un pasaje -sin embargo muy importante- de “La celebración”, para ponerlo a distancia de los filósofos que, como “niños astutos”, se valen de los restos de la experiencia materna pero congelados en categorías, como si hubieran salido de sus cabezas. Spinoza, en cambio, pone la “idea de la idea” (idea ideae) en el comienzo del pensamiento –pero “no es lo que ellos [los filósofos] interpretan”. La primera idea [segunda en la expresión]se halla o surge directamente “enlazada con el afecto del cuerpo materno”[22], en tanto que la segunda [que corresponde a la primera en la expresión] rompe la continuidad sensible e introduce la “distancia infinita”. La idea originaria es una marca afectiva y una creación inmediata del cuerpo que prolonga en ella la “Cosa sensible”; la idea que tiene por objeto la idea originaria, en cambio, es sin afecto y abstracta: “…para Spinoza es el ensoñamiento, con el que se vive y se prolonga en nosotros la sustancia materna, el ‘elemento’ o el ‘eter’, la sutil materialidad que sigue sosteniendo y engendrando la circulación de las ideas y el paso de una idea a otra”[23]. Spinoza mantiene pues una experiencia arcaica de felicidad que “los filósofos” eliden y olvidan. Sin ella, sin ese incondicionado amoroso, no habría pensamiento.

De manera misteriosa, Rozitchner solicitó a los editores de Materialismo ensoñado la inclusión en el libro de dos aguafuertes y seis óleos de la pintora Norma Bessouet, que él mismo seleccionó para que acompañasen su texto. Tras leerlo se entiende muy bien por qué, aunque no haya en él ninguna referencia explícita a las obras. Las imágenes de Bessouet atesoran eso perdido que Rozitchner busca restituir con su desvío del lenguaje desafectado de la teoría. Apenas ensoñada por la poética filosófica que se busca aquí liberar de las categorías heredadas y su violencia, más del orden del sueño que de la ensoñación, las pinturas -que encierran algo rousseuniano, tanto de Jean-Jacques como del Aduanero- custodian el origen del mundo, y con él la posibilidad de que todo vuelva a comenzar.

 

La experiencia de la felicidad (una potencia viva de lo arcaico: la naturaleza como “seno materno” en la interpretación henryana de Spinoza; el materialismo ensoñado y la “sustancia materna” en Rozitchner) no es independiente de la crítica a los sistemas de dominación teológicos y políticos -o más bien, ésta no es independiente de aquélla-, sino que guardan entre sí una relación -filosófica y política, teórica y práctica- de mutua inmanencia. El Tratado teológico-político y la Ética (y dentro de ella la parte IV y la parte V) son inescindibles y revelan su fecundidad en su mutua afectación. El contenido político de la filosofía y el contenido filosófico de la política se fecundan y revelan que el pensamiento, si es concreto, aloja dentro de sí ala experiencia como su más íntimo núcleo de sentido.

“Experiencias de felicidad de resistencia y de memoria” no lleva coma después de felicidad. No se trata de una enumeración sino de un genitivo múltiple, objetivo y subjetivo en todos los casos: felicidad de la resistencia; resistencia de la felicidad; felicidad de la memoria; memoria de la felicidad.

 

[1]León Brunschvicg, Spinoza, Clamann-Lévi, Paris, 1984.

[2]No parece haber relación entre la filosofía de Spinoza y la participación de Henry en el maquis de Haut-Jura (el libro que llevó consigo a la clandestinidad no fue la Ética sino la Crítica de la razón pura, de allí su nombre de guerra), como sí la hubo en el caso de Jean Cavaillès, quien participó en la fundación del movimiento de resistencia “Libération-Sud” y de la red militar Cahors. Cuando Francia fue ocupada, le dijo a Raymond Arón en Londres: “Soy spinozista; es necesario resistir, combatir, afrontar la muerte. Así lo exigen la verdad, la razón” (Raymond Arón, Prefacio a Jean Cavaillès, Philosophiemathématique, Hermann, Paris, 1962, p. 14). Se trató, en su caso, de un engagément matemático-filosófico-político: el deber de resistir era impuesto por la razón y resultaba de la comprensión de una evidencia.

[3]Anne Henry, “Prefacio a la edición en español”, en Michel Henry, La felicidad de Spinoza, traducción de Axel Cherniavsky, La Cebra, Buenos Aires, 2008, pp. 22-23.

[4] Michel Henry, op. cit., p. 32.

[5]Ibid., p. 34.

[6]Ibid., pp. 131-132.

[7]En el prólogo deLa felicidad en Spinoza, Mario Lipsitzsugiere que la idea de vida en tanto “sustancia fenomenológica” desarrollada en la obra tardía de Henry remite a su temprana interpretación de Spinoza y tiene su proveniencia en su comprensión de la sustancia como ser viviente (op. cit., pp. 7-8).

[8]Ibid., p. 142. Y también: “Es la Alegría, y no algún atributo metafísico sin ninguna medida común con el hombre, lo que constituye ahora la esencia del Todo. Esta sustancia impasible se parece cada vez más al Dios viviente, al Dios amante, al Dios de la Biblia” (p. 155).

[9]Ibid., p. 187.

[10]Ibid., p. 61. Yo subrayo.

[11]Ibid., p. 62.

[12]Pedro Yagüe, “Althusser y Rozitchner: dos caminos hacia Spinoza”, Éndoxa, n° 41, 2018.En tanto, Diego Sztulwark -quien mantuvo una intensa interlocución con Rozitchnerdurante sus últimos años-, anota que “había impartido clases sobre Spinoza en su exilio venezolano. En la carpeta de apuntes para sus cursos, se lee sobre la Ética: ‘filosofía del subdesarrollo’; y sobre el Tratado teológico-político: ‘contra el absoluto’. La obra de Spinoza recorre por entero los trabajos de Rozitchner a la manera de los personajes del novelista Isaac Bashevis Singer: menos como un personaje a retratar y más como un interlocutor omnipresente” (“Spinoza en América Latina. Un comentario sobre la obra de Diego Tatián”, en Nuevo itinerario. Revista de filosofía, vol. 16, n° 1, Universidad Nacional del Noreste, Resistencia (Chaco), 2020, p. 106).

[13]León Rozitchner, Perón: entre la sangre y el tiempo. Lo inconsciente y la política, Catálogos, Buenos Aires, 1998, p. 12.

[14]En el Tratado político, Spinoza se había referido exactamente de esta experiencia del terror y la soledad con las expresiones metuterriti y solitudo: “De una sociedad cuyos súbditos no empuñan las armas, porque son presa del terror (metuterriti), no cabe decir que está en paz, sino más bien que no está en guerra… Por lo demás, aquella sociedad cuya paz depende de la inercia de unos súbditos que se comportan como ganado, porque sólo saben actuar como esclavos, merece más bien el nombre de soledad que el de sociedad (rectiùssolitudo, quamCivitasdicipotest)” (Spinoza, Tratado político, versión de Atilano Domínguez, Alianza, Madrid, 1986, p. 120).

[15]Pedro Yagüe, op. cit., p. 127.

[16] León Rozitchner, Materialismo ensoñado. Ensayos, Tinta Limón, Buenos Aires, 2011. Se trata de un volumen compuesto de cuatro textos (“La mater del materialismo histórico. De la ensoñación materna al espectro patriarcal”; “Ensoñación”; “La celebración”, “Naturalmente”) y ocho pinturas de Norma Bessouet.

[17]Con diversas expresiones poéticas (“último reino”, lo “anterior”, la “comarca imposible”, la “quinta estación”…), Pascal Quignardevoca la experiencia de felicidad de un pasado incierto y aoristo, en realidad no un pasado sino “lo anterior” al pasado, análogo al que Rozitchnerrememora con su materialismo ensoñado. “Hay algo -escribe el autor francés- que no pertenece al orden del tiempo, pese a que cada año regresa como el otoño y como el invierno, como la primavera y como el verano. Algo con sus frutos y con su luz” (Albucius, El cuenco de plata, Buenos Aires, 2010, p. 50). Es lo indefinido, lo ilimitado y sin límite de tiempo; el aoristo que el latín y las lenguas latinas han perdido y sólo conservan en el “había una vez…” de las narraciones infantiles. Algo sin traducción en el tiempo definido. Lo anterior al tiempo y al pasado. La “comarca imposible” de la que brotan la poesía y el relato humanos. Esa “quinta estación” que asedia a las del calendario es la eternidad (pero una eternidad cargada de frutos y de antiguas novedades): asedia al tiempo y vulnera los “límites” que, incesante, impone la muerte. Esa quinta estación es “el pasado en nosotros [que] no se reduce a esta única pre-estación infantil o primaria o animal que sin interrupción vaga en nosotros mismos: lo Antiguo Inalterable… Cimiento inalterable de nosotros mismos en las ruinas del no-lenguaje en nosotros… Desfile apasionante cuyas primeras imágenes están pintadas en los atrios de las cavernas” (ibid., p. 52). Es “lo anterior” depositado en las cosas y las vidas: por ello, es que “el niño es un ancestro que ha entrado en la casa… Recientes y vetustos, los bebés no son exactamente nuevos” (“El pasado y lo anterior”, en revista Nombres, n° 23, 2010, pp. 9-10). Algo “indomesticable” e “indeclinable” que Quignard opone al pasado; “retraso inaprensible” de la belleza. Anacronía como acronía eruptiva; lo aoristo que “derrota al pasado”, y proponemos nombrar aquí como lo arcaico. Esta palabra quiere designar una dimensión de la vida humana anterior a las civilizaciones y a las barbaries, en la que abreva una eternidad cualitativa y volcánica. Lo arcaico se aloja pues en la rutina de los seres como lo inapropiable mismo que descentra la soberanía del sujeto, desplaza el tiempo de su quicio y se renueva una y otra vez. Lo que yace en el fondo del tiempo -no en el sentido de un inicio o un origen perdidos del que nos hemos alejado, sino en el fondo de cada instante-; lo que yace, más bien, en el trasfondo del tiempo, lo que el tiempo trae y carga a su pesar. 

[18]León Rozitchner, Materialismo ensoñado, op. cit., pp. 17-18.

[19] Ibid., p. 30.

[20] Ibid., p. 48.

[21] Ibid., p. 78.

[22]Ibid., p. 59.

[23]Ibid., p. 60.

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