Desde Santiago de Chile
Cuando llega la noche urge la vida. El toque de queda y los militares en la calle son el espanto de un Chile asfixiado por el neoliberalismo ejemplificador. Cronología de una semana que lleva 70 años.
A los nueve años mi abuelo se subió a un bus para ir a ver a su madre en un hospital. El bus tenía un militar en el techo con un fusil de asalto. Era la huelga de la chaucha, año cuarenta y nueve.
Esas siete décadas estallan hoy. Las huelgas comenzaron con el hashtag de evasión masiva. Las convocatorias eran abundantes en redes sociales, principalmente autoconvocadas cerca de estaciones de metro por estudiantes dispuestos a traspasar torniquetes: evadir, no pagar, otra forma de luchar. Lunes, martes, miércoles, el tono de las evasiones seguía, el gobierno responde con el cierre parcial de la red de metro y con la securitización de las estaciones: perros, antimotines y bastones; al día viernes había imágenes de la policía con fúsiles premunidos de balines de goma para repelar a los evasores, principalmente estudiantes secundarios.
La respuesta general de la protesta colapsó el tren subterráneo, las redes sociales se inundaron de videos, hashtag y enfrentamientos con la versión más ruda e indolente del Estado. La policía disparó con balines de gomas en estaciones de trenes con una estudiante que, convaleciente, apoyo la causa: no dejen de luchar. El viernes treinta minutos pasados las siete de la tarde el problema era generalizado: atochamientos, el servicio de metro suspendido, traslados que normalmente duraban cuarenta minutos duraban tres horas.
Asimismo, las redes sociales filtraban imágenes de Sebastián Piñera, el presidente, en una cena familiar en el suburbio rico de la capital, Vitacura. Esa capital que ardió. Barricadas, cortes de calle; cacerolas desde las seis hasta altas horas de la madrugada. No había respuesta del gobierno, la incertidumbre era general. Las declaraciones de partidos de izquierda, militantes y algunos dirigentes describen el estallido social como la gota que rebalso el vaso. No hay una convocatoria centralizada, la respuesta de la oposición política parlamentaria a Piñera es fragmentada y se adentra la noche en el silencio de la Moneda, la casa de gobierno.
La declaración presidencial fue tardía, arde la ciudad, el presidente enfatiza y condena la protesta. Un silencio incómodo persistía en medio de la declaración porque había un rumor generalizado sobre una declaración de estado de sitio, toque de queda, estado de excepción. Sin saber la especificidad de la medida posible había un ambiente crispado. La decisión final es convocar un estado de emergencia y nombrar a Javier Iturriaga del Campo como jefe de la Defensa Nacional. El siguiente en tomar el micrófono es el militar en ropa de campaña. El militar describe su tarea y en tono socarrón, al final, dice que ojalá haya eventos masivos como partidos de fútbol para tener un nuevo campeón de la liga. Después no hay silencio, hay incomodidad, rareza y nervios.
El punto de prensa en el palacio de gobierno se mantiene y desfilan en el palacio de la Moneda oficiales en ropa de campaña. Los militares serán los encargados de la seguridad. Los militares son la única otra institución de la administración del Estado convocada al palacio del gobierno para manejar el estallido. La señal es clara. La única organización citada es aquella de la defensa nacional que tantas veces en el siglo XX selló con plomo protestas y revueltas con una larga lista de ejecutados, detenidos y desaparecidos en la última dictadura militar.
Se reedita fuertemente una contestación, ya no parecida a 2011, sino similar a los años ochenta y la respuesta vuelve a ese amargo recuerdo: los militares y su larga noche dictatorial .
El estado de emergencia y el posterior toque de queda crispan los debates sobre la política y la insistente discusión sobre democracia y dictadura que marca la transición chilena. Esta discusión se basa en los pactos constitucionales del neoliberalismo: sistema de ahorro forzoso como fracaso de la previsión social, educación y salud como sistemas privados y una larga lista de amarres hechos en la dictadura y prolongados en la constitución que, desde el ciclo de luchas estudiantiles entre 2006 y 2011, se cuestionan por distintas vías.
Esta protesta social, los caceroleos masivos, el colapso del transporte público en una jornada extendida de descontento y hastío reedita fuertemente una contestación, ya no parecida a 2011, sino que similar a los años ochenta y la respuesta vuelve a ese amargo recuerdo: los militares y su larga noche dictatorial. Ante la ausencia de política, ante la ausencia de una convocatoria de la sociedad civil para responder el problema del transporte, el gobierno acude a la fuerza militar. Esa es su política con la voluntad de cierre del escenario, pero el telón se rasga con la insubordinación general. Esta apertura es indeterminada ante la confusión de las fuerzas de izquierda, frente a la indolencia de una clase política en su peor versión en la administración de la jaula de hierro.
El tablero político tiene un repertorio escueto ante la crisis y la disputa social apunta a sacudirlo, pero frente a quince días de caras pintadas en la calle y a la restricción de la circulación nocturna, más la invocación del andamiaje legal de la dictadura –ley de seguridad del Estado mediante– las rasgaduras parecen incinerar el tablero.
Pasa una hora del toque de queda. El ruido sigue. La protesta enciende la calle. El traqueteo de los helicópteros se mezcla con cacerolas, gritos, saltos y la pólvora suspendida en las barriadas santiaguinas. La noche va a ser larga, la penumbra en Chile ha sido larga, su democracia está rota, es un estado de excepción.
*Nicolás Román, editor de www.revistarosa.cl
A los nueve años mi abuelo se subió a un bus para ir a ver a su madre en un hospital. El bus tenía un militar en el techo con un fusil de asalto. Era la huelga de la chaucha, año cuarenta y nueve.
Esas siete décadas estallan hoy. Las huelgas comenzaron con el hashtag de evasión masiva. Las convocatorias eran abundantes en redes sociales, principalmente autoconvocadas cerca de estaciones de metro por estudiantes dispuestos a traspasar torniquetes: evadir, no pagar, otra forma de luchar. Lunes, martes, miércoles, el tono de las evasiones seguía, el gobierno responde con el cierre parcial de la red de metro y con la securitización de las estaciones: perros, antimotines y bastones; al día viernes había imágenes de la policía con fúsiles premunidos de balines de goma para repelar a los evasores, principalmente estudiantes secundarios.
La respuesta general de la protesta colapsó el tren subterráneo, las redes sociales se inundaron de videos, hashtag y enfrentamientos con la versión más ruda e indolente del Estado. La policía disparó con balines de gomas en estaciones de trenes con una estudiante que, convaleciente, apoyo la causa: no dejen de luchar. El viernes treinta minutos pasados las siete de la tarde el problema era generalizado: atochamientos, el servicio de metro suspendido, traslados que normalmente duraban cuarenta minutos duraban tres horas.
Asimismo, las redes sociales filtraban imágenes de Sebastián Piñera, el presidente, en una cena familiar en el suburbio rico de la capital, Vitacura. Esa capital que ardió. Barricadas, cortes de calle; cacerolas desde las seis hasta altas horas de la madrugada. No había respuesta del gobierno, la incertidumbre era general. Las declaraciones de partidos de izquierda, militantes y algunos dirigentes describen el estallido social como la gota que rebalso el vaso. No hay una convocatoria centralizada, la respuesta de la oposición política parlamentaria a Piñera es fragmentada y se adentra la noche en el silencio de la Moneda, la casa de gobierno.
La declaración presidencial fue tardía, arde la ciudad, el presidente enfatiza y condena la protesta. Un silencio incómodo persistía en medio de la declaración porque había un rumor generalizado sobre una declaración de estado de sitio, toque de queda, estado de excepción. Sin saber la especificidad de la medida posible había un ambiente crispado. La decisión final es convocar un estado de emergencia y nombrar a Javier Iturriaga del Campo como jefe de la Defensa Nacional. El siguiente en tomar el micrófono es el militar en ropa de campaña. El militar describe su tarea y en tono socarrón, al final, dice que ojalá haya eventos masivos como partidos de fútbol para tener un nuevo campeón de la liga. Después no hay silencio, hay incomodidad, rareza y nervios.
El punto de prensa en el palacio de gobierno se mantiene y desfilan en el palacio de la Moneda oficiales en ropa de campaña. Los militares serán los encargados de la seguridad. Los militares son la única otra institución de la administración del Estado convocada al palacio del gobierno para manejar el estallido. La señal es clara. La única organización citada es aquella de la defensa nacional que tantas veces en el siglo XX selló con plomo protestas y revueltas con una larga lista de ejecutados, detenidos y desaparecidos en la última dictadura militar.
Se reedita fuertemente una contestación, ya no parecida a 2011, sino similar a los años ochenta y la respuesta vuelve a ese amargo recuerdo: los militares y su larga noche dictatorial .
El estado de emergencia y el posterior toque de queda crispan los debates sobre la política y la insistente discusión sobre democracia y dictadura que marca la transición chilena. Esta discusión se basa en los pactos constitucionales del neoliberalismo: sistema de ahorro forzoso como fracaso de la previsión social, educación y salud como sistemas privados y una larga lista de amarres hechos en la dictadura y prolongados en la constitución que, desde el ciclo de luchas estudiantiles entre 2006 y 2011, se cuestionan por distintas vías.
Esta protesta social, los caceroleos masivos, el colapso del transporte público en una jornada extendida de descontento y hastío reedita fuertemente una contestación, ya no parecida a 2011, sino que similar a los años ochenta y la respuesta vuelve a ese amargo recuerdo: los militares y su larga noche dictatorial. Ante la ausencia de política, ante la ausencia de una convocatoria de la sociedad civil para responder el problema del transporte, el gobierno acude a la fuerza militar. Esa es su política con la voluntad de cierre del escenario, pero el telón se rasga con la insubordinación general. Esta apertura es indeterminada ante la confusión de las fuerzas de izquierda, frente a la indolencia de una clase política en su peor versión en la administración de la jaula de hierro.
El tablero político tiene un repertorio escueto ante la crisis y la disputa social apunta a sacudirlo, pero frente a quince días de caras pintadas en la calle y a la restricción de la circulación nocturna, más la invocación del andamiaje legal de la dictadura –ley de seguridad del Estado mediante– las rasgaduras parecen incinerar el tablero.
Pasa una hora del toque de queda. El ruido sigue. La protesta enciende la calle. El traqueteo de los helicópteros se mezcla con cacerolas, gritos, saltos y la pólvora suspendida en las barriadas santiaguinas. La noche va a ser larga, la penumbra en Chile ha sido larga, su democracia está rota, es un estado de excepción.
*Nicolás Román, editor de www.revistarosa.cl